Cuando India despierte

«Cuando China despierte, el mundo temblará» es una profecía atribuida a Napoleón I que nuestra época parece confirmar. Pero India también se ha despertado, con una tasa de crecimiento económico del orden del 8% que, este año, superará a la de China, que es del 6%. Sin embargo, el mundo no tiembla, porque India es una democracia, no amenaza a sus vecinos y no rivaliza con Occidente para repartirse el mundo. Además, prestamos poca atención a este otro gigante de Asia, acostumbrados como estamos a reducirlo a unos mitos antiguos revisados por Bollywood. Eso es un gran error. ¿Quién, por ejemplo, ha informado este mes de dos decisiones fundamentales del Gobierno conservador y favorable a las empresas de Narendra Modi, aparentemente técnicas, pero que podrían revolucionar la economía india? La fiscalidad interior de India se va a unificar, y así el país dejará de ser un mercado dividido por estados, cada uno con sus impuestos específicos, y se convertirá en un mercado nacional único de 1.300 millones de habitantes. Otra decisión fundamental es la de eliminar la inflación, una tarea que, como en EE.UU. y en Europa, corresponde al Banco Central y a Urjit Patel, su nuevo gobernador. De esta manera, India será más atractiva para los inversores y para los creadores de empresas, tanto indios como extranjeros. India también inspira confianza porque es democrática, y cualquier reforma fundamental, como la de Narendra Modi, viene precedida de largos debates en la prensa, entre la opinión pública y en el Parlamento; el cambio es lento, pero es irreversible, y no depende, como en China, del humor cambiante e imprevisible del jefe del Estado.

Cuando India despierteSi se compara con China, la experiencia india parece una senda singular y positiva hacia la prosperidad sin sacrificar nada, ni de la democracia ni de la civilización. En la historia del desarrollo, me parece que China es la liebre, e India, la tortuga. Los dirigentes chinos han destruido primero sus tradiciones culturales y religiosas, han acabado con la clase de los intelectuales y de los comerciantes y han reducido a todos a la dimensión simplista de productor y consumidor; partiendo de esta tabla rasa, los chinos construyen un país nuevo buscando más el poder que el bienestar individual. ¿Qué piensan de ello los chinos? No lo sabemos. No les consultan. Y los que lo cuestionan son encarcelados. En términos estrictamente económicos, el «modelo» chino parece más «eficaz» que la experiencia india, porque el poder adquisitivo por habitante en China es de 12.000 dólares y en India es de 6.000, mientras que partían de una base parecida en 1960. ¿Son unas estadísticas engañosas? Quizás. Amartya Sen, el premio Nobel de Economía anglo-bengalí, señala con razón que estas cifras no incluyen valores no cuantificables, pero reales, como el derecho al voto, la prensa libre y la libertad de conservar la lengua (el hindi no ha sustituido a las lenguas regionales, mientras que el mandarín ha sustituido a las lenguas provinciales de China), la religión y las costumbres. Siguiendo con la comparación entre los dos países, un ejercicio en boga entre los economistas del desarrollo, he comprobado a menudo, como cualquier visitante, hasta qué punto un chino pobre sigue siendo absolutamente pobre, mientras que un indio, aunque sea pobre, puede contar con la solidaridad de su casta (la casta oprime, pero protege), de su templo, de su diputado y de los medios de comunicación.

Los dirigentes chinos afirman que la democracia, al ralentizar las decisiones, perjudica al crecimiento. Puede ser, pero los indios no renunciarán en ningún caso ni a su derecho al voto ni a sus costumbres. También creo que los errores económicos han frenado más a India que la democracia. Hasta la reciente victoria, en 2014, de Modi y de su partido, el BJP, firmemente asentados en el poder, India había estado dominada desde su independencia por el Partido del Congreso, con Jawaharlal Nehru, y después sus descendientes, Indira, Rajiv y Sonia Gandhi. Esta dinastía de grandes burgueses socialistas buscó su inspiración en la Unión Soviética y maniató al país con una burocracia hostil a la empresa privada. Durante 60 años, estuvo prohibido abrir hasta la más mínima tiendecita sin numerosas autorizaciones administrativas –una «licencia»– que enriquecían a los funcionarios e impedían cualquier impulso vital. En China, por otra parte, los dirigentes comunistas se dieron cuenta a partir de 1979 de que el socialismo económico no funcionaba y abrieron su país a la globalización. La izquierda india solo siguió su ejemplo, a regañadientes y a medias, a partir de 1991. Como ha escrito Gurcharan Das, un buen cronista de su país, «los indios solo tenían derecho a enriquecerse por la noche», cuando los burócratas dormían. Modi ha acabado con este «reino de las licencias», dando libre curso a la gran imaginación de los empresarios indios.

La prueba palpable de esta creatividad india es el éxito de la industria de los programas informáticos en Bangalore y en Bombay; las misiones chinas acuden allí con frecuencia para entender por qué los informáticos indios son más creativos que los chinos. Sus anfitriones les explican que la imaginación solo puede desarrollarse en una sociedad libre, no bajo el imperio de la censura, tal y como la ejerce el Partido Comunista chino. Y lo confirma la hipótesis de Amartya Sen sobre el valor no cuantificable de la libertad. Es la razón por la cual la tortuga india podría vencer a la liebre china.

Guy Sorman

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