Cronificación

El desempleo es un problema que los parados soportan en el fatalismo y que los demás contemplamos como un destino fatal. Es desconcertante saber que España cuenta con una tasa de paro superior a esa Grecia que se nos muestra tan caótica. Pero lo es más aún descubrir que ninguna institución, partido u organización social tiene la más remota idea de cómo atajar el drama. La sola previsión de que la sociedad española va a contar con una cuarta parte de su población activa desocupada durante años hace de esta crisis un momento histórico que dejará para mucho tiempo el rastro de desigualdades desconocidas para la inmensa mayoría de los ciudadanos de hoy.

Trabajar supone un mecanismo de inserción moral antes que económico en la sociedad actual. Pero a medida que miles de jóvenes ven el empleo como quimera, y que otros tantos miles de cincuentones se sienten irremisiblemente desplazados de tan simple ideal, el trabajo se encuentra sometido a una venta fuera de convenio –en el mejor de los casos– y a una consideración cultural muy distinta de la que movía a nuestros mayores. Trabajar fue un mandato antes que un derecho; el modo de redimir las culpas de la indigencia heredada y de acceder a una vida que garantizase una procreación digna. Ahora el empleo no pasa de ser al que se aspira sin demasiada fe, con la agravante de que nadie puede reclamárselo a nadie. Aún al comienzo de la primera recesión se oía eso de que “en España quien no trabaja es porque no quiere”. Luego la generación de empleo se situó en el frontispicio de todos los programas partidarios, en las elecciones y tras ellas. Pero con el tiempo la imparable pérdida de puestos de trabajo se fue convirtiendo en la eximente ambiental que acomoda a los responsables públicos y a los grandes gestores de la economía.

Los datos de la Encuesta de Población Activa no son un retrato entre otros de los cambios sociales inducidos por la crisis, sino su testimonio más elocuente. El desplome continuado a través de dos recesiones consecutivas ha pillado a la sociedad española con más ahorros que la de los años setenta y ochenta del pasado siglo. Y con más conexiones culturales para sobrellevar el paro duradero. La autoestima no se contrae como ocurría hace treinta años, cuando la pérdida del empleo se convertía en culpabilidad. Ahora hasta la desgracia de perder la propiedad de la vivienda hipotecada puede convertirse en motivo de orgullosa reivindicación. La verdadera globalidad de la crisis estriba en su capacidad para inducir en los afectados el sentimiento de víctimas frente a la inculpación provocada por el sistema financiero. Vivir por encima de sus posibilidades era el deber que les habían dictado los funcionarios incentivados de ese sistema, como si eso pasara a formar parte de la dignidad humana. Ahora que el dictamen de que la reactivación económica irá reabsorbiendo parado tras parado queda en entredicho, ahora que el escepticismo reinante desmiente incluso la eventualidad de que la flexiseguridad laboral contribuya a la creación de empleo con tasas de crecimiento muy inferiores a las que España ha necesitado para ello en el pasado, surge una nueva envolvente social. Porque no es fácil imaginar que tan deseada reactivación se produzca sin una previa animación del consumo doméstico; es decir, del empleo. Del empleo, es decir, del consumo doméstico. Hasta los parados tienen el mandato de seguir consumiendo, incluso por encima de sus posibilidades. Aunque ese gasto no retorne a las familias en forma de trabajo.

Las administraciones públicas se han habituado a la creación directa de puestos de trabajo. No eran tan diestras antes y no pueden ahora inducir la gestación de empleos en la economía real. Las arcas públicas están al límite, y las empresas más solventes tampoco consideran ofertar nuevos puestos de trabajo, dado que su compromiso social se ciñe al incremento de la competitividad. El mundo actual se enfrenta a problemas sin solución a los que se trata si acaso de buscar alguna salida en términos de cronificación más o menos controlada. Uno de esos problemas podría ser el paro en España. Basta imaginarse que hasta el euro subsistiría condenando a los españoles a una alta tasa de desempleo. En una sociedad donde la familia representa el último bastión de la solidaridad, esta puede prorrogarse sólo si se contrae el consumo. Porque es probable que a sus ahorros no les quede más de un año de vida para atenuar el drama del desempleo crónico. Es probable que el momento en que se perciba una tímida luz de recuperación económica coincida con el instante en que se agudice más el problema social del paro.

Kepa Aulestia

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *