Cuando éramos chinos

Creo que en toda mi infancia no alcancé a ver un chino de verdad. El único chino con el que estábamos familiarizados todos los chavales del colegio era un tipo odioso que tenía por mal nombre Fu-man-chú, y que protagonizaba unas películas en blanco y negro, horrorosamente malas. Las ponían con frecuencia los domingos por la mañana, después de la misa, y hacían las veces de introducción a la película principal, una especie de No-do sobre la perversidad oriental. Como formábamos un rebaño hirsuto en espera de un destino en lo universal y nunca se sabía qué cinta iban a proyectar hasta que empezaba, la aparición de FuMan-chú nos proveía de un recurso excelente para patear y dar gritos hasta que terminaba la proyección. No duraba mucho; apenas una sesión de calentamiento.

Dudo que en Asturias hubiera algún chino, porque lo primero es que habría sido conocido como “El Chino”, y puedo asegurar que tal palabra no salió nunca de mi boca. Todos los años, en septiembre, aparecía el Teatro Chino de Manolita Chen, pero en aquel espectáculo no había más que residentes del “barrio chino” de Barcelona, autóctonos. Los primeros asiáticos supuestos que poblaron nuestra infancia astur eran coreanos; y así los contemplábamos, creyendo que se trataba de habitantes de Corea, península de la que habíamos oído –sin preguntar, porque nuestra infancia fue una larga etapa sin preguntas– que hubo una guerra, sin saber a ciencia cierta si seguía o había terminado, pero donde estaban los norteamericanos, que eran la hostia matando “chinitos”, según garantizaban los tebeos de aventuras, que entonces no se llamaban cómics. No recuerdo que se hicieran distingos entre chinos y coreanos, todos perversos.

Pero los “coreanos” de Asturias tenían la tez oscura y más cuando salían de trabajar en los Altos Hornos de Ensidesa, por lo que con el tiempo descubrimos que se trataba de obreros que no venían de Oriente sino del Sur de España, pero no teníamos ningún trato con ellos. Nos limitábamos a mirarlos cuando caminaban con sus cestos de mimbre en forma de caja y unos pantalones de pana color parduzco. De haber visto chinos de verdad por aquella época nos hubiéramos quedado contemplándolos con la misma fascinación que teníamos por las huchas con cabeza de chino. En todos los colegios, escuelas, iglesias, había en permanente exposición unas huchas que pretendían representar “un chino”, incluso con sombrero chino y una raja en la cresta por donde se metían las monedas. “Para los chinitos”. No conozco a nadie que osara preguntar de qué chinitos se trataba y estaba fuera de nuestro alcance civilizatorio saber de la existencia de Mao-tse-tung y aún menos de algo parecido a la República Popular China. Eso sí, dábamos en las clases de geografía una isla que se llamaba Formosa, pero no pasábamos de ahí.

Como no se podía preguntar nada sin arriesgarse a un trompazo, nos hacíamos entre nosotros cábalas a propósito “del papel de plata”, pero nunca llegamos a planteárselo abiertamente a nadie. “El papel de plata para los chinitos” es uno de los secretos nunca desvelados de nuestra infancia. Aún desconozco qué demonios significaba, pero sí recuerdo concienzudamente en qué consistía. Se trataba de que los niños fuéramos haciendo bolas, cuanto más grandes mejor, de “papel de plata”, que así denominábamos al papel de aluminio con el que se envolvían chocolatinas y alguna otra golosina. Como se disfrutaban muy de tarde en tarde, apenas si lográbamos que la bola de plata fuera más grande que una canica. Pero ¿para qué carajo querían el “papel de plata” y por qué se decía que era para “los chinitos”?, es asunto que aún está por dilucidar.

Entonces trabajaba los sábados prácticamente todo el mundo, incluso en los colegios e institutos. En algunos casos quedaban las tardes sabatinas libres, tiempo que dedicaban los mayores a comprar. Hasta bien entrados los años setenta del pasado siglo, el día por excelencia de compra en el mercado, y me estoy refiriendo ya a Madrid, eran los sábados por la tarde. Los bares, por norma, no solían cerrar ningún día de la semana y se podía desayunar a las siete de la mañana sin necesidad de recorrer toda la ciudad. Las tiendas de ultramarinos prácticamente estaban abiertas todos los días, mañana y tarde. Incluso los domingos había siempre alguna ama de casa olvidadiza que visitaba la casa de los dueños de la tienda –solían vivir encima del negocio– para proveerse de azúcar, harina o huevos; lo más solicitado.

La aparición del supermercado fue una conmoción en la vida urbana de provincias. Significaba muchas cosas, y la más importante es que era posible elegir; primer síntoma de la abundancia. Antes el que escogía era el tendero, ahora lo hacía el comprador. Se ganaba tiempo, entre otras muchas cosas. El comercio es un elemento decisivo de civilización y sólo somos conscientes de él cuando falta o se limita. No olvidaré nunca una visita invernal a Nizhni Nóvgorod, la gran ciudad rusa donde se une el Oka con el Volga, la que había sido el gran mercado entre Oriente y Occidente, convertida en un decorado de ruinas desvencijadas. Malditos tiempos los nuestros, donde el único mercado del que se habla se reduce a la cristalización de una estafa.

He vivido en una pequeña ciudad de provincias la aparición del primer semáforo –rojo y verde, no había entonces posibilidad del amarillo–, la sustitución de las ruedas de carro metálicas por otras recubiertas de goma y luego el fin de los carros, el reparto de leche diario de las lecheras, la vida antes de que aparecieran los frigoríficos, las casas con inodoro pero sin ducha, los rituales de bañarse en grandes barreños de agua caliente, la corriente a 125, la cocina de carbón, el valor del pan, las repeticiones de las cenas “de invierno” y luego las “de verano”, la obsesión por el ahorro, y el “nunca tirar nada” que convertía las habitaciones en anticuarios de chamarilería. Ocurrió hace menos de 50 años.

Ninguna nostalgia, pero tampoco olvido y menos aún vergüenza. En este país hay gente que trabajó mucho. También hay gente que no trabajó nunca. Aún hace 40 años los obreros españoles llenaban por millares barracones inmundos en Alemania; recuerdo los cercanos a Mannheim. Se iban reformando las chabolas de Madrid y Barcelona, gracias a los geranios. Había un barrio en Bruselas donde se establecían los asturianos y buen parte de los letreros de las tiendas y bares imitaban los de Turón o Mieres. El triple salto mortal de la nada a la miseria se podría ilustrar sencillamente con la gastronomía. Ningún otro sitio, ni siquiera la banca, muestra tal colección de cucañeros. ¡Qué lenguajes, qué estilos, qué dominio de la jerga!

Ahora que viene un puente festivo que coincide con el día de la leyenda obrera, sería bueno un apunte, casi nada, bastaría con un esquemita en la pizarra, ni siquiera exhibir un Powerpoint. ¿Cómo se fue muriendo la clase obrera, entre el orgullo y el suicidio? ¡Intocable! ¿Cuánta gente, y no precisamente sindicalistas, viven de eso? Mientras exista el mito, importa un carajo que cada cual robe o estafe. Cuando el gran Solchaga, hoy asentado financiero, al que conocí de asesor de UGT en Vizcaya, explicó que España era un sitio ideal para hacerse rico, estaba demostrando que la vía más rápida para consolidar la industria y el trabajo y el Estado de bienestar se reducía a escapar de él a la primera oportunidad. Abandonar una clase social es la mejor manera de superarla. De seguro que Marx lo debía tener tan claro que por eso buscó, sin éxito, un buen porvenir para sus hijas.

Ese chino que abre su tienda tantas horas como le dejen, que tiene atados al comercio a hijos, parientes y amigos de la aldea. El que ha tomado un bar gallego o catalán sin cambiar ni los carteles para evitar que se desconcierte la clientela, donde se apaña con el pulpo a feira, las paellas y los cafés cortados. Ese chino somos nosotros hace unas décadas. Un respeto.

Gregorio Morán.

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