Cuando la cosa va en serio

No existen en política certezas absolutas ni realidades aparentes que no puedan ser desmontadas por la evidencia. Tan es así que principios políticos que en un tiempo se tuvieron por inexorables fueron luego derogados sin el menor escrúpulo. Y verdades admitidas ayer como sentencias imperecederas se ven hoy -o se verán mañana- como ocurrencias coyunturales.

En el recorrido, ya no tan corto, que los españoles emprendimos en 1978 todos hemos tenido tiempo suficiente para comprobar la endeblez de algunos postulados un día consagrados como irrevocables. A este género -el de la endeblez de ciertos apriorismos- pertenece esa afirmación, devenida fórmula mágica y curalotodo, de que los gobiernos constituidos por amontonamiento de siglas son preferibles a los monocolor, porque aquéllos -se predica en los púlpitos de la topiquería- representan el pluralismo de una sociedad heterogénea y proteica. Lo que se elude en esa deducción traída por los pelos es el verdadero quid del asunto, ya que de lo que se trata no es de establecer comparaciones cuantitativas sino cualitativas. Lo que conviene al interés común, aquí y allá, no es que los gobernantes sean politonales y discordantes sino armónicos y consonantes, unívocos y no multívocos, no muchos sino buenos o, lo que viene a ser lo mismo -digámoslo a la pata la llana y por boca de don Manuel Azaña en su vena más castiza-, «gente con más caletre y menos monsergas».

A veces pasan demasiados años sin que la inercia del tiempo se tome la molestia de aclarar las diferencias entre gobiernos útiles y gobiernos inútiles. Mientras tanto, todo, desde la economía a las ventanillas de la Administración, va marchando pacientemente y se mantiene en el cuadrante de lo soportable. Para la mayoría de los españoles, su compromiso democrático no va más allá de la cita periódica con el correspondiente colegio electoral. La idea de que «todos son iguales» (versión resucitada de aquello que se leía en la prensa obrera de principios de siglo: «Político y hombre de bien no puede ser») cunde entre nosotros haciendo estragos, porque esa actitud, de un pasotismo aparentemente inocentón, es socialmente suicida. No todos los políticos son iguales ni da lo mismo una política que otra. Claro que no. Y diferencias que tal vez parezcan imperceptibles en la inercia de lo cotidiano se marcan abismalmente a la hora de las decisiones mayúsculas, cuando la fiesta toca a su fin y la coyuntura obliga a decisiones trascendentes sin que haya lugar para los disparates ni sitio para los majaderos. Es en esas circunstancias cuando se pone a prueba el verdadero patriotismo y se constatan las diferencias entre el político y el politicastro; es ante los grandes obstáculos cuando la magnitud del hombre de Estado emerge frente a la pequeñez del mercachifle de partido.

La actual hora española es de enorme gravedad. Para hallar trance equiparable habría que remontarse a los peores momentos de aquella España «pobre y escuálida y beoda» que dijera Machado. Tras el presente aciago por efecto de la pandemia, asoma un desmoronamiento económico con su triple secuela de más paro, más déficit y más deuda. Todo ello en un país que asiste impotente y sesteante a un proceso de autodestrucción: el plan para culminar el fraccionamiento del Estado avanza sin contemplaciones, el filoterrorismo ocupa tribunas y cobra nómina, los dinamiteros de las libertades proclaman sin recato alguno su intención de incendiar no solo las calles sino las mismas instituciones en las que participan. Hay diputados que, blindados en el escaño, no se cortan un pelo en incitar (con voz engolada y semblante compungido, si se tercia) a la delincuencia en diversas modalidades, ya sea el escrache, ya la kaleborroka, ya el matonismo gansteril, ya el chantaje puro y duro. «Jarabe democrático», metaforizan algunos siniestros profesionales del encallanamiento. Individuos (e individuas) que en cualquier país democráticamente asentado serían reprobados social y políticamente disfrutan aquí de blindaje parlamentario e imponen al Gobierno la ruta a seguir.

La reconstrucción de un país agrietado por sus cuatro costados exige sacrificio, inteligencia y un compromiso alejado de demagogias, truhanerías y fervorines. Todas las instituciones del Estado, desde el Poder Judicial hasta la Monarquía, están sometidas a una incesante labor de devastación, a veces inducida por formaciones políticas que asisten indiferentes, sino complacidas, a salvajes ataques contra el régimen de libertades salido de la Constitución de 1978.

Lo mismo que sucede en ciertas situaciones anémicas, para un país a punto de postración no hay reconstituyente infalible. Pero sí existe, en cambio, la certeza de que su reconstrucción no pueden llevarla a cabo los mismos que se aplican a su demolición. Dicho de otro modo: la «consecución del bien común», el irrevocable propósito en que se sustenta toda ideología, no puede quedar en manos de aquellos para quienes el mundo se divide entre «los nuestros y los otros», entre los de la adhesión inquebrantable y quienes se atreven a disentir, los cuales automáticamente pasan a ser considerados elementos a eliminar.

Volvamos al principio de estas líneas: no todos son iguales porque no todo vale. Quienes hacen del odio, del etnicismo xenófobo, del resentimiento y del fanatismo la suprema ratio de su política están incapacitados «para empuñar firmemente la caña del timón y conducir la nave al puerto de salvación». Son palabras de Indalecio Prieto en vísperas del horror, cuando España empezaba a oler a pólvora.

Juan Soto Gutiérrez es escritor.

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