Cuando desvelar es también ocultar

Este verano se cumplió un siglo del nacimiento de Alan Turing, el hombre que ayudó a ganar la guerra submarina al descifrar el código Enigma de la armada alemana. En los mismos años, el matemático británico, uno de los padres de la informática, supervisó el Sistema X, la clave que protegió las conversaciones entre Churchill y Roosevelt.

El genial descifrador resultó ser al mismo tiempo un eximio ocultador. No era el único. El estadounidense Claude Shannon simultaneó el desarrollo del Sistema X con el diseño de la Teoría de la Información. Ambos ejemplos nos recuerdan la complejidad del maremágnum comunicativo, en donde la información fluye entremezclada con ruidos, mentiras, rumores, malentendidos y, sobre todo, mucha ocultación. Esta realidad es la que está siendo soslayada en el affaire Wikileaks (¿o mejor decir el affaire Assange?).

En el escándalo de un lado se alinean los defensores del flujo irrestricto de información y, en su defecto, de las filtraciones; del otro, los partidarios de la privacidad y la confidencialidad, enemigos de la “dictadura de la transparencia”. Los primeros le hacen la guerra al secreto; los segundos, a la incesante exigencia de revelaciones. Unos cabalgan una demanda que, imaginan, traerá una sociedad de la información sin zonas de sombra ni mentiras oficiales; sus oponentes cierran filas con el secreto de Estado ante lo que se les figura la anárquica voladura de las lindes entre lo público y lo privado.

La polarización simplifica y distorsiona. No es verdad que el secreto se halle en peligro de muerte. La información restringida crece a escala gigantesca. Un dato elocuente: solo los 280 millones de páginas clasificadas por el Departamento de Energía de Estados Unidos requerirían 9.000 años de análisis, señala el historiador de la ciencia Peter Galison en el número de Revista de Occidente dedicado al secreto; un volumen muy por delante de la capacidad de todos los hackers del mundo unidos. Por añadidura, el sigilo diplomático ha sobrevivido al Cablegate y se encauza por canales más seguros. Y las leyes de acceso a los datos conocen toda clase de excepciones. Tampoco es cierto que opacidad y transparencia sean antagónicas; más bien se impregnan mutuamente. Internet, el bastión contra la censura, es el reino de bulos e identidades falsas. Paradójicamente, la publicidad puede ocultar —la apertura de un archivo distrae de los que siguen bajo siete candados— y el secretismo traslucir —por ejemplo, la existencia de algo que no se cuenta. Por decirlo con los Visual Studies: mostrar es también ocultar.

Todas las ambigüedades se condensan en el líder de Wikileaks. Figuras relevantes como Oliver Stone y Michael Moore —que lo pintan de mártir de la libertad de expresión— y Baltasar Garzón —que lo califica de paladín justiciero—, y personalidades de la talla de Hillary Clinton —que lo tacha de terrorista— y Mario Vargas Llosa —para quien es un vulgar impostor— nutren el mito Assange. Quienes le cuelgan máscaras heroicas y quienes pugnan por desenmascararlo construyen al alimón su personaje, para regocijo de los medios, ávidos por exprimir el espectáculo de la filtración.

Por supuesto, del grueso de la faena se encarga el protagonista. Resuelto a convertirse en “un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”, no deja de ocultar pistas y fabricarse una biografía novelesca (de novela de espía, claro está). A cada paso los interrogantes se multiplican (¿Quién es realmente? ¿De dónde saca el dinero? ¿Lo criaron en una secta? ¿Abusó de las suecas? ¿Logrará salir de la embajada ecuatoriana?); y en su proliferar dan más pábulo a las críticas contra la opacidad del campeón de la transparencia.

Una narración necesita de héroes y villanos; y en la tejida en torno a Wikileaks Assange juega ambos papeles con soltura. Su rol preferido sin duda es el de nuevo Prometeo que filtra a los mortales la información custodiada en el Olimpo, aunque sus metamorfosis le asemejan al multiforme Proteo. Por momentos, el relato se torna carrera de disfraces, con nuestro héroe huyendo vestido de anciana de supuestos perseguidores, jaleado por enmascarados que tienen por divisa el anonimato. Sus peripecias y golpes de efectos evidencian la dialéctica del secreto y la transparencia en la cual se ha enredado, tras descubrir las sinergias entre el poder que otorgan las filtraciones y el que da el secretismo. No parece descabellado pensar que si el Cablegate lo hubiera manejado Anonymous desde las tinieblas, no habría tenido la repercusión de esta aventura tan personalizada y pasional en la que revelaciones y misterios se encadenan.

Al final de la escapada Assange ha asumido otra identidad: la de gestor de secretos, alguien que decide qué secretos se cuentan, cuáles se callan y cuáles se finge conocer. Ella le coloca junto a los gestores tradicionales: autoridades, periodistas, agencias estatales, jueces, comisiones parlamentarias. Todo lo contrario a su cultura hacker de origen, opuesta a cualquier restricción informativa. ¿La prueba definitiva de su duplicidad? ¿O la confirmación de la ambivalencia del secreto y sus circunstancias? No vendría mal recordar que Assange diseñó software de encriptado para activistas de los derechos humanos “que necesitaban proteger información sensible, como listados de activistas y detalles sobre abusos cometidos”. Como le ocurriera a Turing y Shannon, la dinámica revelar/ocultar sella su trayectoria.

Pasemos al fenómeno Wikileaks en el que se inscribe ese relato. Al margen del peso de sus filtraciones, su acción reveladora tiene valor de síntoma: es el exponente, vistoso y estrepitoso, de la difícil coexistencia del dispositivo panóptico descrito por Foucault con la mirada indiscreta de periodistas, whistleblowers, piratas informáticos y demás fisgones profesionales y espontáneos. “El Poder controla a todos y cada uno los ciudadanos”, observa Umberto Eco, “pero cada ciudadano o el pirata que se erige en su vengador, puede conocer todos los secretos del Poder”. Esta vigilancia mutua y asimétrica —el escrutinio omnipresente del Estado supera de lejos al de la sociedad civil— en gran medida se debe a un hecho tecnológico, revolucionario e irreversible: la fantástica movilidad adquirida por la información al digitalizarse (lo que dispara las posibilidades de fugas); y en parte a la tendencia actual a poner todo en escena, a sacarlo todo a luz.

Pero la bulimia social de infidencias choca con una realidad: la terca persistencia del secreto. Una incógnita se aclara y otra surge EN su lugar. El secreto nunca muere porque es inherente a la comunicación, por ser un cemento de la sociedad (su posesión crea alianzas y exclusiones) y por ser un pilar de la identidad personal (somos asimismo lo que escondemos a los otros). Por eso jamás un millón de Wikileaks podrá abolirlo; ni tampoco cargando de cadenas a su jefe se restablecerán las impenetrables barreras entre la información accesible y la restringida. Dichas barreras, ya lo explicó Meyrowitz, han sido irrevocablemente alteradas por las tecnologías de la información y ahora los secretos circulan entre escenarios y bastidores sin que nadie esté dispuesto a renunciar a su utilidad estratégica.

Estas consideraciones no ignoran las distancias siderales que restan por recorrer en la lucha contra el hermetismo de las burocracias y los contubernios financieros, ni la necesidad de defender a los que destapan las fechorías de los poderosos. Acrecentar la conciencia de esa situación ha sido un efecto mayor del escándalo Wikileaks. Sería estupendo si además éste sirviera para librarnos de aburridas simplificaciones y avanzar a una concepción más sutil de la comunicación. Reconocer sus claroscuros y ambivalencias puede resultar deprimente a quienes aspiran a una vida a pleno sol como a quienes reclaman áreas de reserva inexpugnables; en contrapartida ganaremos una mejor comprensión del régimen del secreto en la sociedad digitalmente transformada, exenta del miedo a un mundo sin enigmas y de ilusiones en transparencias absolutas.

Jorge Lozano es Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, y Pablo Francescutti es profesor de la Universidad Rey Juan Carlos.

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