Cuando las certezas se tambalean

Por Manuel Álvarez Tardío. Profesor de Historia Política de la Universidad Rey Juan Carlos (ABC, 03/04/06):

NO teníamos por que haber llegado hasta aquí, pero ya lo hemos hecho. Puede que se deba, como piensan algunos, a los costes que ha asumido el partido del Gobierno para que sus socios parlamentarios le garanticen estabilidad. Puede, no obstante, que tenga raíces más antiguas y que sea una consecuencia previsible de la deslealtad y la voracidad de los nacionalistas en un sistema de distribución del poder demasiado abierto y flexible. Vivimos tiempos de ruptura; pacífica y no declarada, pero ruptura con un modelo de convivencia política que unos pocos no aceptaron y otros, no tan pocos, aceptaron a regañadientes, con convencimiento de que a medio plazo podrían corregirse los errores propiciados por la voluntad de consenso y la fuerza electoral del centro-derecha.

Dicen que no, que nadie quiere cambiar la Constitución, que simplemente España es una realidad plural, de muchas identidades, que debe ser gobernada con exquisito respeto a esa pluralidad, y en especial a la de las élites políticas de Cataluña y el País Vasco. La izquierda intelectual e historiográfica se empeña en enseñarnos que la idea de nación es una invención; un artificio diseñado que no debemos sacralizar, un invento que podemos cambiar a nuestro antojo según las circunstancias políticas, sin que eso afecte al pilar de la soberanía sobre el que descansa la Constitución.

Tratan de convencernos, además, de que la reacción conservadora ante el nuevo estatuto catalán es fruto de una mala digestión de las reglas de la democracia, una ofensa a la pluralidad de intereses y sentimientos que conviven en España. Al parecer, los conservadores se han empeñado en idealizar el 78, haciendo de la transición una referencia para el inmovilismo.

Los conservadores, mientras, observan atónitos lo que ocurre a su alrededor. Aferrados a los principios constitucionales y convencidos de que la España autonómica ha sido un hecho positivo e irreversible, reiteran las reglas básicas que en buena lógica deberían ser tan incuestionables. Seguros de que ellos no se han movido de la posición política constitucional, liberal y reformista que les permitió refundarse y convertirse en un partido de gobierno, se desconciertan ante una realidad política que no les trata como esperaban. Para su sorpresa, les llaman antidemócratas, les reprochan que estén polarizando la vida política y llegan a acusarles de golpistas. No entienden nada; no comprenden que su lealtad institucional y su mano tendida al pacto sean contestadas con desprecio, y se dividen ante la opción de responder airadamente y elevar el tono de la crítica, o mantener las formas y seguir demostrando moderación y prudencia. No quieren creer que todo lo que les desconcierta y sorprende vaya a terminar del modo que sospechan; prefieren la certidumbre del presente más cercano, la poca certidumbre que les queda. Nada importante ha cambiado por el momento: esa es la ilusión en la que es mejor manejarse a la espera de acontecimientos; seguridad minúscula, rentable a corto plazo.

La vida política española, sin embargo, está cambiando a un ritmo tan acelerado que es casi imposible asimilar lo que ocurre a nuestro alrededor. Los dirigentes del PP lo saben, pero les cuesta asimilarlo. Es comprensible; no pueden eliminarse de un plumazo todas las certidumbres sobre las que descansa nuestra conducta social; hemos de creer, con razón, que las reglas y las convenciones permanecerán aunque el cielo prometa tormenta; necesitamos creerlo para seguir actuando como si nada estuvieran cambiando. La democracia impone una regla que para los partidos con posibilidades de gobierno puede ser una trampa: el acceso al Gobierno pasa por ganar unas elecciones, y si son las inmediatamente próximas, mejor que mejor.

No alejarse demasiado del centro político, presentarse con un discurso moderado y reformista, no contribuir a crispar la vida política, evitar ser identificado por el electorado como una opción reaccionaria, es una estrategia comprensible y natural. Que el PP mantenga esa posición entra dentro de la lógica. Sin embargo, la aceleración del cambio político al que estamos asistiendo quizá empiece a requerir de una digestión alternativa y complementaria. La modificación de gran parte de los supuestos en que se fundaba nuestro análisis de la política está acelerándose, con consecuencias que van a cambiar el tablero en el que habrá que disputar las próximas partidas electorales.

Hay razones para defender los principios que hasta ahora nos habían ayudado a tomar decisiones y articular la alternancia. La reducción del Estado a su mínima expresión es resultado de un proceso más largo que ahora está siendo llevado, queramos verlo o no, a su expresión máxima posible. El problema que se avecina no es tanto si el Estatuto será o no constitucional sino la respuesta que el resto de las comunidades autónomas darán a este proceso de vaciado del poder central y los instrumentos que al final, cuando todas reclamen lo suyo, quedarán en manos de cualquier gobierno nacional para poder ejecutar la tareas mínimas que sólo un Estado moderno bien armado y dotado puede cumplir. En ese sentido, tomar conciencia del problema que se planteará en el momento en que se produzca la alternancia es fundamental para comprender que, sin perder el centro, el desafío no consiste tanto en ganar de cualquier manera las próximas elecciones, como en diseñar una estrategia que permita tener nuevos parámetros para hacer política nacional en un sistema y un Estado que, guste o no, están dejando a marchas forzadas de ser lo que fueron.

Tras más de veinticinco años de democracia impecable y una descentralización intensa y generosa, las pretensiones de los nacionalismos, lejos de moderarse y acomodarse al sistema, se han extremado; habrá que empezar por tomar buena nota de esto y del modo en que su intervencionismo antiliberal les acerca al centro-izquierda y busca excluir y desorientar al PP.