Crónica de Arabia Infeliz

En otras épocas, los latinos y otros ribereños del Mediterráneo lo llamaban «Arabia Feliz»: sin duda no lo conocían. Como tantas veces, la distancia o el tiempo embellecían fantasías o recuerdos. Por mucha agua que recogiera la Presa de Maarib (donde han sido asesinados los siete españoles), que nunca sería mucha, y muy crudas que hayan sido las injurias de la deforestación y desertización en los últimos tres mil años, no parece razonable, al menos en tiempos históricos, imaginar que el Yemen padeciese excesos de vegetación lujuriosa, evaporada junto con la azuda. Mucha extensión de país para tan poco embalse. Por añadidura, nociones como «vergel», «paraíso», «huerto ubérrimo» son relativas y dependen del término de comparación que adoptemos. Lo que sí conocemos a través de viajeros árabes musulmanes medievales (y por tanto nada sospechosos de militar en la siempre falaz propaganda imperialista) es el carácter semisalvaje del territorio, de áridas montañas, espeluznantes paisajes de notable belleza agreste (si el visitante gusta de tales manifestaciones de la Naturaleza) y habitantes poco recomendables por su barbarie, aunque dotados de todas las tiernas virtudes inherentes al Buen Salvaje. Lo dicen Ibn al-Muyawir o Ibn Battuta —no yo— en las centurias del XII y XIV respectivamente, al referir costumbres preislámicas que, en algunos casos, no dejaban de escandalizar a quienes, al menos de boquilla, blasonaban de probos musulmanes, horrorizados por la herejía zaydi o por usos —como el ofrecimiento de la propia esposa al viajero— cuya subsistencia atestigua muchos años después (a fines del XIX) el Conde de Landsberg en su monumental obra dedicada a los dialectos surarábigos. Una vida y dedicación, las de Landsberg, que desmienten por la base la acusación de eurocéntricos y agentes coloniales con que resentidos y oportunistas motejan a los arabistas y orientalistas del tiempo: algunos, como Edward Said, aúnan ambas cualidades y gozan de una próspera existencia gracias a la mala conciencia europea.

Para cuando se acabaron de dislocar las líneas caravaneras y se desplazaron las rutas comerciales a otras latitudes muy alejadas en el Atlántico y el Pacífico, el Yemen ya había perdido todo valor económico, sustituidos u olvidados sus productos, y sólo quedaba el recuerdo del café y de la Reina de Saba, útil para horrendas cintas peplum de Hollywood. La sublevación antiinglesa a principios de los sesenta en Aden o, también por esas fechas, la guerra que voluntariosamente emprendió Naser en 1963 para mantener al Yemen en su flamante República Árabe Unida, no sirvieron para introducir al país en la modernidad, sino para propiciar a medio plazo una reunificación entre norte y sur trufada de conflictos intertribales y escasas ganas de resolverlos.

Tal vez Pasolini, con sus Mil y Una Noches, hizo por el Yemen más que el panarabismo, al poner de moda sus hermosas edificaciones de tapial, la elementalidad de una vida en huertas con bardas de barro y ataifores de cobre por mesas, siempre por el suelo. El Yemen pasó a formar parte de circuitos turísticos exóticos, incluido en la frontera de rarezas inagotables y renovadas que tantos occidentales buscan como compensación y alternativa a su monótona y mediocre cotidianeidad. Está bien que lo hagan, pero difícilmente se podrán poner jamás del otro lado del espejo y entender que —pongamos por caso— la yanbiyya no sólo sirve para decorar con las bellas incrustaciones de su vaina, también mata de verdad, con su ancha hoja y la falta de dudas de su dueño. Una vida sencilla, de escasas elaboraciones mentales y un imaginario cultural monolítico, origina también reacciones y actos fáciles de comprender, con claras líneas rojas para no traspasar, un universo en blanco y negro, el de los seres humanos que lo viven, por mucho que lo filmen y graben en colorines los turistas.

Como es natural —principio válido para cualquier atentado— los responsables de las muertes son los terroristas mismos y no cabe difuminar su culpabilidad con circunstancias secundarias o incidentes aleatorios de uno u otro lugar, por más que estemos acostumbrados a encontrar entre nosotros no pocas gentes que, por estulticia o cálculo miserable, se aplican a remover atenuantes o eximentes por ellos mismos creados y difundidos, si la violencia no la ejercen occidentales: las bombas se convierten en artefactos, las torturas en malos tratos, los asesinos en insurgentes y los crímenes en accidentes. Es norma generalizada que vemos utilizar a diario en los medios de comunicación de Europa y Estados Unidos, si el asesinato más o menos masivo lo comete el siempre conmovedor Buen salvaje.

En nuestro caso español, el asunto se agrava por la mamarrachada hecha carne y verbo, sacralizada en las instituciones y vuelta doctrina de Estado. Una ocurrencia que nos cuesta buenos dineros y que el actual gobierno insiste en airear, por más que ya sólo sea monigote de guiñol y receptora de todos los palos: ya va tiempo que Gorgorito y la Bruja salieron corriendo y se niegan a dar y suministrar candela. Carguen noramala con su Alianza de Civilizaciones los indocumentados que la inventaron, pero mientras llega el momento de sumirlos por el albañal de la Historia, salvemos a cuanta gente nuestra podamos, por ejemplo informándoles de que internarse por las montañas del Yemen no es un juego, como tampoco lo es trapichear con drogas en Tailandia, arrancar banderas en Letonia o pintarrajear trenes en Dinamarca, porque hay una legión de españoles persuadidos de que movimientos políticos (con terrorismo incorporado), leyes ajenas, o el respeto a sí mismas que otras sociedades se dedican, no son realidades para tomar en cuenta, sino meras variantes más o menos guay del descontrol y pachanga que padecemos, de nuestro botellón perpetuo.

Serafín Fanjul