Crítica, esperanza y humor

El desconcierto y el extravío, la frustración y un acusado sentimiento de pérdida son compartidos por una creciente mayoría de los ciudadanos. A excepción de las minorías pudientes, enriquecidas gracias a la especulación con la crisis, la sociedad civil deambula a tientas en la niebla, incapaz de atisbar los contornos de un futuro preñado de amenazas y peligros. Apenas cinco años han bastado para trocar la sociedad del riesgo –así bautizada por Ulrich Beck en la década de los noventa– en una sociedad del miedo que atenaza la cotidianidad y el horizonte de los sectores más vulnerables de la ciudadanía, juventud incluida. Casi desprovistos de pertrechos críticos y de idearios alternativos que orienten su actuar privado y colectivo, los ciudadanos tienden a acatar los dictados del establecimiento económico, político y mediático, y a cegarse con sus espejismos. De acuerdo con estos, la presente debacle sería una suerte de fenómeno meteorológico cuyas causas y designios inexorables e inescrutables, como el destino para los griegos– carecerían de identificable responsabilidad y autoría. Un accidente natural que sólo admitiría, por ello mismo, las respuestas y medidas que el conservadurismo hegemónico impone –o bien, claro es, los conjuros mágicos del identitarismo, presuntamente capaces de trocar en unánime e idílico éxtasis (“salida”) el actual pandemonio.

De todo ello se desprende, entonces, una pregunta de fondo que los mantras y hechizos en boga no responden, sino que oscurecen: ¿qué ha pasado en Europa y en nuestro país, sobre todo? ¿Cómo es posible que los patentes logros políticos y económicos que fundó la transición a la democracia –imbuida de creencia en un factible progreso– hayan desembocado en este retroceso general? ¿Cómo puede ser que las cotas de bienestar alcanzadas desde los años ochenta por tres cuartas partes de la población estén resultando en un creciente y agudo malestar, y que la misma convivencia plural se halle en jaque, asediada por corrosiones exteriores e interiores? ¿Por qué, en suma, se ha convertido en reversible el patrimonio económico, político y moral que hasta hace poco juzgábamos irreversible, amén de ganado de una vez por todas para el futuro?

Todos los indicios sugieren que, a semejanza de los ilustrados del siglo XVIII, la ciudadanía ha dado por supuesto que las dimensiones material y moral del progreso estaban ineluctablemente llamadas a avanzar de la mano, como si el auge de la riqueza garantizase el de la ética y la civilidad, los valores y las costumbres. Y también sugieren que, embriagados por el formidable ascenso del nivel de vida durante los tres pasados decenios, buena parte de los ciudadanos han compartido las ensoñaciones y delirios de prosperidad fomentados por un capitalismo triunfante que, tras el derrumbe del sovietismo, logró sacralizarse a sí mismo. Ensoberbecidos por un enriquecimiento tan precipitado como irresponsable, que parecía alcanzar para todo a casi todos, demasiados individuos han reemplazado la sobriedad por el derroche y la ética del ser por la de tener. Y lo han hecho a lomos de un necio sálvese quien pueda que, por decirlo al lúcido modo de Machado, ha confundido valor y precio, y el autolimitado cultivo de la vida buena, por los tentadores espejismos de la buena vida, esa que, para regocijo de los beneficiarios de la crisis, revela hoy su envés ominoso.

Las estrecheces que nos afligen no son sólo económicas, ni un mero episodio cíclico del capitalismo. Se trata, antes bien, de una quiebra social y cultural de gran envergadura, cuyas raíces cabe buscar en la degradación de los ideales cívicos, políticos y morales cultivados tanto por el milenario humanismo como por la moderna Ilustración, y por la plural tradición que emana de ambos. Estamos inmersos en una metamorfosis epocal que supondrá, muy probablemente, el final de un mundo y el alumbramiento de otro cuyos perfiles podemos apenas barruntar. Y es justo ahora, en este azogado tránsito entre dos eras, cuando más urge combatir las derivas deshumanizadoras que por doquier cunden mediante la regeneración de la humanizadora esperanza. La engañosa prosperidad fácil de las últimas décadas, sumada a la superstición economicista que ha deslumbrado a Occidente, ha alentado la adoración al becerro de oro del progreso exclusivamente material, y despreciado las dimensiones humanizadoras que todo verdadero progreso debe revestir: la sanación y pacificación del fuero interno, correlativa a la armonización del fuero externo que vincula a los sujetos en una vida pública cívica, solidaria y decente. En medio del griterío aturdidor y de los ilusionismos que nos ciegan, resulta de capital importancia reparar en que el trance político y económico que padecemos posee un trasfondo trascendente sobre el que urge actuar: es la salud psíquica y moral, el sosiego y la conciliación de las personas y de los colectivos lo que es ineludible regenerar. Avanzando en pos de los más nobles fines humanos mediante el ejercicio de la crítica responsable, de la indispensable esperanza y hasta del humor compasivo y sanador, como se camina en pos de un horizonte utópico que nunca nos es dado consumar, pero cuya visión endereza cada uno de nuestros pasos. No en pos de la buena vida, sino de una vida digna de llamarse buena.

Lluís Duch, antropólogo y monje de Montserrat; Albert Chillón, director del máster en Comunicación, Periodismo y Humanidades de la UAB.

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