¿Cuándo aprenderemos?

Empecemos por el final. ¿Querría el lector ser juzgado por el ex juez Gómez de Liaño? Aventuro que una amplísima mayoría, si tal eventualidad se diera, se negaría a ello; yo, desde luego, lo haría. ¿Cuál puede ser la razón de tal resistencia a pasar por un eventual tribunal integrado por dicho ex juez, después de que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), sólo en una pequeña parte, le haya dado la razón y haya estimado que no fue condenado por un tribunal imparcial?

La razón es simple: se mantiene incólume el tufo a prevaricación en su actuación queriendo entrullar a los dirigentes de Canal +, al principio, en connivencia, y, más tarde, con la pasividad del Gobierno de la época regido por los eternos viajeros al centro.

La triste realidad es ésta: Gómez de Liaño ha ganado una importante batalla, como ya la ganaron en su día Castillo de Algar o Perote. Sin embargo, ante la tozuda contumacia -valga aquí la redundancia- de nuestro Tribunal Supremo (TS), esa batalla, a la vista de otras resoluciones precedentes suyas, va a quedar sin culminarse y, lo que es más grave, corremos el riesgo de que en el futuro se repita el mismo desaguisado.

Así, una vez más, las vergüenzas judiciales españolas -como las dilaciones por siempre indebidas, las escuchas telefónicas y, una vez más, algunas dudas sobre la imparcialidad judicial- quedarán a la vista del mundo. El caso que está en la base de este escándalo es un excelente ejemplo que nos ofrecen nuestros órganos jurisdiccionales superiores: el TS, con pasión, y el Tribunal Constitucional (TC), con una timorata delicadeza hacia el TS, que éste ha respondido, cada vez que ha tenido ocasión, con exabruptos incalificables.

Gómez de Liaño se empecinó en meter en la cárcel al difunto Jesús de Polanco y a otros aún vivos como, por ejemplo, Juan Luis Cebrián y Gregorio Marañón. El motivo era la pretendida apropiación indebida de las fianzas que los abonados de Canal + entregaban a esta compañía para disponer del descodificador.

En opinión de juristas de toda procedencia de este país, empezando por los fiscales de la Secretaría General Técnica de la Fiscalía General del Estado, no había delito alguno, sino una figura civil, perfectamente legal y conocida desde el tiempo de los romanos, cual es la denominada prenda irregular.

Canal + no hacía ni más ni menos que lo que, por ejemplo, hacían en esa misma época Butano y, en general, todas las compañías prestadoras de un servicio mediante el aporte de un material (envase, contador...). Los querellantes que sirvieron el proceso en bandeja a Liaño eran acusadores populares, es decir, no eran afectados por ninguna presunta trapacería de las personas antes mencionadas, y no pudieron hacer comparecer a ningún perjudicado real o ficticio en la causa que dijera -aun mintiendo- que, instado el reintegro de la fianza por devolución del descodificador a Canal +, esta compañía se hubiera negado a hacerlo.

Es más, el ex juez Gómez de Liaño sometió a los encausados, contra las órdenes expresas de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional (AN), a extravagantes medidas cautelares y a fianzas desproporcionadas, negando lo que a ojos del mero observador era una obvia realidad: imponía restricciones a la libertad de movimientos diciendo que no eran tales o sólo dinerarias.

Al final, recuerde el lector, pasó lo que tenía que pasar: los enjuiciados se hartaron de tanta arbitrariedad, se querellaron por prevaricación contra el entonces aún juez, el Tribunal Supremo le condenó y el Gobierno, centrista él, le dejó en la estacada y sólo acudió en su auxilio dictando el más grotesco indulto jamás emitido en España.

Al ex juez le sucedió lo que alguien próximo a él relató en la prensa "amiga": a Liaño le pasó lo que al infante que, en el fragor de la batalla, no oye el cornetín de retirada, se queda solo ante el enemigo y, claro está, perece.

Encausado, pues, ante el TS, salvo la instrucción de la causa, todo quedó en manos de no más de cinco jueces que, sucesiva y alternativamente, y con diversas composiciones, pero siempre manteniéndose dos de ellos, fueron quienes finalmente integraron la Sala enjuiciadora y condenatoria.

Así, si leemos las resoluciones en cuestión, veremos que se repiten los jueces que dictaron las confirmaciones del procesamiento, la de la finalización de la instrucción y la sentencia final. Pese a que Gómez de Liaño, ahí sí con razón, invocó la doctrina del caso Castillo de Algar, del TEDH, sobre la quiebra de la imparcialidad, por ser siempre los mismos jueces los que se implicaban en su proceso, el TS, primero, y el TC, después, desestimaron su reclamación. Por ello, la sentencia del TEDH del pasado 21 de julio estaba cantada: se remite a sus propios antecedentes y liquida el tema en 18 páginas (sólo cuatro de razonamientos jurídicos).

Las gravísimas cuestiones que este caso suscita son más que alarmantes. Así, ¿por qué el Tribunal Supremo se niega a hacer lo que hacen la mayoría de las Audiencias, incluida la Audiencia Nacional? ¿Por qué el actual Gobierno, vistas ciertas resistencias judiciales, no ha promovido ante el Parlamento una ley que garantice de una vez por todas la apariencia de imparcialidad objetiva de los jueces? ¿Por qué, en fin, quedan en el limbo las sentencias del TEDH?

La primera constitución democrática que merece tal nombre, la de Maryland (1776), previa a la norteamericana (1787) y a la Declaración Universal de Derechos de la Revolución Francesa (1789), contiene un derecho esencial: el del proceso debido, derecho previo al del sufragio realmente universal, por ejemplo. Así es: votara quien votara, lo decisivo es que si un ciudadano era llevado ante un tribunal, éste tenía que ser juzgado con imparcialidad, en un juicio oral y público, con contradicción e igualdad de armas, suponiéndole inocente hasta que, si había lugar para ello, se dictara una sentencia fundada en pruebas lícitas y practicadas ante el juez y debidamente motivada en Derecho.

Es evidente que, pese a manifestaciones recientes del afectado y de sus corifeos, en España no está en peligro el Estado de derecho; sí, en cambio, tenemos aún mucho que andar por el camino del proceso debido para que éste sea inmaculado e intachable.

Por una vez, los graves defectos advertidos, y que nuestra doctrina y el TEDH ponen al descubierto, no son, en líneas generales, imputables a la ley; ésta, interpretada conforme a la Constitución y a las declaraciones internacionales suscritas por España en materia de derechos fundamentales, obliga a no apartarse un centímetro de la senda que es propia de una democracia consolidada.

Son algunos jueces, generalmente de alto rango, quienes, no se sabe bien por qué razones, tienden a efectuar interpretaciones formalistas y abstrusas en contra del justiciable, forzando la letra de lo legal hasta extremos insospechados. Estos procedimientos retóricos, que si los practica un abogado son acremente criticados por los tribunales, nos han llevado a donde estamos: ante el espejo de nuestra vergüenza.

Yendo a un terreno más práctico: la pretensión humana de escribir recto con renglones torcidos, algo que, por fortuna, los tribunales evitan o revocan, conduce a estas truculentas situaciones: quien a la luz de todos aparece como digno de serle atribuido un delito, no puede ser condenado o ve dejada sin efecto su condena, porque el procedimiento seguido ha sido manifiestamente erróneo y contrario a Derecho. De esta suerte, vestimos a un santo, desnudando otro y la casa sin barrer.

Sea como fuere, los árboles nos han de dejar ver el bosque, o, lo que es lo mismo, repito la pregunta del inicio: ¿querría el lector que le juzgara Gómez de Liaño?

Joan J. Queralt es catedrático de Derecho Penal en la Universidad de Barcelona.

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