¿Cuán democrático es el euro?

La reciente decisión del presidente de Italia de vetar la designación del euroescéptico Paolo Savona como ministro de finanzas del gobierno propuesto por la coalición Movimiento Cinco Estrellas‑Liga, ¿protegió o debilitó la democracia del país? Más allá de las normas constitucionales italianas, la pregunta apunta al núcleo de la legitimidad democrática, y plantea cuestiones difíciles que es preciso encarar con precisión y honestidad para devolver la salud a nuestras democracias liberales.

El euro es un compromiso con un tratado del que no hay un modo claro de salir, dentro de las reglas de juego vigentes. El presidente Sergio Mattarella y sus defensores señalan que en la campaña electoral que llevó al poder a la coalición populista no se debatió abandonar el euro, y que la designación de Savona implicaba riesgo de crisis financiera y caos económico. Los detractores de Mattarella sostienen que abusó de su autoridad y permitió a los mercados financieros vetar la designación de un ministro seleccionado por un gobierno popularmente electo.

Al adoptar el euro, Italia cedió la soberanía monetaria a un órgano de decisión independiente externo, el Banco Central Europeo. También adoptó compromisos específicos en relación con el manejo de su política fiscal, aunque estos no son tan restrictivos como los que enmarcan la política monetaria. Estas obligaciones ponen límites reales a las opciones de las autoridades italianas en materia de política macroeconómica. En particular, la ausencia de una moneda nacional implica que los italianos no pueden elegir metas de inflación propias o devaluar su moneda en relación con las divisas extranjeras. También tienen que mantener el déficit fiscal por debajo de ciertos límites.

Imponer restricciones externas a la formulación de políticas no es necesariamente incompatible con la democracia. A veces tiene sentido que el electorado se ate las manos si eso ayuda a conseguir resultados mejores. Es la base del principio de “delegación democrática”: a veces las democracias funcionan mejor cuando delegan algunos aspectos de la toma de decisiones a organismos independientes.

El caso de manual de la delegación democrática es cuando hay necesidad imperiosa de un compromiso creíble con un curso de acción en particular. Tal vez el ejemplo más claro sea la política monetaria. Muchos economistas sostienen que los bancos centrales pueden usar una política monetaria expansiva para estimular la actividad económica y el empleo, sólo si pueden producir inflación inesperada en el corto plazo. Pero como las expectativas se adaptan a la conducta del banco central, la política monetaria discrecional termina siendo vana: genera inflación pero no aumenta la producción o el empleo. De modo que es mucho mejor aislar la política monetaria de las presiones políticas, delegándola para ello a bancos centrales tecnocráticos e independientes encargados de un único objetivo: mantener la estabilidad de precios.

Superficialmente, el euro y el BCE pueden verse como la solución a este dilema inflacionario en el contexto europeo. Ambos protegen al electorado italiano de tendencias inflacionarias contraproducentes de sus políticos. Pero en el caso de Europa hay ciertas peculiaridades que siembran dudas sobre el argumento de la delegación democrática.

Básicamente, el BCE es una institución internacional responsable por la política monetaria de toda la eurozona, no sólo de Italia. Eso lo hará, en general, menos sensible a las circunstancias económicas italianas que un banco central puramente italiano pero igualmente independiente. Este problema se agrava por el hecho de que el BCE elige una meta de inflación propia, que desde 2003 ha definido como “inferior, pero cercana al 2% en el mediano plazo”.

Es difícil justificar la delegación de la meta de inflación en sí a tecnócratas no electos. Cuando un país de la eurozona se enfrenta a una caída de la demanda, esa meta determina cuánta deflación de salarios y precios deberá soportar para reajustarse (a menor meta, más deflación). Hay buenos argumentos económicos para sostener que después de la crisis del euro, el BCE tendría que haber subido la meta de inflación para ayudar a los países del sur de Europa a no perder competitividad. En este caso, es probable que la independencia política haya sido perjudicial.

Como explica Paul Tucker (ex subdirector del Banco de Inglaterra) en su magistral nuevo libro Unelected Power: The Quest for Legitimacy in Central Banking and the Administrative State [Poder no electo: la búsqueda de legitimidad en los bancos centrales y el Estado administrativo], los argumentos para la delegación democrática son complejos. Una cosa son los objetivos y otra el modo de implementarlos. En la medida en que aquellos impliquen consecuencias distributivas o tensiones entre aspiraciones contrapuestas (por ejemplo, empleo contra estabilidad de precios), deben determinarse a través de la deliberación política. A lo sumo, se justifica delegar el manejo de los medios para la búsqueda de objetivos políticamente determinados. Tucker sostiene con razón que pocos órganos independientes se basan en una aplicación cuidadosa de principios que pasarían la prueba de la legitimidad democrática.

Esta falencia es mucho peor en el caso de la delegación a organismos internacionales o tratados. Demasiadas veces, en vez de subsanar imperfecciones democráticas en el país firmante, los compromisos económicos internacionales privilegian intereses corporativos o financieros, y menoscaban la negociación social nacional. El déficit de legitimidad de la Unión Europea deriva de la sospecha popular de que sus esquemas institucionales se han alejado demasiado de lo primero hacia lo segundo. Y al citar la reacción de los mercados financieros como justificación para vetar a Savona, Mattarella reforzó estas sospechas.

Para que el euro (y de hecho, la UE) sigan siendo viables y a la vez democráticos, las autoridades deben prestar más atención a los demandantes requisitos de la delegación de decisiones a organismos no electos. Esto no implica resistir a toda costa la cesión de soberanía a organismos supranacionales, sino reconocer que las preferencias de economistas y otros tecnócratas por sí mismas rara vez confieren a las políticas legitimidad democrática suficiente. La delegación de soberanía sólo debería promoverse cuando realmente haga funcionar mejor a las democracias en el largo plazo, no cuando meramente favorece los intereses de élites globalistas.

Dani Rodrik is Professor of International Political Economy at Harvard University’s John F. Kennedy School of Government. He is the author of The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy, Economics Rules: The Rights and Wrongs of the Dismal Science, and, most recently, Straight Talk on Trade: Ideas for a Sane World Economy. Traducción: Esteban Flamini.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *