Cuando la culpa la tiene el otro

La mirada de la vieja me dio miedo, tal vez por el brillo de sus ojos, exagerado por unos párpados oscuros y unas cuencas hundidas. Sus pupilas eran puntos rutilantes de amenaza, rodeadas de carne amarillenta, arrugada y tan frágil como un antiguo pergamino. Piel grisácea. Pelo plomizo y desordenado. Garras de buitre que raspaban el aire como buscando a ciegas en el teclado de un ordenador. «Es que lo vi por internet», me dijo la bruja, como si eso fuera una garantía de la autenticidad de su profecía siniestra.

Nos habíamos tropezado en el vestíbulo del ayuntamiento de mi pueblo de St Joseph’s County, en el estado de Indiana. Yo estaba allí para pagar mis impuestos, ella para registrarse como votante en las elecciones primarias del Partido Republicano. Era de los muchos votantes que se disponían a apoyar a Donald Trump. La anciana temible había asistido, según me contó, a una conferencia mía en alguna ocasión y, reconociéndome, se paró para regañarme y atemorizarme. «Esos mejicanos a quienes usted alaba tanto» –me gritó– «nos quieren robar el país». Efectivamente, en la maldita conferencia referida, yo había sugerido que los mejicanos deben considerarse entre los inmigrantes con más éxito de los Estados Unidos, ya que, aunque sean pobres, lo eran mucho más, por regla general, cuando llegaron al país. Los chinos, coreanos e indios, en cambio, suelen venir con altos niveles de educación y ahorros significativos. Cuando un inmigrante mejicano se convierte en millonario estadounidense, o cuando sus hijos vienen a ser catedráticos o médicos o abogados o políticos, el logro relativo impresiona relativamente más. Pero la señora quedó indiferente. Lo que le obsesionaba fue una ridiculez difundida en una web, según la cual unos fanáticos en búsqueda del Aztlán mítico de los aztecas estaban planeando un golpe de fuerza para apoderarse de los Estados Unidos. Puede que haya algunos de ese género de locos, pero son pocos y desdeñables.

Si hice caso a la señora, no fue por respeto a sus opiniones malévolas, ni por miedo ante su aspecto intimidatorio, sino porque surgió la casualidad de que mi dentista inglés me había dicho algo extrañamente semejante en Londres un par de días antes. Es un buen dentista. Pero como algunos de esa profesión, suele rellenar las bocas de sus clientes de guatas de algodón e instrumentos de tormenta mientras abusa del silencio forzoso que se impone y se aprovecha para emitir opiniones intolerantes o intolerables sin correr el riesgo de contradecirse. «Los musulmanes» –me aseguró– «intentan robarnos el país. Un imam que es cliente mío me lo dijo abiertamente».

Estos prejuicios se se van extendiendo. Me llega un mensaje de un amigo holandés lamentando el referéndum en su país acerca del acuerdo propuesto entre Ucrania y la Unión Europea. «Los que rechazaban el acuerdo montaron una campaña contra la UE, contra los extranjeros, y contra la supuesta irresponsabilidad de los europeos del Este. O sea, xenofobia a ultranza. El resultado [favorable, desde luego, a los opositores del convenio, aunque sólo votó el 30 por ciento del electorado] no tuvo nada que ver con Ucrania ni con el comercio, sino todo con el aislamiento», me comentó. No me extrañó ese análisis, ya que en Inglaterra los partidarios del Brexit apuestan por el mismo juego. «Tenemos que desmantelar a la UE que es fuente y origen de todos nuestros males» es su mantra. «Mantengamos afuera a esos extranjeros que nos socavan la cultura y nos quitan el trabajo». En Austria, el éxito tremendo de Norbert Hofer, el candidato por la extrema derecha a la presidencia del país en la primera vuelta electoral, es otra muestra más del mismo fenómeno. La lección es obvia. Para ganar votos, echa la culpa de los agravios del país a los extranjeros o a los pueblos vecinos. Insiste en que lo suyo es perfecto, o que lo sería si no lo perjudicara la intervención desde fuera. El mensaje de Donald Trump es igual: EE UU volverá a ser «grande» de nuevo si expulsa a los mejicanos, abandona su unión aduanera con los vecinos, y descarta la cooperación internacional. Lo es también la ideología de los nacionalistas catalanes, que tampoco aceptan su propia responsabilidad por los problemas de su región e insisten en la responsabilidad exclusiva de los demás españoles. Los separatistas escoceses, por su parte, echan la culpa a Londres, los londinenses a Bruselas. Todos exponen un nacionalismo negativo, que pretende que todo lo nacional es bueno, en lugar del patriotismo auténtico, que busca medios de mejorarlo. Sepárese, excluya, increpe, vuelva adentro, ponga el cerrojo: todas son soluciones supuestas por imaginaciones infértiles, emociones miedosas y cabezas trastornadas.

El término que quiero sugerir para señalar ese tipo de nacionalismo es culpismo. En lugar de ser honrados y confesar que los problemas de sus países son productos en gran parte de las deficiencias propias, los culpistas buscan chivos expiatorios que sacrificar y cabezas de turco que decapitar. Claro que siempre es más grato matar a un chivo que sacrificarse a sí mismo. Pero creo que vale la pena buscar el motivo por el cual el fenómeno se detecta y repite tanto en la actualidad. Claro que estamos experimentando problemas mundiales bastante graves, pero no tanto para tender a buscar refugio en las ilusiones. En los casos que más me llaman la atención – EEUU, el Reino Unido, los Países Bajos, Austria, España – la situación es relativamente favorable, con ascenso lento pero obvio de las economías, y con el gran privilegio de disfrutar de democracias robustas e instituciones jurídicas fehacientes. No hay ninguna necesidad, en tales circunstancias, de perseguir a víctimas ni inventar a culpables.

¿Por qué leyes, entonces, se rige ese culpismo? Para comprenderlo hay que remitir a la cultura y penetrar algunos cambios culturales profundos – espirituales y psíquicos– de tiempos recientes. El catolicismo aguado o acabado ya no exige que examinemos nuestras conciencias. No nos llama a mortificarnos. La psicología freudiana, mientras tanto, nos absuelve de la necesidad de avergonzarnos. Nos anima a echar la culpa de nuestros defectos de carácter a nuestros padres, u a otras figuras autoritarias, o a la sociedad. La criminología tan de moda despenaliza al criminal. La educación exagera el valor de lo individual, aunque carezca de fundamento. Enfatizamos la confianza en uno mismo en lugar de la autocrítica. Alabamos la autonomía de la persona, en lugar de la deferencia al prójimo. Por tanto, cuando sufrimos algún agravio, no nos fijamos en nuestros propios defectos, sino que buscamos pretextos contextuales y supuestos culpables ajenos. El nacionalismo es una versión colectiva de la tendencia individual de echar la culpa a los demás.

He aquí la solución de uno de los problemas históricos más curiosos de nuestros tiempos. La revancha del nacionalismo está manifestándose frente a tendencias a largo plazo que debían aniquilarlo: la globalización, la interdependencia económica, la retirada del concepto superado de la soberanía, las migraciones mundiales, el avance de las instituciones internacionales, la necesidad de colaborar en comunidades cada vez más inclusivas para enfrentar los problemas del planeta, y aún el progreso del principio de la subsidiaridad que reconoce que las decisiones administrativas deben tomarse no a nivel global sino en las mismas localidades donde luego se aplicarán. Para los votantes, en cambio, y sobre todo para aquellos de la generación que se ha educado acostumbrándose a echar la culpa hacia afuera, hay que buscar enemigos en el prójimo y, si no los hay, hay que imaginarlos.

En países relativamente pobres, es comprensible que la gente mísera crea la ilusoria magia de los nacionalistas para intentar solucionar sus problemas. Por ello vemos la quiebra violenta y trágica de Ucrania, Sudán, Timor del Este y zonas del Oriente Medio. El caos y el cambio rápido y desconcertante favorecen a la política simplista y violenta. En países prósperos, mientras tanto, el nacionalismo aparece como la anciana que se me arrimó en el ayuntamiento de St Joseph´s County, con una mirada de amenaza y con los talones levantados. Si logra a llevar el señor Trump a la Casa Blanca y dividir a los Estados Unidos, o si desestabiliza a la Unión Europea, o disuelve a España, o quebranta el Reino Unido, las consecuencias serán graves: la interrupción del progreso normal de la historia, y la vuelta a una época más primitiva, más peligrosa, y menos próspera.

Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EEUU).

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