Crónica de una naturaleza desbordada

Después de dos meses y medio de confinamiento debo desplazarme venticuatro horas, a mediados de mayo, al Campo Charro. Hacia tiempo que no lo visitaba y he aprendido que la naturaleza se desarrolla ajena a la relación humana, conforme a pautas que ofrecen peligros desconocidos y lecciones inesperadas.

Cuando enfilé la entrada del predio, no había nadie que vigilara al ganado, ni desmochara encinas, ni condujera un tractor: el profundo silencio botánico imponía respeto. Con la ausencia humana, ¿habrían llegado los lobos como vaticinaba un forestal? Por si acaso, no me bajé del coche. Los milanos se movían a la altura de siempre, pero los zorros permitían a sus crías juguetear a cielo abierto. Fui consciente, desde mi estrenado aislamiento, de que podría disponer de un tiempo inapreciable para observar aquel modesto rewilding. Un campo de cereal que el año pasado había albergado media docena de bigotudas avutardas, ahora, por falta de labor, acogía a unos terneros que no daban abasto con los generosos pastos, dándole una mortífera oportunidad al fuego. Un semental, ante la abundancia de comida, se había quedado muy rezagado, apenas podía andar y, sin atención, podría morir por acumulación de gases en el estómago.

Cogí un jeep, consciente de que vivir en el túnel del tiempo sería algo irrepetible. El alto caballón de los senderos había invadido los anteriores surcos de las ruedas borrando los caminos. Me traslado a una charca grande, dormidero de azulones del aledaño río Tormes. Es mediodía y las anátidas, por eso, no aparecen; observo, sin embargo, una cigüeñuela de patas rojas divagante que no debería estar allí. Me acerco a la junquera y veo el agua revolverse. Pienso en algún sapo corredor o en algún galápago leproso, pero no, son unas tencas. El caso es que el año pasado la charca se secó y no había ciprínidos en el cieno. ¿Cómo llegaron aquí? Los ánades, supongo, trajeron las huevas en sus patas. Al rato, una bandada de pájaros sobrevuela el humedal, por sus cabriolas recuerdan a las avefrías y envío su foto a un amigo ornitólogo. Me contesta que son chorlitos dorados, que llegan con un poco de retraso. Algo extraño que puede deberse a una desorientación parecida a la de la cigüeñuela. El impacto de estos comportamientos en la flora es relevante: muchas aves como los zorzales son perfectas dispersoras de semillas, al igual que los patos lo son de las huevas; pero aquellas, despistadas por las circunstancias que vivimos, pueden descargar su mercancía en biotopos inadecuados. ¿Quién produce ese aturdimiento? Saberlo exigiría un cálculo diferencial de múltiples variables.

En otra balsa, plena de ranúnculos blancos que con sus raíces deshilachadas aceitan el agua, me agazapo debajo de una tupida fresneda. Un silencio exagerado denuncia la llegada de algún especializado gourmet: un águila calzada, en fase pálida, introduce sus tarsos emplumados dentro de una verdosa piscina natural. Observo en silencio cómo se baña y cómo, aprovechando la quietud, se hunde y remoja de manera imprudente. Probablemente sea feliz, pero empapada es más vulnerable para cuervos u otras rapaces. Las nuevas circunstancias, que se derivan de la pandemia, fomentan una torpeza invisible para muchas especies: linces, jinetas, tejones o meloncillos, podrían decidirse confiados a cruzar las carreteras, sin olvidar a multitud de insectos que ensuciarán, con mayor profusión, nuestros limpiaparabrisas.

Al atardecer me acerco a un refugio en un monte bajo, al borde de una baña, acompañado de un mastín renqueante que, por culpa del confinamiento, tampoco ha ido al veterinario. Espero a algún jabalí prófugo que no llega. La última vez contemplé extasiado una piara de dieciséis ejemplares y, al ser descubierto, escuché el inquietante sermón de un viejo macareno. Ahora, los navajeros, han aprovechado la nueva normalidad para aferrarse al planazo de ir a un Burger King, en el pueblo más próximo. En su ausencia, disfruto de una orquesta sinfónica en un jazz improvisado: un ruiseñor a la trompeta, el clarinete del mirlo, las castañuelas de las currucas y las maracas de las ranas, cuando no la percusión grave de un pito menor, jaleado por el coro de una docena de grillos. Para mi decepción, no aparece ningún guarro que los haga de inmediato enmudecer; antes acudían aquí buscando sosiego, pero la calma es por unos meses un bien universal. Lo hace, sin embargo, un venado joven con la borra aterciopelada posterior al desmogue que, con absoluta temeridad, ante un impensado furtivo, se embarra a sus anchas. Una vez de vuelta, me encuentro con dos asnos zamoranos (peluches maravillosos en extinción). No me dirijo a ellos: los burros son muy suyos, de hacerlo se alejarían, pero si los ninguneo, insistirán en saludarme. Sus parásitos denuncian el retorno a la vida salvaje. Una naturaleza enferma es la culpable de la reproducción de un sin número de patógenos que nos invaden -bacterias y virus- de los que a la fuerza nos iremos concienciando.

Algunos equilibrios se han roto en un corto espacio de tiempo, con sus ventajas e inconvenientes. Este es mi precipitado resumen. Por un lado, el confinamiento ha forjado conductas confusas como la de la cigüeñuela, o menos precavidas, como las de las crías de zorro; por otro lado, un año tan lluvioso ha perjudicado las puestas, pero debido a una menor actividad industrial ha favorecido la pureza de las aguas, lo cual me permite prender un tritón en un remanso. Los tritones tienen cara de buena gente y su apariencia morfológica recuerda a la humanidad alienígena de ET. Nada, sin embargo, es perfecto en este marasmo, las rosas trepadoras, ayer reventonas, están devastadas por el pulgón por ausencia de fitosanitarios. En los últimos meses han nacido abejas (lo hacen cada trimestre) en mayor proporción que otros años, pero no en la suficiente como para poder combatir las plagas de manera natural. Las excuso, no obstante, porque con su polinización fomentan la suprema riqueza de la diversidad biológica.

A la mañana siguiente madrugo, consciente de que se me acaba el tiempo y de que la naturaleza necesita del hombre para que la reoriente con amor. En un campo sin hollar -oigo más cigarras que nunca- el amarillo de jaramagos y el azul morado de los cantuesos cincelan un paisaje de belleza radiactiva. Al pisarlos el coche, la fragancia se desata y accede a los sentidos como si de colonias frescas se tratasen. Es una lástima porque en dos semanas, pardeará este campo esplendoroso. Vuelvo a mi confinamiento, como volverán los corzos de los pueblos a sus bosques. Me coloco un burka para el Covid que llevaba en la guantera. ¿Quién me iba a decir que Al Qaeda, las feministas y yo, terminaríamos vistiendo igual? Es el milagro de la biodiversidad.

José Félix Pérez-Orive Carceller es abogado.

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