Crónica de un indulto anunciado

En sus Recuerdos de la revolución de 1848, Tocqueville, al analizar sus causas, sitúa en lugar de privilegio al propio rey, Luis Felipe, del que dice había imaginado que, para conservar la corona, le bastaba con ajustarse a la letra de ley aun vulnerando su espíritu, y que mientras se mantuviese dentro de los límites de la Carta Magna la nación no los desbordaría. Pervertir el espíritu de la Constitución sin cambiar su letra y disponer los vicios del país unos contra otros, esa era la idea, la única idea de toda su vida. Ayer, en el Congreso, el Presidente Sánchez usó la misma expresión, espíritu de la Constitución, para justificar la crónica del indulto anunciado a los condenados por el intento de secesión, pero con ello, paradójicamente, prostituía el espíritu invocado mientras aplicaba la idea única en que se ha convertido su vida política: el mantenimiento en el poder no importa a qué precio.

El derecho de gracia es una vieja espita que concedemos al poder –pensando que lo usará con probidad– para aligerar o eliminar las consecuencias de las decisiones judiciales conformes a la ley vigente, por consideraciones que no podemos generalizar en las leyes. Ese poder excepcional puede estar limitado o no, sin que por esta razón acusemos a un Estado de ser más o menos democrático. De hecho, la tradición nos decía que el poder judicial no podía ni debía discutir las razones de oportunidad aducidas por el Gobierno de turno al utilizarlo, hasta el punto incluso de que no fuese necesario ni ponerlas por escrito. Una evolución de la cuestión ha desembocado en una visión quizás más moderna, que, para evitar zonas oscuras ajenas al control de racionalidad, exige un esfuerzo de motivación, un discurso interno coherente. Esto también es consecuencia de la propia razón de ser del indulto como institución, pues ha de servir al interés y beneficio general. Por eso la ley menciona, entre los aspectos que deben considerarse, los relativos al arrepentimiento, a la reparación, y a otros que se relacionan con el cumplimiento de la finalidad de las penas e incluso con que estas hayan devenido contraproducentes. Pero importa dejar claro que ninguno de estos requisitos es obligatorio para su validez. Pueden no concurrir y, pese a ello, si el Gobierno respeta las formalidades del expediente y explica de manera coherente qué razones de utilidad, de justicia o de equidad considera para su concesión, el indulto es válido.

Lo que resulta inadmisible, política y éticamente, y disolvente para la convivencia, es que el Gobierno formule un discurso de autodeslegitimación. Cuando Pedro Sánchez afirma que no forman parte de los valores constitucionales la venganza o la revancha dice bien. Pero cuando lo dice para justificar un indulto, lo que está haciendo es asumir que los españoles, las Cortes y el Tribunal Supremo, al aprobar la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico, al votar aquella en referéndum, y al cumplir y aplicar las leyes, no están actuando conforme a valores de justicia, de respeto a los derechos fundamentales, de tolerancia y de pluralismo político, ideológico y moral, sino castigando inicuamente.

Esto es lo más grave; no el indulto en sí. El indulto, como decisión política, podría y debería ser objeto de discusión si se justificase con otros parámetros. Y podrían, sus críticos, considerar a Sánchez un ingenuo, un irresponsable o un cobarde, tal y como se consideró a Chamberlain, por ejemplo, al creer las promesas de Hitler. Nadie pensó que estuviese vendiendo a su patria. Incluso se podría criticar como ejemplo de arbitrariedad política basada en intereses particulares, como ha sucedido por desgracia tantas veces en España, en la que los partidos han tapado sus miserias y premiado a sus amigos. Pero en todos esos casos criticables, por muy repugnantes que nos parezcan, especialmente algunos (por ejemplo, los que afectaron a condenados por el GAL), al margen de que no pueden justificar su repetición, nunca se había verbalizado una puesta en cuestión del propio sistema. En ningún caso los beneficiados proclamaron ser víctimas de una venganza ni anunciaron que iban a continuar con su trayectoria delictiva. Efectivamente, el arrepentimiento, por más que en la práctica se suela exigir (al menos de palabra) a quien pide el indulto, no es un requisito obligatorio. Pero aquí no solo no existe; los condenados van más allá: no solo no se arrepienten de su conducta, sino que anuncian su reproducción. ¿Alguien en su sano juicio cree que un Gobierno democrático, que no tenga una idea absolutamente perversa de su función, indultaría a un estafador o a un violador que anunciasen que nada más salir de prisión engañarán al primer incauto o agredirán a la primera mujer con la que se crucen? Pues esto es lo que el Gobierno intenta justificar. De ahí las palabras de Sánchez: algo así solo se sostiene si la condena es injusta. Es decir, si el tribunal que condenó, si el parlamento que aprobó las leyes y si los ciudadanos que eligieron a esos representantes han establecido un sistema autoritario que castiga a inocentes. Este es el discurso secesionista: España no es una democracia, no se respetan derechos fundamentales y esto justifica la secesión por medios ilegales. Sánchez, con su falsa equidistancia, afirma lo mismo que Junqueras o Puigdemont.

Unamos a esa autodeslegitimación un último factor: el precio. No he mencionado los argumentos que se contienen en el informe del Tribunal Supremo que se opone al indulto, pero no porque no sean oportunos, sino porque básicamente discuten las razones dadas por quienes lo solicitaron. Ellos, claro está, sostienen que la sentencia es injusta, que España oprime a los catalanes y que no vivimos en democracia. Sin embargo, hay un apartado del informe que sí tiene relación con la posición del Gobierno: el relativo a la prohibición del autoindulto prevista en el artículo 102 de la Constitución para casos de traición o delitos contra la seguridad del Estado. No es la sala de lo Penal del Tribunal Supremo la que tiene que interpretar si por analogía esta prohibición constitucional se aplica a miembros del ejecutivo de Comunidades Autónomas con el añadido de que sus líderes garanticen la estabilidad del Gobierno que adopta la medida. Pero que no lo sea no impide que, desde un punto de vista estrictamente político, no consideremos esta circunstancia como un caso de gravísima corrupción política. Sánchez afirma que tomará la decisión en conciencia, pero esto es un flatus vocis. Lo cierto es que no podemos confiar, para una decisión así, en quien depende de los beneficiados, para su mantenimiento en el Gobierno. Su interés personal y directo en la decisión lo inhabilita políticamente para adoptarla. Más aún cuando no se trata de hechos nuevos, sino de una condena que existía cuando se presentó a las elecciones y prometió expresamente que no concedería los indultos, que acataría la decisión judicial y que las penas se cumplirían en su integridad. Si fuese sincero y se tratase de un cambio de opinión, recorrería el único camino que le deja las manos limpias: la disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones para que los ciudadanos decidan. Al no hacerlo, hemos de concluir que se ha propuesto pagar contra la cuenta corriente de todos los españoles el precio del apoyo de los que desean acabar con España, y que no le importa difamar a la nación y a sus instituciones y socavar los propios fundamentos de su legitimidad para mantenerse un poco más en el poder.

Empecé citando a Tocqueville y con él termino: «La idea de los derechos no es otra cosa que la idea de la virtud introducida en el mundo político. (…) No hay grandes hombres sin virtud; sin respeto a los derechos no puede un pueblo ser grande; casi se puede decir que no hay sociedad». Una nación no puede mantenerse exclusivamente sobre el cínico objetivo de la supervivencia política de quienes la dirigen. Si lo hace, se suicida.

Tsevan Rabtan es abogado y autor de Atlas del bien y del mal (GeoPlaneta, 2017).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *