Cualquiera puede ser europeo

Cuando, hace dos semanas, en Suiza, la campaña del referéndum sobre la restricción del derecho a la posesión de armas entró en su fase álgida, aparecieron unas octavillas con el lema Amo a Schengen. Las hojas expresaban el temor de que nuestro país fuese excluido del espacio de libre circulación si no se adoptaban las normas sobre armas de la Unión Europea. Las octavillas, que habían sido puestas en circulación por un instituto de opinión liberal de izquierdas, y en las que aparecía la Puerta de Brandeburgo al lado de unas vacas felices, resume con admirable franqueza hasta qué punto el bienestar suizo depende de la Unión Europea. Pero lo interesante es que la formación populista de derechas Partido Popular se apresuró de inmediato a adherirse al eslogan, porque también ellos, los nacionalistas aislacionistas, afirman estar “a favor de Schengen”.

Las armas son la esencia misma del combatiente, dijo en una ocasión el filósofo alemán Hegel. Schengen es el arma de la política realista europea, que reconoce la libertad y el bienestar para todos, pero solo para todos aquellos a los que corresponde disfrutarlas por su lugar de nacimiento o su riqueza. Hace un año, los suizos estuvimos a punto de abandonar el Convenio de Derechos Humanos. Sin embargo, nuestro amor por Schengen atraviesa todo el espectro político. La adhesión de las fuerzas liberales y populistas tiene sentido, porque cuando se habla de Schengen, los primeros piensan en la libre circulación mientras que, para los segundos, es sinónimo de un inhumano aislamiento frente al exterior de esta exclusiva comunidad solidaria.

Actualmente estoy trabajando en una nueva película sobre Jesucristo en los campos de refugiados del sur de Italia. Allí Schengen es una idea que inspira miedo, el equivalente de una política de ilegalización de sectores enteros de la sociedad. Un ejército de africanos que trabajan en condiciones de esclavitud vegeta en los guetos esperando a ser explotado en las plantaciones de tomates o naranjas por un puñado de euros al día. Si no se ahogan en el Mediterráneo, se encuentran con que no pueden seguir adelante ni volver atrás. Desde la perspectiva oficial, no existen. La normativa europea, el Gobierno populista y la mafia han creado un mercado laboral ultraliberal en el que quien no trabaja por un sueldo miserable, se muere de hambre.

Si esto es así, ¿por qué, a pesar de todo, estoy a favor de Europa? En pocas palabras, porque, en mi opinión pasada de moda, Europa representa una utopía universal, y porque el concepto de nación con resonancias imperiales, en el que —si es necesario— las fronteras exteriores de la UE sustituyen a las nacionales, debe ser superado precisamente en nombre de Europa. Por eso, a finales del año pasado, 100 años después del derrocamiento de las monarquías, proclamamos desde 200 balcones de toda Europa la República Europea. Nuestro objetivo es sencillo: disolver el Consejo, así como los Estados nacionales, y transferir todo el poder para legislar al PE. “Fundamos la República Europea bajo el principio de la igualdad política universal, independientemente de la nacionalidad y el origen”, afirma el manifiesto.

Y es que Europa se ha convertido, como expresa de manera supuestamente inconsciente la octavilla Amo a Schengen, en rehén de los países económicamente fuertes, de un Consejo Europeo dominado por estos, y de los grupos de presión de las multinacionales. Europa solo existe nominalmente; su utopía de democracia universal nunca se ha traducido en instituciones, y no digamos ya en política real. ¿Cómo podemos quebrar la adhesión del neoliberalismo y el populismo de derechas?

Dicho llanamente, otorgando a finales de mayo la mayoría en el Parlamento Europeo a las fuerzas verdaderamente liberales y universalistas y, por lo tanto, europeas. Por su parte, ese Parlamento tendrá que arrebatar por fin el poder, igual que hicieron los Parlamentos nacionales en otoño de 1918. “Cualquiera que lo desee puede ser europeo”, declaramos en nuestro manifiesto. Porque, aunque a corto plazo parezca que tiene sentido aislar Europa del resto del mundo, la humanidad no tiene tiempo para otro giro aislacionista del discurso.

No existen soluciones locales para problemas globales. En esta época de migraciones masivas, encerrarse en un continente, o incluso en un país, es todavía más peligroso que en la época de la guerra nuclear. La crisis europea es una crisis de conciencia y de organización; una crisis de conciencia democrática. En vista de la coincidencia de todas las fuerzas políticas en torno al eslogan Amo a Schengen, necesitamos que la sociedad civil europea se reafirme. La tan postergada democratización de las instituciones y la humanización de la política europea derivada de ella son el primer paso. Europa no es un concepto filosófico; tampoco un espacio geográfico o económico. Es el conjunto de sus ciudadanos. Es un acto político. Empecemos en casa, en nuestra ciudad, en nuestra región. Empecemos por las elecciones al Parlamento Europeo.

Milo Rau es dramaturgo.

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