Cuando Jesús despertó en la barca

Cristóbal Montoro no es ni un gran estratega ni un brillante orador y tiene cierta propensión a meter la pata cuando trata de hacerse el gracioso -recuérdese su defensa de la subida del IRPF como forma de «descolocar» a la izquierda- pero ha hecho un buen debate de los Presupuestos. Tanto por su dominio de los números de las cuentas del Estado, sin apenas papeles delante, como por la claridad con que centró el debate político en el antes y el después del proyecto que defendía.

Su «usted sí lo sabía, don Alfredo» llegó al corazón de lo ocurrido con el déficit oculto de 2011 y dejó en evidencia la hipocresía de Rubalcaba que, tras haber contribuido decisivamente al incendio, ahora se queja de la lentitud y torpeza de los bomberos. El dato que aportó en el sentido de que los interventores de Hacienda conocían ya a mediados de diciembre, antes de la investidura de Rajoy, que el déficit superaría el 8% zanja la polémica y pone a cada cual en su sitio: el Gobierno de Zapatero apenas si hizo ajuste alguno en el año electoral y estimuló que las autonomías ocultaran sus desviaciones por temor a que Europa tomara cartas en el asunto. Resulta, por lo tanto, mucho más creíble la denuncia de la interventora de Baleares, que explicó que hubo un pacto para guardar facturas en los cajones, que el desmentido al unísono de Bauzá y Calamity Helen, por mucho que haya llevado aparejado el cese de la funcionaria.

Pero si esta clarificación retrospectiva de Montoro fue importante, más aún resultó su inequívoca amenaza de intervención, dirigida a las autonomías que incumplan el objetivo de déficit, porque «están en juego España y el euro». Esto supone llevar la lidia de la crisis a un terreno nuevo, regido por las estrictas normas de la Ley de Estabilidad, y abre la esperanza de que la loca deriva que debía haberse rectificado hace tiempo con una reforma constitucional por razones políticas, se embride, al menos de esta manera tangencial, por motivos económicos.

El hecho de que el equipo de Artur Mas ya esté diseñando una estrategia de respuesta -consistente en apelar a las urnas- ante la hipótesis de esa intervención indica, por un lado, que el mecanismo es más verosímil de lo que pensábamos los escépticos; y por otro que en la Generalitat existe plena conciencia de que, a pesar de los esfuerzos de austeridad, sus cuentas públicas siguen en el fuera de juego en que las dejó el tripartito. De ahí que el mecanismo activado por esa Ley de Estabilidad pueda tener un primer aprovechamiento si, al ser agitado como espantapájaros -la dignidad de Cataluña no podría consentir perder los resortes financieros de su autonomía- sirve como coartada para un nuevo golpe de tuerca hacia la disciplina fiscal.

Mucho más inquietante en este plano es el caso de Andalucía, pues a todas las trampas y descuadres acumulados por el PSOE, que van a seguir protegidos por la resistencia del electorado al cambio, se sumarán ahora las exigencias de gasto público de Izquierda Unida. Ahí va a estar el gran test para el Gobierno ante sus socios europeos y los mercados: una Andalucía fuera de control encendería todas las alarmas y restaría gran parte de su virtualidad a la mayoría absoluta de la que acaba de volver a jactarse Rajoy.

Por eso sería muy conveniente sentar cuanto antes el precedente de intervenir alguna de las autonomías gobernadas por el PP con ostensibles números rojos -Valencia, Murcia, Castilla-La Mancha- e imponerle drásticas medidas correctoras. No habría mejor mensaje a Griñán y Valderas, pues perderían así la baza de atrincherarse en el victimismo y presentar cualquier actuación contra la nueva Junta como una especie de vendetta selectiva contra los andaluces.

Frente a las voces que le acusan de tremendismo, el ministro de Hacienda ha recurrido a la más manida, pero certera, de las metáforas: «Estamos gobernando el barco en medio de la tempestad». Tras haber escrito un libro titulado El Primer Naufragio, que incluye no menos de una docena de intervenciones parlamentarias en las que se advertía de los riesgos que acechaban a la «nave del Estado» o al «buque de la Revolución», batido por el temporal y azotado por los vientos, cada vez más cerca de los arrecifes contra los que finalmente se estrelló, se comprenderá que yo sea especialmente sensible a este argumento y contemple con desdén a quienes, como el cochinillo de Pirrón, deambulan frívolamente por cubierta sin darse cuenta de lo que pasa.

En realidad, es lo menos que pudo decir Montoro cuando hemos entrado oficialmente en recesión, acabamos de conocer una EPA terrorífica que nos empuja inexorablemente hacia los seis millones de parados, la inversión y el consumo están hundidos, llevamos casi un mes con la prima de riesgo por encima de 400 y Standard & Poor's nos arroja a las arenas movedizas de esa zona B, equidistante entre la solvencia y la insolvencia. ¡Y con «perspectiva negativa»!

España es un Estado al borde de la quiebra que, además de pagar 30.000 millones por los intereses de sus deudas acumuladas, necesita captar 55.000 adicionales para financiar el déficit de este año. Es verdad que en cuatro meses ya hemos conseguido la mitad de esos 85.000 millones, lo que nos da fuelle hasta después del verano, pero no es menos cierto que esencialmente se ha debido a los manguerazos de liquidez del BCE, canalizados a través de nuestros propios bancos.

Hace tiempo que la demanda de bonos españoles en el mercado internacional es poco menos que inexistente y no exagera Rajoy al invocar el riesgo de que llegue un momento en que no encontremos a nadie que nos preste -como ya ocurre con la mayoría de las autonomías- y no quede otra que lanzar el SOS en demanda de un rescate. Como les dijo De Guindos a los empresarios catalanes, entonces sí que nos íbamos a enterar de lo que son los recortes.

Es muy bonito hablar de sustituir la política de austeridad de Merkel por una de crecimiento, como la abanderada por Hollande, pero habría que ver cómo reaccionaban los mercados si Bruselas aparcara el nuevo Pacto de Estabilidad y utilizara al BCE para inundar de dinero la Eurozona. Nosotros no podremos en ningún caso dormir tranquilos en tanto no cerremos la irresponsable brecha fiscal que se abrió durante el segundo mandato de Zapatero y cualquier movimiento brusco que nos desvíe de la disciplina de nuestra rehabilitación puede producirnos una luxación y devolvernos al quirófano, como le ha pasado al Rey. Sé de lo que hablo, pues el doctor Villamor me lo advirtió explícitamente: cuidado con la rotación interna de la cadera, no te confíes aunque notes mejoría.

Aunque las reacciones humanas frente a la tempestad han sido examinadas desde múltiples ángulos, confieso mi fascinación por el episodio de Jesús y sus discípulos en el encrespado mar de Galilea. Y no sólo por la belleza del famoso cuadro de Rembrandt, robado en 1990 en un museo de Boston y buscado infructuosamente por la Interpol desde entonces, sino por cuanto hay implícito en el contraste entre el grupo de apóstoles que se afanan en bregar contra la tormenta y el de quienes todo lo fían a la providencia: «Sálvanos, que perecemos», le dicen a Jesús, despertándole de su profundo sueño en la popa de la barca.

Si eres el hijo de Dios puedes permitirte el lujo de dormir santamente en medio del vendaval. En cambio, para cualquiera de los apóstoles que lidiaban con el timón, las velas y los mástiles, la más leve concesión al sueño o la fatiga hubiera sido fatal. Cuando Jesús despertó en la barca le bastó un instante para hacerse cargo de la situación. Según el relato coincidente de Mateo (8:23-27), Marcos (4:35-40) y Lucas (8:22-25) se dirigió a sus discípulos y les dijo: «¿Por qué teméis, hombres de poca fe?». A continuación se levantó, increpó a los vientos y al mar «y sobrevino una gran calma».

Para un líder democrático en este descreído siglo XXI todo es mucho más complicado. Desde que, encargado de redactar el ensayo sobre la Historia para la Encyclopédie, Voltaire decidió desgajar la «historia sagrada» de ese texto -«Je ne toucherai point à cette matière respectable»-, los milagros han quedado fuera de la paleta del repertorio humano y el «a Dios rogando» ha perdido muchos enteros frente a la cotización del «con el mazo dando».

Su condición estable, loada por los tirios como admirable flema y denunciada por los troyanos como indiferente abulia, ha permitido hasta ahora a Rajoy permanecer plantado sobre la barca a pesar de los vaivenes y los golpes de mar, remedando la imagen hierática del George Washington de Leutze que evoqué aquí mismo hace dos semanas. Nadie puede decir que se estuviera echando la siesta, pero sí daba la impresión de cerrar de cuando en cuando los ojos para dejarse mecer por sus propios silencios.

En los últimos días no le ha quedado otra que despertar por completo y reaccionar ante la peligrosa intensidad del vendaval. Pero, por citar a Arcadi Espada, su respuesta ha llegado más en forma de tuiteo que de escritura. Rajoy ha aprovechado ocasiones cogidas al vuelo dentro y fuera de España para ir lanzando mensajes encapsulados del tenor de «no hay dinero para pagar los servicios públicos», «nuestra mayoría parlamentaria da estabilidad» o «ésta no es la política de la señora Merkel, sino la de toda Europa». Cualquiera diría que quería darnos ya los titulares, ahorrándose la incomodidad de pasar por la entrevista, la rueda de prensa o el mensaje elaborado.

Tiene razón nuestro columnista cuando le advierte de que «hacer política es insertar todos los movimientos en un relato claro, coherente, justificado y hasta orgulloso». Como tiene razón el aún miembro del Comité Ejecutivo del BCE José Manuel González-Páramo cuando señala en Expansión que «lo que el mercado pide del Ejecutivo es una comunicación que hilvane todas las medidas en un plan coherente y con proyección de futuro». Y como también la tiene Juan José Toribio, profesor emérito del IESE cuando abunda en el mismo foro: «El programa de política económica debe ser completo, integral, armónico y, sobre todo, comprensible para los ciudadanos a los que afecta, lo que reclama una constante labor de pedagogía».

Esa labor de pedagogía es la que brilla por su ausencia en un gobierno percibido, según el propio Toribio, como «poco proclive a explicar». Y pretender sustituir lo que debería ser la constante comparecencia del presidente Rajoy en todos los foros y formatos por una campaña de publicidad como la anunciada por Cospedal, sólo servirá para añadir agravio a la dejadez. El jefe del Gobierno está obligado a explicar de forma articulada por qué subió el IRPF, por qué no les cantó las cuarenta a Zapatero y Salgado por el engaño del déficit, por qué pospuso los Presupuestos a las elecciones andaluzas, por qué dijo una y otra vez que no habría copagos y ahora los ha impuesto, por qué excluyó la Educación y la Sanidad de su programa de recortes y ahora las ha incluido, por qué descartó la subida del IVA y ya la tiene programada, por qué a pesar de las reformas sube otra vez la prima de riesgo y baja otra vez el rating de España, por qué el aumento del paro está superando las previsiones más pesimistas y no se vislumbra alivio en toda la legislatura o, ya puestos, por qué se lanza un nuevo plan penitenciario que rebaja las exigencias para el acercamiento de etarras a cárceles vascas. Mientras no conteste todas estas preguntas, no existirá el clima de confianza imprescindible para seguir empeñados en cruzar el Delaware.

Aquí está empezando a crearse un gran equívoco. Como decía Callaghan, «gobernar no es ceder» y ¡ay de los pusilánimes que se arredren ante las dificultades! Pero gobernar sí es responder y de eso no parece terminar de darse cuenta el señor Rajoy

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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