Cuando las palabras engañan

En los tiempos que corren, de bullicio mediático, escamoteo continuo del lenguaje y eslóganes políticos, uno sólo aspira a llegar al final del día sin que hayan insultado demasiado a su maltratada inteligencia. Pero pocas veces lo consigue, porque, a poco que encienda la televisión, abra las páginas de un periódico o conecte fugazmente la radio, encontrará a alguna mente privilegiada dar lustre con su ingenio a la preocupada ciudadanía, ésa que le paga su escaño y además tiene que aguantar un rosario, infumable, de ocurrencias sin sustancia.

Y nos insultan, vaya si nos insultan, cuando no dicen las cosas por su nombre y propinan dosis de lenguaje políticamente correcto -ese invento postmoderno- para burlar la realidad. Así nos va. Enmascarando la verdad con palabras vaporosas, amables y aparentemente neutras, vamos alejándonos de los problemas, que es la mejor manera de amplificarlos.

Pere Navarro, nuevo líder del PSC, ha inoculado en la actualidad española el último virus lingüístico, la última ocurrencia idiomática, la nueva trampa terminológica al decir que su partido está dispuesto a aceptar el «derecho a decidir» de los catalanes. ¿Por qué lo llaman derecho a decidir cuando quieren decir, simple y llanamente, autodeterminación? Ganarían mucho los políticos si se atrevieran a contarnos la realidad con más nombres y menos apellidos, con más claridad y menos bruma terminológica. Pero como no lo hacen, el bullicio de palabras que precede a la sordera más absoluta inunda nuestros oídos para transformar «autodeterminación» en «derecho a la decisión», «independencia» en «los resortes propios de cualquier Estado», «privilegios fiscales» en «pacto fiscal»… y así hasta el infinito, pues son muchos los ejemplos que pueden buscarse, y encontrarse, en esta España hecha jirones.

Quítense los ropajes dialécticos, derríbese tanto trampantojo de palabras para hablar con claridad de lo que cada uno quiere, y así sabremos los ciudadanos a qué atenernos. Y explíquennos, por favor, qué es eso de autodeterminarse, cuáles son los problemas legales que habríamos de sortear y dónde se colocaría en el mundo una Cataluña independiente (sí, independiente, porque no otra cosa es buscar para aquellas tierras «las estructuras propias de cualquier Estado»).

Pero, ay, si las fachadas se derribaran quedaría la realidad cruda. La diamantina dureza del concepto, que diría Pedro Salinas. Sólo entonces comprenderíamos que en un Estado donde la soberanía es de todos los españoles (y no sólo de una parte), la «autodeterminación» no es un derecho, sino un delito; sólo entonces seríamos capaces de ver que en un mundo globalizado, donde los problemas no son nacionales, sino transnacionales, apostar por la independencia del terruño es una torpeza trufada de anacronismo. Y es que si primaran más los argumentos que los eslóganes, la gente acabaría entendiendo que una Cataluña separada de España quedaría fuera de la Unión Europea, aislada del presente y huera de futuros.

Pero no, Pere Navarro quiere que los catalanes decidan, como si no decidieran ya sus gobiernos y sus leyes; como si los catalanes fueran menores de edad o súbditos sometidos a una potencia extranjera -he aquí un claro ejemplo de cómo se alimenta, desde fuera, al discurso nacionalista- que les aplasta y les impide ser libres. El único déficit de libertad que la población catalana ha sufrido en estos 30 años de democracia es el provocado por unos gobiernos nacionalistas que, controlando con mano de hierro la educación, han inculcado, generación tras generación, el odio a España. Eso sí es un proceso de nacionalización, eso sí es falta de libertad, eso sí es aplastamiento de la pluralidad ideológica. Y de aquellos polvos totalitarios vienen estos lodos secesionistas.

Ya sabemos que la izquierda española hace tiempo que dejó de ser izquierda y, sobre todo, que dejó de ser española. Ya sabemos que la derecha democrática de este país no se atreve a defender una idea moderna y unida de España por miedo a que la tachen de franquista. Ya sabemos que el nacionalismo vasco, y el catalán, han utilizado las contradicciones del sistema -una ley electoral injusta, por ejemplo- para aprovecharse de él, agrietándolo desde dentro. Y ya sabemos que nos equivocamos en la Transición, sí, que nos equivocamos al ofrecer un café para todos que acabó convirtiéndose en la barra libre del dispendio y el derroche, sin freno, de dinero público.

No hace falta ser un avezado analista político para darse cuenta de tanto desajuste, y tampoco una mente privilegiada para diagnosticar la difícil salida a esta crucial bifurcación de caminos que la actualidad nos plantea. La deslealtad nacionalista, la calculada ambigüedad -cuando no colaboración, véase el Tripartito catalán- de la izquierda con respecto al separatismo y los complejos de la derecha han introducido al Estado en una lógica centrífuga quizá imparable.

Pero lo peor de todo es que, ante los problemas, nuestra clase política juega a inventarse términos para enmascarar conceptos. Y así, insultando nuestra inteligencia, cada palabra esconde una trampa mientras España descarrila.

Alfonso Pinilla García es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura.

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