Cuando el PP gana sin jugar

La gestión que del brutal atentado islamista de Madrid hizo el Partido Popular permitió al PSOE una nueva oportunidad de la mano de José Luis Rodríguez Zapatero, que aparecía como la esperanza blanca del socialismo, como el hombre de izquierdas, socialdemócrata de profundas convicciones, que no fue Felipe González. El mismo que, en estas páginas, nos metía en el mismo saco que a los de Rajoy, a cuenta de nuestro rechazo al recorte del Estatut, obviando deliberadamente que, a diferencia del PP, nosotros aceptamos el veredicto de los catalanes en el referéndum.

Que ahí está la esencia misma del conflicto que se ha generado: los que mantenemos el respeto a la voluntad popular y los que someten esta a las martingalas de los togados del TC.

Con su verbo simpático y su España plural, ZP llegaba al poder en la mejor de las coyunturas posibles. En Catalunya, el proceso de reforma del Estatut era un hecho y el líder del PSOE no había dudado en anunciar su apoyo sin paliativos al Estatut que aprobase el Parlament. Por lo menos, hasta en dos ocasiones se le oyó proclamar en público ese compromiso. Precisamente por ello, la izquierda catalana soberanista tendió la mano a ZP, votó su investidura y los primeros presupuestos de su Gobierno.

Dimos probadas muestras de nuestra disposición a colaborar, sin escatimar decisiones arriesgadas y ofreciendo un margen notable de confianza en el PSOE de ZP. No esperábamos gratitud ni reconocimiento alguno pero sí reciprocidad de hecho, compromiso y lealtad a la palabra dada. Lo que en vano esperamos y a la postre no ocurrió, agotándose el crédito y la paciencia, la nuestra y la de todos por extensión.

El proceso de reforma del Estatut fue el arduo trabajo de un Gobierno de izquierdas con el socialista Pasqual Maragall a la cabeza. Congeniar las tres sensibilidades del nuevo Gobierno catalán era una tarea compleja si, además, debíamos contar con la complicidad de CiU, dolida en el alma al ser apeada del poder que había ostentado a su antojo durante 23 años.

Y se logró. Al final fue posible llegar a un amplio acuerdo acerca de la reforma del Estatut de 1979, en el que todos hicieron concesiones. Cabe decir, para empezar, que aquel no era un Estatut secesionista, ni por asomo, sino de afirmación de Catalunya en el marco de España, no la del PP por supuesto, pero sí esa España dispuesta a reconocer sin complejos su plurinacionalidad.

Las palabras de apoyo al Estatut de ZP se tornaron un desliz en poco tiempo. Pero apareció Artur Mas, presto a aparecer en escena como el gran estadista y representante del catalanismo. Y en un breve lapso de tiempo llegaba a un acuerdo con Zapatero, al que luego Alfonso Guerra -que a español no le gana nadie- puso nombre y sorna: el Estatut del cepillo. ZP tenía así un Estatut presentable ante las Cortes, mientras a Mas se le garantizaba su retorno al poder si CiU repetía nuevamente como formación política más votada. Un cambalache en toda regla sujeto a las necesidades de unos y otros. Como era de prever, el texto se aprobó en las Cortes y luego fue sometido a referéndum en Catalunya.

Lo que aconteció luego es de sobra conocido. La derecha interpuso un recurso contra el Estatut y el Tribunal Constitucional, que no fue concebido para juzgar la voluntad popular, aceptó el envite mientras el Gobierno despistaba. Los magistrados conservadores del TC tomaron enseguida el mando del asunto, sacando a relucir el escalofriante mejunje en que se había convertido el alto Tribunal, mientras sus deliberaciones -que se filtraban como episodios de una mala telenovela a los medios- eran la crónica de un final anunciado.

La España del PP había copado todas las instituciones del Estado e inoculado una visión del proceso autonómico que poco o nada tenía a ver con el espíritu que alumbró la Constitución. En paralelo, Zapatero anunciaba el cierre de la España de las autonomías, dando por bueno un techo a medida de la España más rancia, de la España que jamás creyó en su pluralidad porque veía en ella la sombra de la disgregación y la consideraba un lastre y no una riqueza en sí misma.

A esto se ha acomodado el PSOE, rehén de una estrategia del PP diseñada por Aznar, a la que no ha sabido, no ha podido o no se ha atrevido a contestar ZP. En tales circunstancias, la izquierda soberanista catalana no puede seguir como si nada por esos derroteros.

El PSOE ha sido derrotado por una derecha que ha patrimonializado la Constitución y se ha erigido como su mayor defensor, pese a su pasado reaccionario, pese a la anuencia de la extrema derecha que late en su seno, pese a que por aquel entonces esas gentes no solo eran reacias a la Constitución sino que no dieron jamás su brazo a torcer; la Constitución y el diseño del nuevo Estado se pusieron en marcha, no gracias a ellos sino pese a ellos.

¿Cómo puede ser, entonces, que una formación de corte derechista, autoritaria y antisocial como el Partido Popular se haya convertido en la mayor defensora de la Constitución? ¿Cómo es posible que esa bandera sea sostenida ahora por esas manos? ¿Qué ha ocurrido?

Joan Ridao, secretario general de ERC.