Cuando las barbas de tu vecino veas cortar

Cuando comenzaron a surgir, en la Europa del siglo pasado, los Tribunales Constitucionales, especialmente por la influencia del gran jurista austríaco Hans Kelsen, su función principal era la de defender la Constitución, garantizando así su supremacía sobre el resto de las normas jurídicas del Estado. Sin embargo, con la consolidación de la democracia constitucional, esa función primigenia fue siendo desplazada en importancia por otra que estaba también latente y que es la que con mayor frecuencia vienen ejerciendo estos Tribunales. Me refiero a la función interpretativa de la Norma Fundamental, que siendo complementaria de la anterior, ha alcanzado un enorme desarrollo en los últimos años, puesto que estos Tribunales no sólo resuelven los casos concretos de los que se ocupan, sino que a través de esta función ofrecen también un repertorio de criterios para los casos análogos que tengan que resolver los propios Tribunales, sirviendo además como pauta de actuación para los otros poderes del Estado, incluyendo, por supuesto, el legislativo.

Como digo, ésta es, en los últimos años, la tendencia que se puede detectar en los países europeos que tienen la jurisdicción constitucional asignada a Tribunales específicos, incluido el nuestro. Sin embargo, a diferencia de aquellos, asistimos en la actualidad en nuestro Tribunal a un cambio brusco de esa orientación consolidada de la función interpretativa, para volver a encarnar bruscamente la función primitiva de la defensa de la Constitución. En efecto, en los tres últimos años han llegado a nuestro Tribunal Constitucional dos cuestiones, a través de varios recursos de inconstitucionalidad, que han puesto de manifiesto que la razón principal de su existencia es la de evitar que se desmorone el orden constitucional que ha regido hasta aquí. El mero hecho de que tenga que pronunciarse sobre ambas cuestiones, nos señala que algo está fallando en nuestro actual sistema democrático y, en consecuencia, que si el Tribunal no acierta en sus resoluciones sobre estas materias tan importantes, nos hallaríamos ante una gravísima crisis institucional de consecuencias imprevistas. Pero, por el momento, respiremos, porque una de esas dos cuestiones la acaba de resolver con rapidez, eficacia y acierto total, según nos indica su reciente sentencia del 11 de septiembre, declarando la inconstitucionalidad y consiguiente nulidad de la Ley del Parlamento vasco de 27 de junio, por la que se convocaba y regulaba una consulta popular sobre la autodeterminación del pueblo vasco, y que analizaré enseguida. Por el contrario, la otra cuestión, de índole y gravedad parecidas, es la que se refiere a la presumible inconstitucionalidad del Estatut de Cataluña, según varios recursos que se presentaron hace ya la escandalosa cifra de algo más de dos años y que no han tenido todavía una respuesta adecuada, cuando se trataba del asunto más importante en toda la historia del Tribunal, porque de él, lo mismo que ocurría con el que acaban de resolver favorablemente, no depende ni más ni menos que nuestra existencia como nación y la integridad de nuestro orden constitucional.

La irresponsabilidad del Tribunal, sólo se puede explicar por una indecisión sobre la función primordial que, en este caso, debe cumplir, y que no es otra sino la de defender unánimemente la Constitución, al margen de las respectivas ideologías de sus miembros, para apartar, en consecuencia, una mera función interpretativa que no gozaría de la unanimidad necesaria. El miedo escénico tiene atenazados así a los magistrados del Tribunal, sin que se den cuenta de que cuanto más tarden en decidir, más complicadas serán las consecuencias de su resolución, salvo que se imponga, como debería ser, la función de defensa de la Constitución, sobre la de su interpretación pastelera. Volveré mas tarde sobre ello, después de analizar sucintamente la reciente sentencia del Tribunal.

La llamada «consulta» popular que patrocinaba el lehandakari Ibarretxe es un ejemplo modélico de la estulticia política y, por tanto, él sabrá por qué la adoptó, pues, por un lado, era absolutamente inútil en los términos en que se planteaban las dos preguntas y por otro era asimismo claramente inconstitucional. En primer lugar, era inútil porque se empeñó en no considerarla como referéndum, para sortear así el artículo 149.1.32 de la Constitución, que señala que es competencia del Estado. Lo que me hace recordar a aquel obispo gallego, amante de las buenas viandas, que para poder comer liebre en el periodo de Cuaresma, las hacía llamar salmones, y poder tranquilizar así su conciencia. Porque además, si lo único que deseaba era conocer la opinión de los vascos sobre el futuro de Euskadi, bastaba con encargar una encuesta a una empresa especializada. Era, pues, un referéndum, tal y como lo demuestra ampliamente la sentencia del Constitucional.

Pero un referéndum es únicamente válido si concurren, además de su necesaria legalidad, dos requisitos fundamentales: un contexto democrático y una pregunta adecuada. En cuanto al contexto democrático, el País Vasco es el único territorio de España en donde no existe libertad, en donde los miembros de la oposición tienen que ir acompañados de guardaespaldas, luego un referéndum de esta índole estaría viciado por esa falta de libertad. Y respecto a las preguntas que se formulaban eran absolutamente estúpidas, pues la primera consistía en preguntar a los electores si estaban de acuerdo en apoyar un final dialogado de la violencia, en el caso de que ETA manifieste de forma inequívoca que dejará las armas. Como nos lo demuestra ya el pasado, ETA podrá decir lo que quiera, porque después hará lo que quiera. Es lo mismo que preguntar si se está de acuerdo en que no llueva durante los domingos. La segunda versaba sobre el supuesto de que los partidos vascos, «sin exclusión», iniciaran un proceso de negociación para alcanzar un acuerdo democrático sobre la autodeterminación del pueblo vasco. Pregunta tan absurda como la anterior, porque se sabe ya de antemano que quedarían fuera de este acuerdo los partidos nacionales PSOE y PP, que no aceptan bajo ningún concepto la posible separación de España. Preguntas inútiles que no harían sino agravar aún más la tensa situación del País Vasco, que únicamente desaparecería si el PNV fuese un partido democrático y aceptase que cerca de la mitad de la población vasca, más los que han tenido que emigrar, no están por ninguna aventura secesionista. Y recordemos además que es un partido que no tuvo ningún inconveniente en firmar en Lizarra un pacto secreto con ETA, en septiembre de 1998, para poner las bases de una fantasmagórica Euskal Herria independiente. En todo caso, habría que recordarles que la verdadera autodeterminación en una democracia pasa por unas elecciones periódicas y libres, lo que todavía no existe en el País Vasco.

Pero además esa consulta era también claramente inconstitucional por los siguientes argumentos, que se exponen con toda claridad en la sentencia del Tribunal. En primer término, porque la convocatoria de un referéndum excede de las competencias propias del Parlamento vasco, según señalan la Constitución y la Ley Orgánica de las diversas modalidades del referéndum, invadiendo así una materia que es competencia exclusiva del Estado y sin cuya autorización no se puede ejercer. En segundo lugar, porque la ley del Parlamento vasco no sólo se ha extralimitado en una competencia que no tiene, sino que también ha sido aprobada con vicios de procedimiento, puesto que no se ha atenido a lo que establece el propio Reglamento de la Cámara. Y, por último, porque esta consulta era un atentado contra la Constitución que nos rige, pasando por encima de ella, «atropellándola» Sr. Ibarretxe, para adoptar unos criterios de ciencia-ficción. Así, el referéndum lo que buscaba era reformar de manera subrepticia la Constitución, a través de una ley viciada del Parlamento vasco; se basaba en la creación de un sujeto soberano que no existe, el Pueblo Vasco, puesto que la soberanía reside en el todo el Pueblo español, ya que la Constitución no admite más sujeto soberano que la Nación española, cuya unidad es proclamada por el artículo 2; partía de que existe un derecho de autodeterminación que no reconoce ninguna Constitución democrática, a diferencia de las antiguas socialistas que lo incluían como un brindis al sol: consideraba que era necesario, partiendo de un falso principio de bilateralidad, que el País Vasco celebrase con España un pacto de convivencia para el futuro.

En definitiva, la ley viciada del Parlamento vasco lo que buscaba a través del referéndum ilegal era, como dice la sentencia, una nueva «redefinición» del orden constitucional que los españoles nos dimos con la Norma Suprema de 1978. Así lo han comprendido, de manera unánime, todos los magistrados que han firmado la sentencia, confirmando que en esta ocasión la función de defensa de la Constitución ha neutralizado sus posibles discrepancias ideológicas, las cuales se hubieran expuesto sin duda alguna en una eventual sentencia interpretativa, para caer en la cuenta de que si tienen una tarea que cumplir por encima de todas, esa es la de no permitir que se acabe, de una forma u otra, con el pacto político que representa la Constitución, en tanto que norma que rige la convivencia en España.

De ahí que cuando estamos en vísperas de que se dicte la sentencia más importante de la historia del Tribunal Constitucional, esta función de defensa de la Constitución, deba imponerse a cualquier criterio interpretativo, para declarar la clara inconstitucionalidad del nefasto Estatut catalán, que busca también cambiar el orden constitucional vigente por la vía espúrea de una reforma estatutaria, cuyos origenes, políticos y legales, serán objeto de análisis en un futuro artículo.

Por eso conviene recordar aquí, como aviso para navegantes, dos significativos párrafos de la sentencia. El primero: «El respeto a la Constitución impone que los proyectos de revisión del orden constituido, y especialmente de aquellos que afectan al fundamento de la identidad del titular único de la soberanía, se sustancien abierta y directamente por la vía que la Constitución ha previsto para esos fines». Y el otro: «No caben actuaciones por otros cauces ni de las comunidades autónomas ni de cualquier órgano del Estado, porque sobre todos está siempre, expresada en la decisión constituyente, la voluntad del pueblo español, titular exclusivo de la soberanía nacional, fundamento de la Constitución y origen de cualquier poder político».

Pues bien, entre otros muchos artículos del Megaestatuto de Cataluña, recordemos, por ejemplo, éste: «Los poderes de la Generalitat emanan del pueblo de Cataluña y se ejercen de acuerdo con lo establecido en el presente Estatuto y la Constitución». No se puede decir con menos palabras, lo contrario de lo que dice la Constitución y, hasta ahora (¿), el propio Tribunal Constitucional. Por consiguiente, si los magistrados del Tribunal son coherentes, si no se quieren suicidar, y actúan como un órgano del Estado, habría que concluir, mirando al este de España, con aquello de que «cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar...».

Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.