Cuando lo que alarma es el estado

Ahora que, al cabo de 33 años de ser el boxeador más joven de la historia en obtener, con 20 años, su primer título mundial de los pesos pesados, Mike Tyson se prepara para regresar a los cuadriláteros para participar en exhibiciones benéficas, cabe recordar lo que dijo este doble campeón tan feroz dentro y fuera de las 12 cuerdas: «Todo el mundo tiene un plan hasta que le meten un directo a la mandíbula». Fue lo que le acaeció el miércoles al presidente Sánchez.

De hecho, hubo de apañarse en 72 horas un plan B para que no descarrilara la cuarta prórroga del estado de alarma y no perder sus potestades. De paso, evitaba besar la lona por el doble crochet de derechas e izquierdas. Se mantuvo en pie merced a la esperada asistencia in extremis del PNV –nada más recibir, eso sí, un pago extra de la iguala suscrita desde que dejó caer a Rajoy para aupar a Sánchez en La Moncloa– y al inesperado auxilio de Cs, cuya nueva líder, Inés Arrimadas, discurseó como si fuera a decirle que no para darle finalmente un piadoso sí que apunta a un cambio de estrategia de una formación que interioriza la campaña socialista contra su antecesor y fundador del partido, Albert Rivera.

Cuando lo que alarma es el estadoDe hecho, éste no tuvo por menos que expresar su público desacuerdo retuiteando el artículo publicado esa mañana en EL MUNDO por el administrativista Andrés Betancor en el que argüía que ya no era necesario prolongar el estado de alarma para adoptar medidas restrictivas contra el Covid-19. Pero sí para el despotismo de un Gobierno incapaz, al cabo de 60 días 60 de excepcionalidad, de adoptar medidas epidemiológicas que permitan una normalización de la vida ciudadana en el país con el más alto porcentaje de muertos del mundo y con el mayor número de profesionales sanitarios infectados.

Al no quedarle otra que dar su brazo a torcer, Sánchez evidenció la falacia de que no existía alternativa al trágala que quiso imponer al montón de fuerzas parlamentarias tras su alocución televisiva del sábado en el que volvió a apelar al sofisma de «yo o el caos». Mucho más cuando él mismo ya resolvió por su cuenta y riesgo este dilema tras las elecciones plebiscitarias de noviembre de 2019 en las que se dejó tres escaños. Después de disimular el fiasco electoral convirtiendo en extraño compañero de cama al mismísimo Pablo Iglesias al que repudió porque le producía literalmente el «insomnio», Sánchez reveló ser, en realidad, «Yo, el caos».

Hasta infectarse con el virus del populismo, las democracias reaccionaban contra las derivas autocráticas y cesaristas de sus gobernantes, aunque provinieran de estadistas como Charles de Gaulle. Cada vez que le preguntaban a éste si su ausencia originaría el enorme vacío que preveían sus compatriotas, el héroe de la Francia contemporánea replicaba: «No se producirá vacío alguno… Si acaso habrá un gran llenazo».

Pero pocos dudaban de que anhelaba perpetuarse en El Elíseo. Por eso, cuando con su képi por corona y su espadón por cetro, aquel monarca republicano convirtió en un plebiscito cuasi existencial de «o yo o el caos» el referéndum de regionalización de la jacobina Francia de 1969, sus compatriotas concluyeron que había que bajarle del pedestal. Supuso el adiós definitivo de quien admitiría que «el poder es la impotencia».

Al volverse contra él como un bumerán su chantaje, Sánchez hubo de hacer concesiones para seguir con las prerrogativas de un estado de alarma –en realidad, un estado de excepción encubierto– que se emplea en blindar las incompetencias y negligencias en la gestión de la epidemia. Asimismo, se vale de estas atribuciones privativas para, aprovechando la cautividad ciudadana y de sus instituciones, acelerar el programa común del Gobierno socialcomunista y socavar el régimen constitucional franqueando un nuevo orden bajo el sello de «nueva normalidad».

Así, simples órdenes ministeriales subvierten leyes y desvirtúan instituciones –desde el CNI al padrón municipal, pasando por la Guardia Civil o el CIS–, mientras se multiplican los altos cargos en ministerios que antes fueron direcciones generales y que parasitan paniaguados sin currículo que suplantan al funcionariado sorteando la legalidad. Ni que decir tiene que ello trenzará una malla reglamentista que prohibirá esto y perseguirá aquello hasta asfixiar a los ciudadanos en una burocracia obstinada en quitarle a cada cual su medio de vida y exponiéndole a cualquier atropello sin poder que le ampare en su legítimo derecho. Como si no admitieran más ley que su voluntad, vulneran la Constitución con la excusa de una pandemia que, siendo sanitaria, pone las bases a un nuevo autoritarismo con el acelerador del miedo de la gente.

En su sobreactuación, Sánchez simulaba ser Sansón asido a las columnas del templo rugiendo: «¡Muera yo con los filisteos!». Pero, obviamente, él no estaba dispuesto a suicidarse ni a liberarse de los filisteos que lo erigieron jefe de Gobierno. Una mera estratagema para seguir revestido de esas facultades magníficas frente a quienes se oponían a su ambición cesarista y a los que amenazaba con endosarles los muertos venideros –ergo, él asumía como propios los casi 40.000 fallecidos oficiosos que se llevan registrados, enjuagues estadísticos aparte del doctor Simón–, así como la suspensión de las ayudas contra sus secuelas.

No obstante, Sánchez salió bien librado del envite al sacar adelante con retoques la declaración de alarma con la respiración asistida de Cs y el abono extra al PNV, pese al resquebrajamiento que pareció registrarse de su entente con ERC. El voto en contra de los de Junqueras hay que relativizarlo y contemplarlo como un volapié para no perder la cara frente a Puigdemont y Torra por el liderazgo del independentismo. De hecho, Sánchez no tuvo reproche alguno para ellos en contraste con el menosprecio que mostró con el gesto de Arrimadas y con Casado que, absteniéndose, refrendó implícitamente el estado de alarma.

Para desgracia de España, Sánchez no es un político de acuerdos y consensos, salvo aquellos que le permitan atesorar poder. Quien fracturó su partido no va a tener ambages ni pudores para suministrar la misma medicina al rival. Como entiende que el fin justifica los medios, su estrategia ha sido siempre dividir la sociedad y enfrentarla. Lo hizo para tomar el poder e igualmente para sostenerse. En este sentido, si usa la pandemia para arrogarse atributos de César, también aprovechará la postpandemia para hacer lo propio mediante un plan de reconstrucción en el que, lejos de favorecer tan siquiera la apariencia de gran acuerdo nacional –de nuevos Pactos de la Moncloa los catalogó–, ha ido al copo de la comisión creada en las Cortes. Para ello, ha situado como presidente a un apparatchik socialista como Patxi López, lehendakari con los votos del PP para luego despreciarlo buscando acercarse al PNV, y como vicepresidente a Enrique Santiago, secretario general del PCE y asesor de los terroristas de las FARC colombianas, lo que ya anticipa la andadura de la misma.

Todo advierte que se corrobora lo predicho por Napoleón de que, si quieres solucionar un problema, nombra un responsable; si deseas que perdure, designa una comisión. En Italia, el presidente Conte ha designado un ejecutivo de prestigio mundial como Vittorio Colao, ex consejero delegado de Vodafone y de RCS, para encabezar un comité de primer nivel que halle una salida a la crisis sanitaria y económica. Aquí, se fía a una diputación que, con artífices como López y Santiago, manufacturará un indigesto e impracticable mamotreto que dormirá el sueño de los justos.

De esta guisa, España tendrá, en efecto, una recuperación, como dice la vicepresidenta Calviño, en V asimétrica, esto es en L. Si López cuando le inquieren en la radio sobre el principio de Arquímedes responde que depende de a cuál de ellos se refiere el periodista, hay que entender que España, tras el milagro económico de los 60 y del milagro político de los 70, subsistirá de milagro en tales manos.

Ante tal evidencia de hechos, diera la impresión de que la oposición prefiriera ignorar la realidad para no tenerla que afrontar en toda su crudeza. Es el caso de Casado, pero también de Arrimadas. No pueden desplegar los brillantes alegatos –cada uno en su estilo– que entonaron para desenmascarar los planes de Sánchez y luego abstenerse el uno y votar a favor la otra. Al renunciar Casado a rematar su arenga en conformidad con el sentido de la misma, aparentó dejarse amedrentar por el aparato que propaganda del Gobierno y eso es muy mala señal.

Se dirá que no lo tenía fácil acertar, pues como en el juego de las siete y media corría el riesgo de pasarse o quedarse corto y que, ante esa eventualidad, optó por pecar de lo segundo. Se entiende. Pero, a este paso, siempre estará a la defensiva, sometido a la política de achique de espacios –valga el símil balompédico– que le tracen los demás.

Seguramente, a Aznar le temblarían las piernas cuando subió al ambón y le espetó al otrora todopoderoso presidente su «váyase, señor González». Empero, fue señal inequívoca de que había una oposición que, con sus rémoras y limitaciones, presentaba sus cartas credenciales para gobernar y esa resolución la apreció el electorado, así como todo el país, para no resignarse al caudillismo felipista ni consentir sus abyectos niveles de corrupción. No se trata de decir no y no y qué parte del no no ha entendido, como Sánchez a Rajoy, pero un líder político tiene que saber decir no. Mucho más cuando un estado de alarma deriva en un Estado que alarma por su deriva autoritaria.

Es verdad que, cuando Casado mostró el arrojo que ahora se le demanda para ser inesperado presidente del PP, no era tanto lo que se jugaba, pero la hora española no está para eternas promesas. Si a los toreros los hace el ganado y la plaza, Casado debe estar a la altura de ambas exigencias.

No es fácil empresa, desde luego, dada la fragmentación del centro derecha que le legó Rajoy dejando que el tiempo hiciera lo que él no estaba dispuesto a hacer, pues ello favorece las pretensiones de cambio del sistema de Sánchez. Tampoco Aznar recibió la mejor herencia de Fraga y supo refundar Alianza Popular y refundarse él mismo. Lo importante es saber dónde marchar y estar resuelto a hacerlo. Que mire a su alrededor y verá cómo es así para algunos correligionarios que asumieron sus altas encomiendas cuando él ya se aposentaba en el despacho principal de Génova, 13.

Ello obliga a Casado a conducirse por la calzada atendiendo a ambos espejos retrovisores para observar a Vox y Cs, pero ello no debe ensimismarle e impedirle mirar hacia adelante. Es verdad que la capacidad compulsiva de plantear iniciativas testimoniales de Vox, como la última de auspiciar una moción de censura, sabotean cualquier posibilidad en este sentido del PP para no ser acusado de seguidismo, o de Cs, ofreciéndose a negociar con un PSOE al que ya debiera conocer por su devenir en Cataluña con el nacionalismo o en toda España con Podemos. Pero, como no reaccione, Casado acabará emparedado para deleite del Gobierno, que usa a Vox para debilitar al PP y retroalimentar a sus votantes, y que jugará con Cs para romper sus gobiernos de coalición con los populares y usarlo de señuelo para que el soberanismo apoye sus leyes y presupuestos.

Cuesta entender esta maniobra de Arrimadas salvo que quiera cargarse de razón y devolver a Sánchez la trastada de la campaña electoral de noviembre. Cuando achacó a Rivera no querer transigir con él para aparentar moderación y ocultar sus subterfugios con quienes le llevaron a La Moncloa para luego destaparse el pastel nada más dimitir quien había profetizado el «gobierno del pánico» que acabaría formándose.

No es cosa que un partido liberal y antinacionalista queme las naves para constituirse en estúpido compañero de viaje del Gobierno socialcomunista al modo del Partido Campesino Polaco que el comunismo de ese país usaba para dar apariencia de pluralismo y libertad en su propaganda exterior. Sería salir de Herodes para entrar en Pilatos.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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