Cuando éramos libres y felices

La utilización de la Historia para legitimar dominaciones políticas se basó, durante milenios, en la existencia de antecedentes remotos e ilustres. Nada justificaba más un poder político que tener una antigüedad de milenios. Y nada proporcionaba mayor autoestima colectiva que provenir —el pueblo entero o su casta dirigente— de héroes legendarios. De ahí las repetidas invenciones de reyes o personajes que habrían protagonizado hazañas sobrehumanas. Hoy, estas no pasan de ser cuentos infantiles, algunos muy fascinantes. Pero no sirven ya para justificar nuestras estructuras o propuestas políticas, algo que en la actualidad es producto del debate y de la voluntad popular.

Hay, sin embargo, aspectos en los que seguimos anclados en la leyenda. La retórica política sigue refiriéndose, por ejemplo, a un pasado paradisíaco, una época en la que las relaciones sociales fueron más naturales, armoniosas y felices de lo que lo son en la actualidad. Se trataría de una Edad de Oro, un mundo perfecto, anterior al surgimiento del mal.

Son tantos y tan constantes los ejemplos que podrían citarse de este tipo de nostalgia que se siente uno tentado de explicarlo, en términos psicoanalíticos, como un deseo universal de retorno al seno materno. Recordemos el Paraíso Terrenal, de la Biblia, o la “Edad de Oro” de los clásicos grecolatinos (un “reino de Saturno”, anterior al destronamiento de este dios por su hijo Júpiter, caracterizado por la abundancia y la comunidad de bienes, la inexistencia de enfermedades o de esclavitud). Los primeros teólogos cristianos recibieron la leyenda de la Edad de Oro a través de la filosofía estoica y la fundieron con la del Paraíso bíblico. Durante toda la Edad Media, la Iglesia siguió manteniendo que en una sociedad “natural” reinarían la igualdad y la comunidad de bienes. Era un mero recurso retórico, ya que de inmediato se justificaba la existencia de jerarquías sociales, propiedad privada y coacción gubernamental debido a que una naturaleza “caída” como la humana exigía estas instituciones imperfectas.

En parte por herencia cristiana, y en tiempos mucho más recientes, el socialismo clásico recurrió al “comunismo primitivo”, paraíso del que la humanidad habría salido tras el pecado originario de la apropiación privada. Engels, apoyándose en Morgan y Bachofen, idealizó aquella “antigua sociedad de las gens, sin clases” de la que se salió por una “degradación”, una “caída”, al instituirse la propiedad privada; a partir de entonces, dominaron la codicia, el egoísmo y “los intereses más viles”, impuestos por “los medios más vergonzosos” —la violencia, la perfidia, el robo—. Y el “abuelo” del anarquismo español, Anselmo Lorenzo, escribió que la futura sociedad sin autoridad, realización de “la felicidad humana, la igualdad, la libertad y la justicia”, sería “como el reingreso de la humanidad en aquel paraíso de la fábula genesiaca, enriquecido con los infinitos del progreso”.

Pero han sido sobre todo los nacionalismos los que han hecho del mito del pasado feliz pieza esencial de su discurso. Todos ellos han planteado su programa como una “recuperación del pasado nacional”, a partir de narraciones o “recuerdos” mitificados de antiguos reinos o imperios autóctonos que fueron periodos de esplendor para su comunidad. Los nacionalistas tienen, además, una ventaja sobre las religiones o las utopías sociales: que resuelven con más facilidad el problema teodiceico, el origen del mal. Porque, a decir verdad, si se cree en un Dios omnipotente y omnisciente es muy difícil explicar el origen de las desgracias humanas. Que exista un demonio no resuelve nada, porque ¿no ha sido Dios todopoderoso el creador de este personaje maléfico y no sabía él de antemano las consecuencias de su creación? En cuanto al socialismo, ¿qué explica que la humanidad abandonara aquella situación feliz de comunismo primitivo y optara por la propiedad privada? ¿Qué nos garantiza que no volverá a ocurrir lo mismo después de hacer esta revolución que tantas penalidades nos está costando? Los nacionalistas, en cambio, resuelven este problema con soltura, atribuyendo todos los males a las interferencias foráneas, esos malvados extranjeros que son los únicos culpables de las distorsiones que han perturbado nuestra idílica situación originaria.

Así, el mito ha complementado a la razón en los planteamientos políticos modernos. A partir de los enormes descubrimientos y novedades que ha vivido la humanidad en el último medio milenio, cuando en filosofía se ha ido imponiendo la razón sobre la fe y la tradición, pareció que la argumentación política también se basaría en principios tales como la libertad o la igualdad, y que solo recurrirían a la Historia los defensores del orden tradicional. Pero no fue así. También los revolucionarios se inventaron sus mitos históricos.

A finales del XVI, los monarcómacos franceses se rebelaron contra el absolutismo denunciando su “novedad” frente a un pasado de libertades. Algo parecido harían los revolucionarios ingleses en el XVII, reclamando el retorno (la “revolución”) a las libertades sajonas, a partir del mito del “inglés nacido libre”. Y aunque la Gran Revolución de 1789 se apoyó en la razón y decidió arrojar al cubo de la basura el recurso al pasado como justificación de los privilegios políticos, también algún revolucionario, como Sieyès, ancló sus demandas en antecedentes históricos (el pueblo galo frente a la nobleza celta).

En el caso español, los liberales gaditanos, que no podían acudir al racionalismo ni a la terminología revolucionaria para no parecerse al enemigo, se inventaron también un idílico pasado de libertades medievales que se supone restablecía la Constitución de 1812. El historiador Martínez Marina describió unas Cortes medievales que limitaban el poder del monarca, que elegían y destituían reyes y les hacían jurar los fueros y libertades, cosa que en realidad nunca ocurrió. La idea era que en la historia española había habido un feliz periodo de libertad, que además expresaba la verdadera “forma de ser” de los españoles, y que la propuesta de establecer un régimen político constitucional no era sino un retorno a aquella situación.

Pero este recurso a la Historia resultó un fiasco. Porque, siguiendo las huellas de los primeros liberales, también el romanticismo catalán idealizó sus glorias medievales: su imperio mediterráneo, su literatura, su lengua… y sus libertades. Y se empezaron a recuperar invenciones barrocas, muy sensatamente descartadas durante el siglo ilustrado. No serían verdad aquellas leyendas, argüían los románticos, pero qué hermosas eran. Y con la Renaixença empezó un culto al pasado que fue la base del posterior nacionalismo, enfrentado al final con el españolismo.

No menos idealizaron los vascos su paraíso perdido, pese a que esta identidad haya tendido a ser menos autoconmiserativa que la catalana. “Feliz vivía el pueblo vasco en sus montañas hasta que por las fronteras se nos entraron los hábitos emponzoñados de los liberales…”, escribiría, en pleno siglo XX, el tradicionalista, luego franquista, Esteban Bilbao. Los vascos, nunca derrotados ni invadidos, siempre fueron independientes. Se vincularon de forma pactada con el reino de Castilla, a condición de que se respetaran sus fueros y libertades. Y aquel mundo feliz desprovisto de tensiones y desgarramientos internos fue al fin perturbado por la “invasión” de los abyectos maketos o españoles.

Incluso en Andalucía, en el revival autonomista de los años setenta se publicaron estudios con pretensiones científicas que hablaban de los “soberbios avances de la Antigüedad y el Medievo”, de Tartessos o el Islam como espléndidas culturas basadas en el “modo de producción andalusí” (¡basado en el despilfarro!) y de sus “retrocesos” posteriores debidos a la “dominación de Castilla” sobre la nación andaluza.

No hay el menor indicio de que haya habido tiempos felices en el pasado humano. Lo que constatan los documentos existentes son constantes quejas de nuestros ancestros por los malos tiempos que les ha tocado vivir. Tampoco es cierto que los reinos peninsulares vivieran bajo un régimen “liberal” o “constitucional” en la Edad Media; ni que Cataluña fuera “independiente” antes de 1714; ni que los vascos lo hayan sido siempre (ni nunca)… Las propuestas políticas son legítimas en sí mismas, sin necesidad de apoyarlas en mitos. Debatámoslas, considerando simplemente sus ventajas e inconvenientes actuales. Quizás así nos entendamos mejor.

José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Su último libro es Las historias de España (Pons/Crítica)

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