Críticos de alquiler

Los que figuran bajo el título del presente artículo —su denominación no es mía, sino de mi muy querido Laurence Sterne— incluyen no solo a los que están al servicio de los intereses de un clan o de un sello editorial, como sucede hoy en casi todos los países del mundo, sino también a quienes incrustados en la burocracia estatal de las dictaduras velan por la pureza de la fe o ideología, el orden político y social, y las buenas costumbres. Son los primeros lectores de un material inédito, pero que aspira a dejar de serlo y acceder al público; y, como ocurrió en la larga noche franquista, respondían a las preguntas rituales de si ese material atentaba contra el dogma católico, los representantes de la Iglesia y del régimen o las normas que rigen la conducta de toda persona moralmente sana y honesta.

Hace ya algunos años llegaron a mis manos los informes del Ministerio de Información y Turismo respecto a mis novelas de juventud, informes en los que se aconsejaban ciertos cortes (unas veces de meras palabras, otras de párrafos enteros) o se descartaba el libro en su totalidad (el tajante y definitivo “no debe publicarse”). Dicha documentación, obra por lo común de estipendiados anónimos, se extendía del lector de base al jefe de lectorado, de acuerdo con una escala jerárquica cuya cima correspondía al director responsable del llamado Departamento de Orientación y Consulta.

En otra ocasión expuse ya de qué modo la presencia de esos lectores invisibles había incidido en mi estrategia narrativa para lidiar con ellos y eludir sus tijeretazos. Era el juego del ratón y el gato, al que recurrí con éxito en el caso de Campos de Nijar en donde, pese a la crítica implícita de la mísera realidad social que describía, el censor no pudo cortar ni una sola línea. Pero mi satisfacción inicial (la creencia de haber sido más listo que él) se mudó al cabo de un tiempo en melancolía. Si mi obra había pasado por la aduana de la censura era porque me había censurado yo mismo para evitar el mortífero choque frontal con el señor censor. Dicha constatación me dejó consternado y transformó mi presunta victoria en derrotada amargura. A partir de entonces decidí acabar de una vez con el juego: dejar al censor su tarea y seguir yo con la mía. De resultas de ello, cuanto escribí desde 1963 cesó de publicarse en España y apareció en México, Buenos Aires y en la editorial parisiense de Ruedo Ibérico. Señas de identidad, Don Julián y El furgón de cola no se presentaron siquiera a censura. Se acogieron al derecho de asilo y se autoexiliaron.

Hasta fecha reciente desconocía las vicisitudes de la censura del tardofranquismo, cuando la hoy encomiada apertura de Fraga Iribarne propició un lavado de fachada de la casa y puso la información al servicio del turismo —nuestros seis millones de visitantes de entonces debían encontrarse con un país normal y acogedor, acunado ya por el dulce sueño europeo—, y por dicha razón he leído con vivo interés la documentación reunida por Valentina Muzzi, una simpática estudiante de la Universidad Complutense que escudriñó los archivos en donde se almacena la memoria de lo suprimido aquellos años con miras a un máster sobre el tema. Gracias a ella he refrescado mis recuerdos y sacado a la luz algunos puntos oscuros de mi relación involuntaria con esa sacra institución a la que Larra consagró algunas de sus mejores páginas.

En febrero de 1974, alentado por los aires de cambio que soplaban en la Península conforme se aproximaba el previsible final del dictador y la entronización del sucesor por él designado, mi editor, Seix Barral, había presentado al mencionado Departamento de Orientación y Consulta una solicitud de impresión en España de la novela Señas de identidad publicada en México ocho años antes. La “lectura oficiosa” del crítico de alquiler anónimo (su firma es ilegible), después de una apreciación literaria que no desdice de las que aún se estilan (conjunto de “vivencias inconexas”, “carencia de línea argumental sólida”, etcétera) va directamente al quid del asunto:

“En los capítulos que se refieren a su paso (el del protagonista) por España o a sus recuerdos de los tiempos de la guerra y primeros años de la paz, queda bien clara la enemiga del autor con relación al régimen español. Cuando lo que escribe lo pone en boca de partidarios del mismo, emplea entonces un estilo irónico burlesco, tono que desaparece para adquirir un aspecto serio y digno cuando la crítica está en boca de sus enemigos o se trata de comentarios del propio autor”.

Si a esa maligna inquina se añade una “burlona insinuación” respecto al jefe del Estado y, en lo que concierne a la religión, la existencia de “párrafos irreverentes” que en algún caso “llegan a la blasfemia”, el crítico de alquiler (yo era involuntariamente su ganapán) estima con razón que la novela NO DEBE AUTORIZARSE (así, con mayúsculas). La suerte del libro está echada, pero en la siguiente revisión —a solicitud del editor— por el jefe de lectorado, fechada en abril de 1976 (hacía medio año que Franco había muerto), este nuevo examinador, aun reconociendo que a lo largo de la obra el antifranquismo del autor es patente, emite algunas dudas sobre su índole delictiva y, habida cuenta del carácter “políticamente delicado” del asunto, se remite a una nueva revisión por la “superioridad”...

Si me demoro en ese papeleo administrativo lo hago en la medida en que revela los coletazos defensivos de un sistema agonizante que, descabezado por el atentado contra el almirante Carrero Blanco, intentaba subsistir y prolongarse con una máscara nueva. Lo que sí había cambiado entre tanto era la rebeldía de los editores que, conscientes de una más favorable correlación de fuerzas, aprovechaban los resquicios legales del llamado “silencio administrativo” para desafiar la censura y abrir nuevos espacios de libertad.

No quiero concluir estas líneas sin señalar que en 1974 Seix Barral había presentado también a la Sección Cultural del Libro (así, con mayúsculas) el manuscrito de Juan sin tierra y que la evaluación del mismo por el crítico de alquiler fue tan lapidaria y precisa como mostrenca:

“Conjunto de relatos breves, sin más unidad que un estilo literario en el que la trama se oculta bajo una jerga desvergonzada, absurda, en la que solo brilla con limpia nitidez la blasfemia o el relato de la corrupción sexual”.

Supongo que el reseñador se santiguó al redactar su informe y tratar de impedir que tal engendro llegara a manos de honestos y virtuosos lectores. Su sentencia (que “la obra sea denegada”) fue no obstante efímera. Un año después, la censura autorizó la exportación de los 2.000 ejemplares ya impresos sin licencia a Hispanoamérica, sin parar mientes en que, con ello, la Madre Patria se conducía como una madre desnaturalizada en cuanto enviaba a sus amadas hijas del otro lado del Atlántico el fruto emponzoñado que no quería para ella. ¡Una contradicción más en aquellos tiempos de confusión en los que nos adentrábamos, tiempos en los que, como denuncia hoy Rouco Varela, la esquiva y frágil libertad es el primer paso que conduce en derechura a los abismos del libertinaje!

Muchas cosas han cambiado en las últimas décadas en la Marca España. Pero los críticos de alquiler medran aún con sus silencios administrativos y “no procede” en sus reinecillos de taifa. Como dijo un hispanista inglés amigo mío, si los colocas horizontal y verticalmente te dan para un crucigrama.

Juan Goytisolo es escritor.

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