Cs y el unicornio rosa

Los españoles se levantaron ayer pendientes de una serie de decisiones institucionales con efectos tangibles sobre su futuro inmediato: la movilidad en Semana Santa y el puente de marzo, el permiso de entrada a los turistas, el ataque informático a un SEPE en pleno colapso, el destino de once mil millones de euros para el rescate de empresas, los turnos de vacunación afectados por el atasco en la recepción del fármaco. De repente, a mediodía, esa agenda quedó sepultada bajo un turbión de mociones de censura encadenadas, informativos especiales repletos de altisonantes reproches de traición y engaño y una convocatoria electoral exprés en Madrid sobre cuya viabilidad legal deberán pronunciarse los tribunales como un VAR encargado de revisar las jugadas susceptibles de chequeo reglamentario. El vértigo de la política arrollaba los problemas sanitarios y las noticias se sucedían con ese frenético arrebato que suele producirse cuando los tambores electorales suenan cercanos. Cualquier ciudadano obligado a grandes alteraciones en su vida normal para prevenir el contagio tenía derecho a preguntarse, ante ese súbito cambio de prioridades, si la pandemia había por fin desaparecido sin que él se hubiese enterado.

En su casi desesperada búsqueda de opciones de supervivencia para su partido, severamente amenazado tras el descalabro catalán, Inés Arrimadas le ha dado una sacudida al tablero político que ha terminado por provocar en todo el país un ‘enjambre sísmico’. La operación de Murcia, pactada directamente con La Moncloa -con Félix Bolaños al frente de la negociación junto a Ábalos y otros fontaneros de la Presidencia-, pretendía un giro que alejase a Cs de la órbita satelital del PP para convertirlo en la añorada bisagra capaz de pactar a la vez con la derecha y con un sanchismo al que los excesos de Podemos empujan a sondear, siquiera a título de amago, apoyos alternativos. La reacción tajante de Díaz Ayuso, temerosa de que el acuerdo murciano se extendiese a sus dominios, ha extendido el conflicto a la gran caja de resonancia del poder capitalino poniendo boca abajo la correlación de fuerzas en varias autonomías y ciudades gobernadas por coaliciones en precario equilibrio. La mano del jefe del Gobierno y su equipo de asesores, expertos en maniobrerismo, aparece al fondo del terremoto que cimbrea la estructura institucional de media España ante el estupor de una opinión pública que al amanecer del miércoles quería conocer el siguiente capítulo de la complicada peripecia de la lucha contra el coronavirus.

Desde los tiempos de Rivera, Cs tiene un problema con sus votantes. O no le gustan o no los conoce bien, o ambas cosas, y se pasa el tiempo tratando de captar a otros…que no le votan. Sintiendo en la nuca el aliento de un PP que acariciaba la posibilidad de lanzarle lo que en términos financieros se llama una OPA, Arrimadas busca ahora un espacio -un ‘nicho’, peligrosa alegoría necrófila- entre una especie electoral al borde de la extinción zoológica. Tras el paso de Sánchez por el PSOE y su concienzuda liquidación de todo atisbo de pensamiento o tradición socialdemócrata, el izquierdista moderado es hoy una criatura legendaria como un unicornio rosa, un mito cuyos vestigios sólo son identificables a través de una concienzuda exploración arqueológica.

Los electores tipo del partido naranja eran antiguos simpatizantes del PP cansados de corrupción y de contemplaciones con el separatismo que encontraron en el discurso de Rivera y de la propia Arrimadas un dique de firmeza. Pero gran parte de ellos se alejaron hace dos años confundidos por los bandazos de la estrategia o encandilados por la enérgica irrupción de una formación nueva. Las elecciones de Cataluña han ratificado esa tendencia, de tal modo que a Cs sólo le queda la vaga esperanza de que vuelvan los abstencionistas de una izquierda decepcionada por el rumbo radical de Sánchez e Iglesias. En el supuesto de que acepten la aproximación a quien ha pactado con Esquerra y los legatarios de ETA.

A corto y medio plazo, sin embargo, la arriesgada, acaso suicida apuesta de Cs engordará en primer lugar a Vox, que espera certificar en Madrid y después en Andalucía las expectativas de unas encuestas que le sitúan como segunda fuerza conservadora, con serias aspiraciones de erigirse en la primera. Y el siguiente beneficiario es el PSOE, que se frota las manos con la posibilidad de movilizar el voto útil agitando el miedo al fantasma de la ultraderecha. Un Vox fuerte, con probable presencia determinante junto a Ayuso en el Ejecutivo de la comunidad madrileña, serviría para componer una foto de Colón en realidad aumentada y crear con ella una pinza contra el PP en el momento en que el liderazgo de Casado muestra síntomas de debilidad y existe una notable convulsión interna que pone en peligro la cohesión de su sólida implantación territorial, su mayor fortaleza. Nada le viene mejor al presidente que una confrontación directa con Abascal, a quien trata de ungir como jefe de facto de la oposición para su mutua conveniencia. Ambos se sienten cómodos en la polarización del voto emocional, en el duelo de trincheras que sepulta la moderación e invierte el aforismo de Clausewitz para convertir la política en una hostilidad cuasi bélica.

El combate a cara de perro será también el eje de las elecciones en Madrid, si el VAR jurídico le da la razón a Ayuso contra el criterio sesgado y parcial de la Mesa del Parlamento. La presidenta, quizá la dirigente del PP que mejor puede entenderse con Vox, podría verse reforzada como figura nacional en caso de salir victoriosa de un duelo en el que no se va a enfrentar al candidato o candidata socialista sino a todo el Gobierno, con su enorme aparato de poder a máximo rendimiento. En esa hipótesis, Casado se vería ante una aspirante capaz de sentirse con argumentos y pujanza para disputarle el puesto. A los populares, la convulsión abierta por el movimiento de Cs les ofrece a la vez una oportunidad y un riesgo: por un lado despeja la competencia liberal en su flanco izquierdo, pero por otro va a incrementar la presión de Vox por el derecho. Un efecto similar cabe presentir a plazo medio en torno al barón andaluz Juanma Moreno, al que su socio naranja, Juan Marín, ha garantizado -por ahora y en la medida en que pueda hacerlo- que la consistencia de la coalición no está en juego.

Lo que sí ha zarandeado el temblor con epicentro en Murcia es la estabilidad de buena parte de las instituciones españolas. Y eso no es objetivamente buena noticia en un panorama social devastado por la doble crisis sanitaria y económica. La imagen de una clase dirigente enfrascada en luchas endogámicas de poder en mitad de la pandemia incrementa la desafección hacia una política degradada por su atmósfera tóxica. El ciudadano de la España de las colas -del paro, de la vacuna, del comedor social, de la atención médica-, el hostelero y el comerciante asfixiado o el autónomo al que le han subido la cuota se merecen otra cosa que este descarnado baile de poltronas.

Ignacio Camacho es periodista.

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