Crónica de una renuncia anunciada

Hace hoy un año exacto que el Rey Juan Carlos decidió abdicar la Corona. No es España un país acostumbrado a este tipo de historias: hay que retrotraerse a 1724 para encontrar un caso similar, cuando Felipe V dejó voluntariamente paso a su hijo Luis, efímero Rey del que muy poco puede decirse. Desde aquel momento sólo el exilio había alejado del trono a la dinastía histórica, que sabe bien que España no es precisamente un modelo de agradecimiento con quienes (mejor o peor) reinaron y se fueron.

Pese a esa certeza, Don Juan Carlos decidió irse: una serie de circunstancias adversas que están siendo analizadas estos días en libros y artículos, hicieron tomar al Rey la determinación de dejar paso a una nueva generación. Pero, ¿era necesaria la abdicación de Don Juan Carlos? La mayor parte de los analistas políticos piensan que sí y coinciden en que no fue un proceso que se fraguó en pocos meses. Y más concretamente apuntan al 18 de abril de 2012 como el principio del fin. Ése fue el día en que el monarca pronunció su histórica frase «lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir», después de serle implantada una prótesis en la cadera derecha a causa de una rocambolesca caída sufrida en Botswana, a donde se había desplazado en viaje privado para cazar elefantes. Desde entonces, las situaciones complejas no dejaron de sucederse en torno al monarca y todas ellas acabarían con su abdicación dos años después.

Crónica de una renuncia anunciadaNo tuvo este proceso grandeza política ni institucional, como ha escrito con acierto un afamado periodista, ya que el Rey estaba desestabilizado desde tiempo atrás: la crisis familiar desencadenada por su hija y su yerno; su vida privada y los rumores sobre sus relaciones extraconyugales y el desgaste normal de un largo reinado, hicieron que el monarca, con importantes problemas de movilidad y sobrepasado por la dinámica de la sociedad española que atravesaba una crisis económica sin precedentes, iniciase una deriva que sólo podía salvarse de manera honrosa con la abdicación. Era, sin duda, la crónica de una muerte anunciada, de una renuncia anunciada necesaria para la propia supervivencia de una institución que ha aguantado cambios de regímenes y vaivenes políticos de todo tipo a lo largo de los siglos. El clima europeo, además, era totalmente favorable a ello, ya que en pocos años las monarquías reinantes habían dado paso a los miembros más jóvenes de las mismas y no hay que olvidar que hasta el propio Papa Benedicto XVI, en un gesto totalmente desconocido en la Iglesia Católica, poco dada a los cambios, había decidido retirase y ceder el timón del barca petrina al verse acorralado por los escándalos.

Con su abdicación, el Rey Juan Carlos demostró a la sociedad española una vez más su gran olfato político y el hecho de que, salvo en contadas y raras ocasiones, no se ha equivocado. No erró cuando aceptó la sucesión en la jefatura del Estado de manos de Franco en 1969; no falló cuando eligió a Torcuato Fernández-Miranda y Adolfo Suárez para pilotar la reforma del viejo sistema; no se equivocó al estar al lado de la legalidad constitucional el 23-F. Con la marcha de Don Juan Carlos se cerraba una época y muy pocos dudan -creo que ni los que hoy defienden otro modelo de Estado- que gracias a él España es hoy un país moderno y una democracia inserta sin traumas en el concierto occidental de naciones desarrolladas. Y todo hace pensar ahora, un año después, que Don Juan Carlos tampoco se equivocó al ceder la jefatura del Estado a su hijo.

Con estas coordenadas es fácil ver que en la sociedad española hay una deuda de gratitud hacia el Rey emérito que ha legitimado la monarquía con los hechos. Él pudo a la muerte de Franco haber luchado por mantener en sus manos las prerrogativas del dictador, pero quiso que su reinado se asemejara a las monarquías parlamentarias europeas y supo aplicar bien esa máxima de Bodino, que en los Seis libros de la República decía que el Rey «no debe ni puede querer todo lo que puede». Y ni qué decir tiene que la monarquía fue, junto con todos los españoles en conjunto, la gran triunfadora de la aciaga noche del 23 F.

Sin embargo, el momento sociopolítico de la España de 2015 nada tiene que ver con el de los años 70 y 80: Felipe VI no va a traer la democracia y nada hace presagiar que haya aventura política alguna que legitime su reinado como ocurrió en 1981. Por tanto, debe ser él, y solamente él, quien en unos momentos como los que estamos viviendo, con partidos emergentes que no hablan claro de la cuestión monárquica, haga ver la utilidad de la existencia de la monarquía. Pero no es nada fácil este planteamiento. ¿Cómo se vende a la sociedad actual que una institución como la Corona, que no se basa ni en la igualdad, ni el mérito, ni en la capacidad es clave para la convivencia pacífica de todos y para el desarrollo del país? Varias palabras (muy en boca de todos últimamente, por cierto) pueden resolver la pregunta: ejemplaridad, transparencia y, quizá lo más importante, seriedad, en un país lacerado por el espectáculo de corrupción política al que se asiste un día sí y otro también y que ha creado una desafección total hacia las instituciones.

Y haciendo balance de este año de reinado, no puede negarse que las medidas adoptadas por Felipe VI para traslucir esa seriedad básica de la que hablo, han sido inmejorables: en julio de 2014, por voluntad del Rey, se encargó una auditoría externa de sus cuentas realizada por la Intervención General del Estado, convirtiéndose el de 2015 en el primer ejercicio auditado de los presupuestos de un Rey de España. También encargó el propio monarca un código de conducta para el personal laboral del Palacio de La Zarzuela, acorde a la nueva ley de transparencia, y pidió un acuerdo entre la Corona y la Abogacía General del Estado para disponer de un asesoramiento jurídico permanente que asegure que toda su actividad se ajusta a la ley. En febrero de 2015, Felipe VI decidió rebajar su sueldo en un 20 % y en un gesto acertado prohibió a los miembros de su familia trabajar para empresas, tener negocios en el sector privado o dedicarse a cualquier otro empleo que no sea el de representación institucional.

Todas estas decisiones encaminadas a una mayor transparencia de la Casa Real son excelentes pero no puede asegurarse que suficientes. Y Don Felipe lo sabe porque la distancia entre el ciudadano y las más altas instancias del país es hoy en día abismal. Él mismo lo reconoció ante las Cortes Generales cuando afirmó que deseaba una España «en la que los ciudadanos recuperen y mantengan la confianza en sus instituciones y una sociedad basada en el civismo y en la tolerancia, en la honestidad y en el rigor, siempre con una mentalidad abierta y constructiva y con un espíritu solidario».

Muy difícil es superar -incluso en calidad literaria- las palabras de Don Felipe y sólo la ejemplaridad de la que hablaba podrá legitimar la «monarquía renovada para un tiempo nuevo» que tantos esperamos de él.

Carlos Nieto Sánchez es doctor en Historia contemporánea.

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