Ya hemos barrido los confetti de la fiesta de la victoria pero el recuerdo de los héroes de Kiev, de los orfebres de la Triple Corona, pervivirá para siempre en nuestros corazones. Varias generaciones de españoles llevarán incorporada a partir de ahora la vivencia esplendorosa del éxito cosechado en buena lid, con tanto mérito y esfuerzo. Esto tendrá consecuencias políticas duraderas que algunos han percibido ya con espanto y creará un modelo de referencia para cualquier gobernante.
Tanto una parte de la izquierda como los nacionalistas en pleno han intentado aferrarse al eufemismo de «la Roja» para evitar tener que asociar el nombre de España a una gesta memorable. Pero, excepto en la prensa provinciana pagada por la Generalitat, todos esos diques de contención saltaron por los aires cuando ciudadanos de la más diversa condición comenzaron a poner la bandera nacional en sus balcones o se echaron a la calle a ondearla sin complejos.
Quien había vencido en los estadios y cosechado la diadema imaginaria al mejor equipo de todos los tiempos no era Rojilandia sino España. Y los propios protagonistas no dejaron la menor sombra de duda. Antes de la final, Del Bosque recordó a sus jugadores que aunque «sólo eran futbolistas» debían dar «la mejor imagen de España». Y, ya con la Copa en la Cibeles, el tan parco con el micrófono como elocuente sobre el césped Andrés Iniesta, mejor jugador del torneo, resumía todos los discursos en su «¡Viva España y viva Fuentealbilla!».
Era el momento de recordar que una nación como un equipo es la suma de todas sus partes, grandes y pequeñas. La aportación de Cataluña estaba presente con la senyera en manos de Xavi Hernández; la de Asturias, con la enseña azul que esgrimía Mata; y la de la Rioja, con nuestra multicolor bandera hortofrutícola anudada a la cintura del inédito Fernando Llorente. Iniesta quiso que se recordara también a su pueblo, a uno de esos miles de genuinos pueblos de España que sólo pueden salir del anonimato a través de un proyecto común. Por eso todos los jugadores se abrazaron y dieron los botes de ritual, coreando el «yo soy español, español, español». Por unas horas parecíamos franceses, británicos o estadounidenses.
Salvando todas las distancias los nacionalistas han detectado en estas manifestaciones espontáneas de júbilo el mismo peligro que hace 15 años percibieron en el maremoto de indignación suscitado por el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Y es lógico: nada pueden temer tanto quienes hacen del fomento de la disgregación su modus vivendi y su palanca de poder como la autenticidad con que en las grandes ocasiones se proclama y reivindica la unidad desde la calle.
Aunque su estilo sea diverso los fulanos de Amaiur y el PNV, de Esquerra y Convergencia serán amalgamados a partir de ahora por niños y mayores como esos señores que quieren impedir que Xabi Alonso siga creando junto a Iniesta y que Piqué ayude a defender a Sergio Ramos. Esos señores que tratan de truncar una saga de maravillosas victorias o, como mínimo, de que vuelvan a enhebrarse nunca. Todos hemos entendido la mezquindad aldeana de su insistencia en reivindicar precisamente ahora las selecciones vasca y catalana: empecemos a perder por separado, que ya está bien de seguir ganando juntos.
En su paso por la redacción de Marca con el trofeo bajo el brazo, Del Bosque contó que les preguntó a los dos centrales de la selección si era cierto que se llevaban mal y que la respuesta de ambos fue algo así como: «Venga, mister». O sea que si había habido diferencias, pelillos a la mar; que si subsistían las opiniones encontradas, eso no les iba a impedir imponer en comandita su ley en el área española.
¿Le contestarían a Rajoy lo mismo Artur Mas y Esperanza Aguirre? «Venga, mister»; que no somos chiquillos, mister; que somos conscientes de lo que nos traemos entre manos, mister; que no hay familia sin problemas pero sabremos resolverlos, mister. Del Bosque entendió el mensaje, no dudó en mantener al cuestionado tándem durante todos los minutos de todos los partidos del campeonato y España sólo encajó un gol en esas nueve horas y media de juego.
En realidad este tercer gran título consecutivo se comenzó a fraguar el día que Iker Casillas llamó por teléfono a Xavi Hernández para conjurarse a preservar la selección de los conflictos Madrid-Barça. ¡Qué distinta sería la política española si los jefes de fila de los principales partidos blindaran así el consenso en asuntos de Estado!
Por mucho que sean los clubes quienes paguen sus multimillonarias nóminas, los capitanes de la selección -y yo diría que todos sus componentes- son conscientes de que los grandes torneos en los que compiten las naciones ocupan un rango superior en la jerarquía del deporte mundial. Que es en la Eurocopa, o no digamos en el Campeonato del Mundo, donde se adquieren los entorchados de leyenda y una fama universal que trasciende del ámbito del fútbol.
Pocos ciudadanos sin afición al deporte siguen la Champions o la Liga BBVA. En cambio, hemos sorprendido estas semanas pegadas al televisor a personas que no habían visto un partido completo en su vida. Ésa es la diferencia: cuando compite un club lo que suceda atañe a sus socios y seguidores e incluso dentro de una misma ciudad puede haber sentimientos encontrados; en cambio cuando compite España, querámoslo o no, nos concierne a todos pues siempre habrá alguien de otro país que nos felicitará o nos dará el pésame como si cada uno de nosotros hubiera acertado o errado en el lance decisivo.
Desde la perspectiva del Real Madrid se ha tratado de compensar este súbito empequeñecimiento relativo, sacando pecho con el dato de que es la entidad que más jugadores aporta -9 de 23- a la lista de la selección ideal de la UEFA. Al Barcelona no le basta proclamar en cambio que, si incluimos ya al excepcional Jordi Alba, suyos son 6 de los 11 titulares del equipo campeón, frente a sólo 4 de su eterno rival. No, como el Barça es «más que un club» su entorno político y mediático parece empeñado en invertir los términos y presentar a la selección como una mera emanación de su propio ser. Leyendo y oyendo ciertas cosas cualquiera diría que sólo una injusta anomalía burocrática impide que los trofeos que componen la Triple Corona queden depositados en su vitrina natural de La Masía.
El gran argumento al servicio de esta tesis es que la selección «juega como el Barça», lo cual implica sintetizar la identidad de ambos equipos en el proverbial tiki taka que arranca, por cierto, españolísimos «olés». Si escribiera como un forofo replicaría que es verdad que la selección «juega como el Barça» pero evita los goles, progresa, profundiza, remata y marca como el Madrid. Pero tan injusto como discutir la calidad técnica de los merengues, sería cuestionar la capacidad resolutiva de los blaugranas.
Elogiando tanto el prodigioso toque en corto de un Xavi o un Iniesta como las fantásticas aperturas de un lado al otro del campo de Alonso, Del Bosque nos explicó que es la suma de ambas concepciones del fútbol la que ha hecho grande a España y añadió una reflexión que podría serle de gran utilidad precisamente ahora a Rajoy: «Cuando un equipo cree que le basta con el empate es muy difícil que deje de especular con el balón. No hay manera, oye».
Estaba refiriéndose a lo que ocurrió contra Croacia y, en cierto modo, durante el primer partido contra Italia -juegas a empatar y te meten un gol como el de Di Natale o te dan un susto como el de Rakitic-, pero el comentario es extrapolable a cualquier otra actividad y desde luego a las opciones de la política económica española.
Mientras Rajoy alardea constantemente de las reformas abordadas por su Gobierno -toque, toque y más toque-, los mercados se empeñan en demostrar la fragilidad de su insuficiencia. Una y otra vez él espera que la Unión Europea resuelva nuestros problemas e imagina incluso victorias virtuales, como si los goles cayeran del cielo, pero una y otra vez los hechos le van dejando en evidencia: le ocurrió con el rescate bancario, le ocurrió con el desenlace de las elecciones griegas y acaba de ocurrirle con la tan dramatizada cumbre de Bruselas. Tras unas jornadas de espejismo, la prima de riesgo nos devuelve a la cruda realidad de una situación-límite y Draghi nos advierte que el problema no está en las estrellas sino en nosotros mismos.
Vamos de éxito en éxito hacia la derrota final. Sí, jugamos con corrección y estilo pero no somos capaces de abrir el catenaccio del déficit público. Como acaba de advertirnos Bruselas, ni siquiera pisamos el área del desbocado gasto superfluo de las autonomías. Así no habrá manera de marcar, excepto en propia meta como nos ha ocurrido con Bankia. Y el partido se está acabando. Nos han dado una prórroga pero si no aprovechamos este tiempo extra para desplegar una estrategia de ataque consistente y efectiva quedaremos eliminados como las selecciones de Grecia, Portugal e Irlanda.
La clave de los triunfos futbolísticos de España está en esos momentos mágicos en los que de repente -como cuando se incuba una tormenta- la aburrida calma del tiki taka se transforma en furiosa verticalidad y no hay fuerza humana capaz de contenerla. ¿Logrará este gobierno generar un efecto equivalente? Rajoy acaba de decirnos que «España hará todo lo posible para que Europa haga todo lo posible». Como rondo no está mal. Pero una de las fuentes citadas esta semana por la agencia Reuters se mostraba así de escéptica sobre el equipo ministerial: «Hay gente que opina una cosa, luego hay gente que opina otra y al final nunca se cierra el círculo». Toque, toque y más toque, pero sólo toque.
El resumen del resumen es que, si antes no hemos marcado un auténtico gol de oro, en cuestión de unas semanas o como mucho un par de meses el árbitro pitará el final del partido y se consumará nuestro descenso de categoría. Las reglas del comité de competición las resumió muy bien Rajoy en los pasillos de la última cumbre: «O solucionamos esto o el lunes nos sacan del despacho». Incluso con mayoría absoluta. He de admitir, no obstante, que desde que empecé a escribir esta sección dominical hace 34 años siempre ha faltado un día para que fuera lunes. «Tomorrow, tomorrow, you're always a day away». En eso confía Rajoy.
Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.