Cuando el tiempo era lento

En lo que va de siglo XXI, seis son las películas de mi hit-parade particular:

In the mood for love, de Wong Kar Wai; El arcarusa, de Sokurov; Lust, caution, de Ang Lee; Melancholia, de Lars von Trier; Lavied’Adéle, de Abdellatif Kechiche, y La gran belleza, de Paolo Sorrentino (las dos últimas, de reciente incorporación y todavía bajo su fascinante influjo). Todas ellas son películas lentas y sin embargo no lo resultan más allá de una forma de disfrutar del tiempo y saber usarlo y estirarlo. Todas ellas son ahijadas, en cierto modo, del cine de Antonioni y ahí hay una diferencia generacional. La mía –a los que nos gustaba el cine, quiero decir– fue educada cinematográficamente en esa lentitud de Antonioni, Bergman, Fellini o Losey. Las generaciones actuales, en la rapidez del videoclip, un género que Sorrentino, nacido en 1970, sabe incrustar en la lentitud del viejo cine. Pero es de esa educación nuestra –la riqueza del matiz– de donde surge la detallista morosidad de Kubrick en BarryLindon, con Thackeray detrás.

En una ocasión, el esteta Berenson aconsejó a una dama inglesa que abandonara a Jane Austen –«esa tontería», dijo– e intentara conseguir el estilo de Thackeray. Argumentó que Thackeray tenía, precisamente, estilo y que hacía sonreír. Para Berenson la sonrisa, aunque no la buscara el autor, era imprescindible en la literatura. La dama se defendió esgrimiendo a George Eliot, y Berenson contestó: «Era una intelectual. Pertenece a una categoría ínfima. A fin de cuentas, la inteligencia no lo es todo...». Y apostilló: «Nunca me hizo sonreír». Estilo es lo que tienen todas y cada una de las películas citadas. Elarcarusa y Lagranbelleza, además, hacen sonreír. La de Sorrentino, incluso reír. Berenson lo habría hecho.

Me acordé de la predilección berensoniana la primera vez que vi BarryLindon y en ella la fulgurante –y delicada– aparición de su nieta, la actriz Marisa Berenson. Bellísima. Casi tanto como Silvana Mangano en MuerteenVenecia. Ahí me enamoré de la nieta del esteta y pensé que no había mujer más indicada que ella para representar a la aristócrata seducida por el trepa, que es una modalidad moderna del rapto de Europa. Si su abuelo la hubiera visto, no habría pensado otra cosa. Estos días he leído que Marisa Berenson subasta la colección privada de Elsa Schiaparelli, a quien conocí vía Pierre LeTan hace veinte años. A través de sus dibujos, me refiero. Schiaparelli fue la abuela materna de Marisa Berenson, menuda familia, Berenson por un lado y Schiaparelli por otro. Ahora Christie’s subastará en París las pinturas, muebles y tapices que le pertenecieron y me gustaría saber lo que habría dicho –o lo que dijo– Berenson de su consuegra y su colección. Si le habría hecho sonreír –como la literatura que amaba– o no. A Frederick Prokosch, Berenson le dijo en una ocasión, mientras hablaban de Henry James: «Tuvo que darse cuenta de que poco a poco su fraudulencia iba en aumento. Y no lo digo a modo de crítica. Hay muchas clases de fraudulencia. Algunas son vulgares y ridículas, y otras sutiles y señoriales. Henry James acabó siendo un gran señor y su último fraude fue exquisito y conmovedor. Lo imagino en su lecho de muerte, esperando que le ocurriera lo “verdaderamente distinguido”. Incluso en su último timor mortis hubo cierto aristocrático fraude. Como siempre, todos los grandes artistas se entregan a sus peculiares fraudes. Hasta Vermeer con su milagrosa quietud que corta el aliento. En Vermeer incluso la luz tiene mágica fraudulencia. Y a fin de cuentas, ¿qué es la magia, sino un inspirado y hermoso fraude?». Y más adelante, insistió: «Sólo Cezanne se abstiene de toda clase de trucos y manipulaciones. Recuerde que también Rembrandt tenía sus trucos y manipulaciones. En fin... ¿qué son las pasiones y desesperaciones de los grandes artistas, trátese de Rembrandt, de Miguel Ángelo de nuestro querido Henry James, sino grano para el molino de sus inspirados y nobles fraudes».

Berenson en labios de Prokosch –tan fantasioso en sus Memorias como apasionante– habla de gran arte: Vermeer, Rembrandt, James... Ahí el fraude desaparece tras la nueva magia que crean. Ahora esto es imposible. Coincidiendo con el anuncio de la subasta de la colección de Schiaparelli, se expone en El Prado un buen número de animales disecados, confrontados a distintas obras clásicas allí colgadas. Suplementos culturales y cadenas de televisión le han dedicado páginas y páginas, fotos de cubierta y apariciones en horas de mayor audiencia. Se han puesto anuncios muy visibles en la prensa y algunos críticos han empezado a publicar, deslumbrados, sus escritos sobre el asunto. Los museos de Ciencias Naturales son magníficos, es cierto, como lo son en sí las Ciencias Naturales, que, en combinación con el arte –pienso ahora, por ejemplo, en la poesía del minoritario Ferrer Lerín o en los aclamados libros del reciente Philip Hoare–, ofrecen una visión tan original como fascinante.

Pero lo maravilloso de todo esto es el fraude compartido. Yo ya he visto eso en otra parte. En el Museo Carnavalet de París, por ejemplo, un museo que me gusta mucho, situado en pleno Marais, a pocos pasos de la casa de Miquel Barceló. O en el Museo de la Caza, también en París. Incluso hay un libro sobre ello – Lesolilo que del’empailleur, de Adrien Goetz y Karen Knorr–, que publicó Patrick Mauriès en su colección Le Proméneur con fotografías de las escenas que yo vi hace años. En ellas los animales disecados –en vitrinas- o sobre la tarima o los muebles eran los habitantes de las estancias de ambos palacios, con plumajes y pieles muy adecuadas. La idea era original y tenía gracia. Lo de ahora en El Prado resulta llamativo y vistoso, pero no es más que una nota a pie de página de ese fraude del que hablaba Berenson. O del que fueron los surrealistas y Elsa Schiaparelli. O del que fue Barry Lindon, el personaje. O la mayor parte del cine de hoy. Menos mal que aún quedan películas dignas, también, de Henry James.

José Carlos Llop, escritor.

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