Sucedió antes de que fuera firmada: la siempre interesada filtración del proyecto de sentencia agitó primero a la doctrina, casi siempre gubernamental, que con argumentos técnicos mantuvo resuelto apoyo al decreto que confinó a la población en su domicilio durante largo tiempo. Luego, cuando se publicó la nota de prensa, sin leer la sentencia, los políticos en el Ejecutivo masacraron al tribunal sin haberla conocido (incluso faltaban votos particulares por emitir).
Los argumentos académicos más utilizados en contra de la exigencia de que las reducciones en el ejercicio de los derechos fundamentales, esencialmente en la libertad de circulación, exigen estado de excepción sin que baste el de alarma, serían: el estado de alarma permite ponderar constitucionalmente las limitaciones, con juicio de proporcionalidad que no se daría en el estado de excepción; en éste, la privación completa del derecho supone abatir las garantías, mientras que en el de alarma se mantienen; el estado de excepción es caducable en 30 días, contando como máximo con una prórroga igual; la situación de excepción tiene que formalizarse y no puede siquiera juzgarse la declaración de alarma frente a la excepción por razones materiales. Y que, en buena técnica constitucional, no cabría en definitiva suspensión cuando se admiten algunas excepciones al confinamiento, como en efecto previno el decreto regulador del estado de alarma. Todo ello, complementado con que la ley 4/1981 prevé la alarma precisamente cuando se produzcan crisis sanitarias, tales como epidemias. Tampoco se admite el orden público sanitario, limitando a la policía tal concepto, por lo que una epidemia solo sería regulable mediante el estado de alarma, cayendo el orden público extramuros de la alarma.
Estas poderosísimas razones, casi siempre argumentadas con raciocinio jurídico, invitan al debate, al mismo tiempo que en todas ellas se detecta apoyo al Gobierno y recelo fortísimo ante la centralización que la concentración de poderes supone. Algo que ha despertado una enérgica reacción pese a tratarse de una sentencia tardía y que opera con realidades en buena medida no reversibles, lo que normalmente implicaría una relativa indiferencia política y social no mereciendo una sentencia así, apenas atención, y nunca debate en los medios, si no fuera porque evidencia que el Gobierno ha quebrado derechos fundamentales de toda la población.
Discrepo cortésmente de esta clamorosa doctrina y, a mi juicio, la mayoría del TC ha resuelto para el futuro buena parte de la discusión, máxime cuando quedan todavía dos sentencias pendientes derivadas de esta terrible peste.
Ante todo, hay que afirmar, con rotundidad, que la Constitución no se suspende en ningún estado excepcional. No estamos como la pobre Weimar. No hay abrogación, ni derogación imperfecta, ni siquiera eclipse parcial de la Norma Primera, que sigue completamente operativa, aplicando su propia concepción de las crisis, sin necesidad de acudir a una realidad fuera de la Constitución. Continúa siendo una íntegra norma jurídica, controlable tanto por la Justicia como, eventualmente, por el TC, cualquier situación sea alarma, excepción o sitio y sus aplicaciones a la población. Y todas las instituciones siguen funcionando: «La declaración de los estados de alarma, excepción y sitio no interrumpe el normal funcionamiento de los poderes constitucionales del Estado» (artículo 1.4 LO 4/1981).
En el estado de excepción (y en el de sitio) al igual que en el de alarma, también se aplica cabalmente el principio de proporcionalidad. Y lo dice de forma expresa la propia Ley, en el artículo 1-2: «Las medidas a adoptar en los estados de alarma, excepción y sitio, así como la duración de los mismos, serán en cualquier caso las estrictamente indispensables para asegurar el restablecimiento de la normalidad. Su aplicación se realizará de forma proporcionada a las circunstancias». Cabe pues en el estado de excepción aplicar por completo el principio de proporcionalidad. No se acaba de entender la crítica a utilizarlo. Proporcionalidad que, formando parte de los principios constitucionales, se aplica no solo a las medidas concretas, sino a la propia definición que haga el Gobierno, que por fuerte que sea su componente política, no resucita el maledetto acto político. E igualmente, permanecen intactas las garantías judiciales. Art.3.1: «Los actos y disposiciones de la Administración Pública adoptados durante la vigencia de los estados de alarma, excepción y sitio serán impugnables en vía jurisdiccional de conformidad con lo dispuesto en las leyes». Sigue sin entenderse la crítica. En el estado de excepción, los tribunales ordinarios continúan en pie ejerciendo su control sobre la acción del Gobierno. Punto. Y se puede exigir responsabilidad e indemnización, o sea, garantías. Art. 3.2: «Quienes como consecuencia de la aplicación de los actos y disposiciones adoptadas durante la vigencia de estos estados sufran, de forma directa, o en su persona, derechos o bienes, daños o perjuicios por actos que no les sean imputables, tendrán derecho a ser indemnizados de acuerdo con lo dispuesto en las leyes».
Así pues, control, garantías e indemnización en el estado de excepción. Nada de supresión de derechos, la dignidad de la persona sigue siendo, constitucionalmente, el centro de gravedad permanente de todo nuestro orden constitucional.
La caducidad se da en el estado de excepción pero, transcurrido su plazo y prórroga, el Congreso puede autorizar un nuevo supuesto. Y así hacer frente a la peste. Lo hace el Congreso, no la cúpula directorial de un partido y su jefe. Ésta es la diferencia con la alarma, una muy potable distinción. Y banalizar la diferencia, lleva directamente salus populi suprema lex est, parágrafo regio de la dictadura.
La suspensión material del ejercicio de los derechos se produjo durante el estado de alarma aquí discutido. Se nos encerró totalmente, dentro de lo que el mínimo vital permite. Porque en efecto hubo matizaciones, tales como ir a la compra, al trabajo... ¿Pero se le ha ocurrido a alguien en serio que no se pueda ir a por comida? ¿O a trabajar para producirla? Incluso en el estado de sitio hay que alimentarse, producir energía, atender la salud, mantener servicios esenciales y desde luego seguir produciendo muchas veces presencialmente. No se entiende bien que se argumente que esas excepciones al confinamiento supongan romper seriamente el campo de concentración en que quedaron convertidas las ciudades y pueblos. Siempre y en todo caso, inclusive en el añejo estado de guerra había que salir para atender estas necesidades absolutamente mínimas para conservar la vida. No tiene ningún sentido pretender que gracias a estas salidas limitadas de algunas personas fuera del recinto de su piso, se estaba realmente atendiendo a un estado que en caso de excepción no podrían tener lugar. Es absurdo. Lo que sí conviene subrayar es que en el Decreto «se permitían» esas salidas, cuando el estado natural de libertad es, precisamente, salir sin pedir permiso ni acogerse a excepción alguna. La libre circulación no existía.
Las limitaciones fueron de un rigor y severidad nunca vistos. Absolutamente necesarias, como bien reconoce el pobre TC. Pero ello no lleva nunca a amputar la Constitución ni a apelar a una realidad fuera de ella. Nunca, jamás, en ningún caso, cabe acudir a remedios fuera de la misma. Sería la muerte constitucional.
Si reclamándose a esta necesidad de encerramiento, indiscutible, se falsea la calificación que de los estados extraordinarios de crisis se realiza, nos topamos con una instrumentación nociva, abusiva y fraudulenta de la norma que desarrolla la Constitución. Y no todo vale.No es un jefe iluminado, por elegido que sea, quien puede decidir abortar tales derechos sin el debido soporte constitucional. No hay que alarmarse por debatir, algo que puede realizarse en horas veinticuatro.
Y en cuanto al orden público sanitario, hay que recordar que la Ley de la República de 1933, vigente hasta 1959, lo admitía, como hizo la Ley de Orden Público vigente hasta 1981. Resueltamente esa es nuestra tradición.
Sea pues bienvenida una sentencia que nunca debió ser sometida al escarnio público.
José Eugenio Soriano es catedrático Derecho Administrativo.