Cuando la curación no es posible

El ex presidente catalán Pasqual Maragall, al declarar públicamente que le habían diagnosticado la enfermedad de Alzheimer -lo mismo que hicieron Rock Hudson y Magic Johnson cuando informaron al mundo que se encontraban amenazados por el sida-, ha demostrado, una vez más, su talla política de ciudadano comprometido con el bienestar de los miembros de la comunidad. No hay duda de que con su declaración ya ha contribuido, en alguna medida, a la normalización -y, por tanto, al examen sereno- de una enfermedad que se ha estimado que afecta a unos 800.000 españoles y a más de tres millones de familiares, y para la que, desde un punto de vista farmacológico, si bien existen grandes esperanzas, no disponemos todavía de una terapéutica curativa eficaz.

Sus palabras, a mi juicio, suscitan motivos para la reflexión en muchos sentidos. Me limitaré a dos de ellos. En primer lugar, lo mismo que en el caso del alcoholismo, el cáncer, los embarazos indeseados, las enfermedades de transmisión sexual, la obesidad, la anorexia o la hipertensión arterial, deberíamos preguntarnos si además de confiar únicamente en los agentes farmacológicos para tratar de evitar, resolver o paliar estas problemáticas, existen medios alternativos, asequibles en la actualidad, para prevenir o demorar la aparición de los síntomas de la enfermedad de Alzheimer. En segundo lugar y centrándonos en los protagonistas -Maragall, Reagan, Rock Hudson, Magic Johnson, etcétera-, cabe cuestionarnos sobre el impacto personal que tienen para ellos sus propias declaraciones.

En lo que se refiere al primer interrogante, los datos científicos de que se dispone en este momento, aunque todavía insatisfactorios, son coincidentes y apuntan en la misma dirección: esta alternativa existe. En efecto, la investigación llevada a cabo por Fries y colaboradores en 1980, apoyada posteriormente por los resultados obtenidos por el equipo de Vita, llega a la conclusión, publicada en 1998 en The New England Journal of Medicine, de que "fumar, el índice de masa corporal y las pautas de ejercicio físico en la mitad y fase avanzada de la vida... no sólo son responsables de que las personas con mejores hábitos de salud vivan más años, sino de que en tales personas la aparición de la incapacidad se demore y se reduzca a un menor número de años al final de la vida". En 2006, otra investigación llevada a cabo por Larson y colaboradores, y dada a conocer por Annals of Internal Medicine, sugiere que un ejercicio físico moderado (andar) efectuado regularmente, puede demorar la aparición de los síntomas de deterioro.

Con respecto al problema específico de las demencias es especialmente interesante la investigación llevada a cabo por Frantiglioni en la población sueca de Kungsholmen, aparecida en Lancet en 2000. En ella se tomaron como punto de partida 1.203 personas con una edad mínima de 75 años que no mostraban síntomas de deterioro y se analizaron sus redes sociales. A los tres años, todas las personas que permanecían con vida fueron sometidas a una segunda exploración individual, encontrándose que, durante este periodo, 176 de ellas habían recibido un diagnóstico de demencia. Entonces se comparó el grupo demenciado con el no demenciado con respecto a la frecuencia y tipo de relaciones sociales. Los resultados indican que unas interacciones pobres o limitadas incrementan en un 60% el riesgo de recibir un diagnóstico de demencia. Un comentario amplio sobre este trabajo, publicado en el mismo número de la revista, destaca dos conclusiones importantes: a) La vulnerabilidad era menor en las personas que mantenían interacciones afectivas variadas: pareja, amigos, familiares, niños, etcétera; y b) un tipo de relación, al menos como factor protector de la demencia, podía sustituirse por otro.

Tales resultados concuerdan con algunos de los datos obtenidos por Snowdon en su conocida investigación sobre las monjas y de los que tanto la prensa científica como las revistas de divulgación y este mismo periódico se han hecho eco los últimos años.

Todos estos hallazgos son coherentes con la llamada "Teoría de la reserva cerebral", según la cual el nivel de discapacidad de un individuo no constituye únicamente el reflejo de las lesiones cerebrales subyacentes, sino que es también función de la actividad cognitiva desarrollada previamente.

Hace algunos años, durante una estancia en la Universidad Nacional Autónoma de México, tuve ocasión de asistir a una conferencia de Bach-y-Rita, un conocido neurólogo mexicano que trabajaba habitualmente en California. Una de las anécdotas con las que iluminó su conferencia llamó poderosamente mi atención. Contó que su padre era un gran excursionista y que en un momento dado de su vida sufrió una hemiplejia que dejó gran parte de su cuerpo paralizado. El conferenciante tenía un hermano psiquiatra y ambos, de común acuerdo, elaboraron un programa de rehabilitación para su padre que, al cabo de varios meses, dio fruto y, poco a poco, su progenitor pudo volver a su afición favorita: subir montañas; aparentemente el éxito había sido completo. Más tarde, su padre murió y ambos hermanos, llenos de curiosidad científica, se plantearon realizarle la autopsia para saber qué había ocurrido con su cerebro. Y lo que encontraron fue que una parte del mismo estaba inservible, muerta. La explicación del éxito de su rehabilitación se encontraba en el hecho de que en su cerebro se habían creado nuevas vías que le permitían, aunque con mayor lentitud, suplir eficazmente las dañadas por la enfermedad.

Teniendo en cuenta los datos que obran en nuestro poder, de forma ciertamente provisional y revisable, señalaría que los factores de riesgo de deterioro al envejecer son: a) vivir en un hogar unipersonal; b) haber ejercitado y ejercitar (leer, escribir, pensar, meditar, charlar, etcétera) poco el cerebro; c) tener una red escasa o pobre de contactos afectivos con otros seres humanos (pareja, amigos, familiares, niños, etcétera); d) no practicar regularmente ejercicio físico (andar); e) no disfrutar con actividades a nuestro alcance.

Evidentemente, seguir estos consejos no ofrece una garantía universal. Personas como Pasqual Maragall, Adolfo Suárez, Ronald Reagan o Iris Murdoch es obvio que durante su vida han hecho trabajar su cerebro a plena potencia y han sido sumamente activos. Existen factores genéticos insoslayables. Lo que nunca sabremos es si en caso de no llevar una vida intelectual y social de una gran riqueza el inicio de su deterioro no se hubiera presentado a una edad más temprana.

Y esto nos conduce al segundo de nuestros interrogantes. ¿Vale la pena conocer que te encuentras afectado por una enfermedad progresiva grave, si en el momento del diagnóstico la misma se considera médicamente incurable? Durante años, mi respuesta a esta pregunta fue dudosa. Pero un día, una de mis alumnas de doctorado me indicó que deseaba llevar a cabo una investigación empírica sobre el problema y que le gustaría que la dirigiera; me dijo que disponía del apoyo del jefe de servicio de una unidad de consejo genético destinado a la atención de personas susceptibles de poseer los genes facilitadores de los cánceres de mama y ovarios. Antes de aceptar solicité poder conversar directamente con un grupo de mujeres a las que ya se hubieran realizado las pruebas genéticas y las mismas hubieran resultado positivas. Dispuse de un tiempo ilimitado para escuchar las historias de siete mujeres, muchas de ellas mastectomizadas, todas poseedoras de los genes involucrados, y para interactuar con el grupo. Fue muy enriquecedor.

La reunión disipó mis dudas. Todas sin excepción estaban satisfechas de haberse hecho las pruebas genéticas y conocer los resultados. Esta información no les permitía prevenir la aparición de nuevos cánceres, pero su percepción de control sobre la situación se había incrementado. El equipo sanitario del servicio era excelente y sabían que en cualquier momento que lo precisaran recibirían con rapidez la mejor atención posible.

La manifestación pública de una problemática personal supone, además, para el interesado, cortar de raíz las posibles secuelas y efectos secundarios de la llamada conspiración del silencio, fomentada, a veces, por familiares y amigos. La información veraz sobre nuestra realidad es dura de asimilar, pero constituye una base sólida a partir de la cual podemos seguir luchando por nuestro futuro.

Ramón Bayés, profesor emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona.