Cuando los muertos despertemos

El padrecito Stalin, con 20 millones de víctimas sobre su conciencia, sentenció cínicamente que, mientras que una muerte es una tragedia, un millón es estadística. El sucesor de Lenin olvidaba que ese millón de cadáveres encerraba un millón de tragedias, como apostilla el gran escritor británico Martin Amis en su estremecedor Koba, El Terrible, donde recrimina la complicidad de la izquierda totalitaria –entre ellos, su padre– con las atrocidades del sátrapa. Atendiendo a la dolorosa invisibilidad de los casi 12.000 fallecidos oficialmente en España por el coronavirus, recobra lúgubre vigencia el aforismo estalinista. Más cuando las víctimas de la pandemia agonizan en soledad y en soledad son sepultados envueltos en una mortaja de ausencia bajo el mármol frío del Registro.

En la mayor mortandad en España desde la contienda de 1936, estos difuntos invisibles están desaparecidos de la pantalla –como si no existieran–, al igual que los causantes de la masacre islamista de Nueva York del 11-S de 2001 no aparecían en la película World Trade Center, de Oliver Stone, donde retrataba a unos héroes ciudadanos luchando contra un atentado que parecía cosa de las fuerzas de la naturaleza. De hecho, el Gobierno no ha tenido el decoro de declarar duelo oficial y situar a media asta las banderas de los edificios públicos. Un menosprecio paliado en parte con el tañido de las campanas de las iglesias a la hora del Ángelus y los acordes del Adagio for Strings, de Samuel Barber, entonado en el homenaje a los caídos del 11-S, que se hace resonar en Madrid desde el kilómetro cero de una huérfana Puerta del Sol.

Por eso, pese a unos repiques que doblan por todos y cada uno de nosotros, como invoca el poema de John Donne que da título a la novela de Hemingway sobre la Guerra Civil, y a esos compases afligidos como lágrimas, hay que exclamar, como en la rima becqueriana: «¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!». Cuando concluya este desigual combate, habrá que homenajear a estos compatriotas a los que la pandemia mató y cubrió de anonimato, junto a quienes se jugaron la vida –y la perdieron– socorriéndolos.

No en vano, se les quiere convertir en invisibles e inapreciables como moléculas. Abonando la apreciación de Stalin, el premio Nobel de Economía de 2005 Thomas Schelling, autor de La estrategia del conflicto, ya verificó como la conmoción que origina una tragedia no estriba tanto en el número de damnificados como en su personificación, lo que lleva a distinguir entre «una vida individual y una vida estadística». Ello propicia lo que se da en llamar «el efecto de la víctima identificable», esto es, «si miro a la masa, no actuaré; si miro a uno, lo haré», dicho sea en palabras de la Madre Teresa de Calcuta.

En función de ello, hace cinco años, el ineludible sacrificio de Excalibur, el can de la auxiliar de Enfermería contagiada de Ébola, agitó aparentemente más a la opinión pública, amén de auspiciar un tropel de peticiones de dimisión tanto de Rajoy como de su ministra Mato, que esta masacre que ha convertido a España, en proporción a su población, en el primer país del mundo en tasa de letalidad y de infección de su personal sanitario al azar de una ruleta rusa con bastantes balas en el tambor. A este paso, hogaño como antaño, España puede apellidar esta pandemia engendrada en China como acaeció, pese a brotar en Kansas, con la peste negra de 1348 que acarreó 50 millones de fenecidos.

De igual modo que el barquinazo de la Armada Invencible no cupo achacarlo en exclusiva a «los elementos», según la frase atribuida a Felipe II, la espiral destructiva del Covid-19 tampoco puede cargarse en el debe de una sanidad modélica en muchos aspectos. Esa responsabilidad compete primordialmente a unos gobernantes que, en cinco días de febrero (3, 11, 13, 24 y 27, como ha revelado EL MUNDO), actuaron de manera negligente. Decían que no se podía saber lo que, en verdad, conocían y sobre lo que mentían por conveniencia haciendo ahora chistes sobre el capitán A Posteriori o «después de visto, todo el mundo es listo», como repite Celaá, como si estuviera en el patio del colegio de la infancia.

Después de que la OMS declarara la emergencia y reclamara a todos los países una vigilancia activa, hicieron oídos sordos a esos cinco llamamientos para pertrecharse de cara a lo que se venía encima y que ya se apreciaba en Italia. A este propósito, Baltasar Gracián observaba: «Lo fácil se ha de emprender como dificultoso, y lo dificultoso como fácil; allí porque la confianza no descuide, aquí porque la desconfianza no desmaye». Pero a la presuntuosa y despreocupada cigarra se le echó encima el coronavirus y le pilló con el botiquín vacío. Cuando ha reaccionado, ha llegado tarde y mal, siendo estafada en China o siendo requisados sus aviones con material en Turquía.

Todo por salvar la marcha del 8-M por exclusivos intereses políticos e ideológicos, lo que permitió la propagación de la epidemia al permitir actos de toda laya. Craso error del que siguen sin arrepentirse. Con la información que disponía el Gobierno, entrañaba una temeridad autorizar esa celebración callejera que suponía darse de bruces contra la realidad, pero las autoridades se condujeron con mayor obstinación incluso que el célebre regidor de Tarazona. Cuando el sacristán que guiaba la procesión ordenó retroceder para no chocar con una tapia que se interponía en el itinerario, el edil, que cerraba el séquito, terco como una mula, lo cortó en seco y, al grito de «¡Tarazona no recula, aunque lo mande la bula!», mandó saltar el muro con insignias y estandartes. Ni qué decir tiene que no cabe correlación en sus consecuencias entre la imprudencia criminal de los (h)unos y la borriquería de aquel monterilla.

Lo cierto es que, al tiempo que se negaban a dar marcha atrás a la convocatoria del Día de la Mujer, el Gobierno le mentía a la gente y los broncanos de la causa corearan cual hinchas: Coronavirus, oé para desviar la atención, como la orquesta del Titanic. De igual guisa, la televisión oficial da, a veces, el número de muertos del Covid-19 parodiando a los niños del colegio de San Ildefonso repartiendo los premios de la Lotería de Navidad. Entre tanto, el director de Emergencias y Alertas Sanitarias, Fernando Simón, cual guiñol del Gobierno, despreciaba el uso de esas mascarillas que ahora se hacen exigibles y que los propagandistas gubernamentales emplean, no para cubrirse boca y nariz, sino los ojos como caballo de picador.

Esa ceguera voluntaria favoreció que la infección se generalizara con un saldo de pérdidas humanas que sólo se podrán evaluar cuando se compare con la cifra interanual de defunciones. A este respecto, cabe argüir lo dicho por Benjamin Disraeli, en frase colgada a Mark Twain, de que las falsedades pueden clasificarse en mentiras, grandes mentiras y estadísticas. El Gobierno ha empleado a mansalva estas tres variantes. No sólo ahora, sino antes de constituirse para ganar las elecciones y luego para formar el Gabinete de insomnio que el doctor Sánchez, ¿supongo? negó más veces que San Pedro hizo a Jesús antes de que cantara el gallo. El problema no es que mientan, sino que hay ciudadanos que se creen sus mentiras y las votan. En este sentido, ¡cuán juiciosas resultan las palabras que Shakespeare pone en boca de Casio en su Julio César: «La culpa no está en las estrellas, sino en nosotros mismos».

Así, en vez de capear el temporal, el Gobierno ha adentrado a la sanidad en la tempestad hasta hacerla zozobrar. En su desmaña, el ministro Illa, el filósofo catalán aterrizado a la Villa y Corte para ser ministro para las relaciones con el independentismo dadas las escasas atribuciones de una cartera a las que este imprevisto ha convertido en letal, rememora al infausto Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia, eficiente administrador, pero sin experiencia naval alguna, hasta el punto de que se mareaba al subir a una nave. «Sin ser hombre de mar ni de guerra», según propia confesión, Felipe II le encomendó la desatinada expedición contra Inglaterra al enfermar de tifus Álvaro de Bazán, el héroe de la batalla de Lepanto.

No obstante, pese a sus advertencias, el monarca estaba convencido de que todo debía salir bien puesto que aquella Armada «era cosa de Dios». Pese a aquel desastre sin paliativos que llevó al soberano a escribir que quería morirse, Felipe II no sólo no tuvo reproche alguno para quien, con imperturbable contumacia, le encomendaría nueve años después la defensa marítima de Cádiz entrando la flota anglo-holandesa a su antojo en la bahía, lo que remacharía el definitivo declive del imperio español.

No es tanto que el Gobierno esté siendo derrotado por «los elementos», sino que, tras acreditar su incompetencia y negligencia, agrava las desgracias de los españoles haciendo gala de una soberbia rayana en la estulticia. Nada nuevo bajo el sol. Transita por la senda de Zapatero en 2008 cuando, disponiendo de todos los datos sobre la hondura de la crisis, prefirió adentrarse en aguas turbulentas hasta capotar la nave, cuya bodega ya había desabastecido buscando su reelección. Timonel de secano, fiado a su buena estrella, maniobró como si la tempestad se pudiera capear con huera palabrería.

Frente a gobernantes más cautos que buscaban abrigo en puerto seguro, Zapatero actuó con la arrogancia engreída de quien cree saberlo todo por haber recibido un par de lecciones de economía. Náufrago de su propia desdicha, fue consumando la desgracia de España hasta la noche de Walpurgis del 10 de mayo de 2010 en el que la UE intervino de facto la economía patria para que no arrastrar al euro. Tratando de llevar a España al corazón de Europa, la relegó al patio trasero.

No sólo se fue de rositas y con altos galardones pensionados, en vez de sentarse en el banquillo como su colega islandés por quebrar al país escandinavo, sino que ahora retorna como padre padrone del Gobierno de cohabitación de socialistas y neocomunistas, donde viaja con billete de primera clase, pese a cultivar su apariencia de polizón, Pablo Iglesias, tras dejar una lápida que enterró en deudas a un país al que le costó Dios y ayuda sacar la cabeza del agujero en el que se la quiere volver a meter.

A la par, aprovechando el estado de alarma, el líder de Unidos Podemos, blandiendo un supuesto «escudo social» que socialice la pobreza al modo de Venezuela, alienta una estrategia que puede llevar a los confinados a lamentarse como Melibea en La Celestina: «¡Qué pequeña tengo mi libertad!».

Ojalá se ponga freno al desvarío por parte de unos españoles capaces de entender que hay que desadormecer a una sociedad cloroformada y anestesiada. Por eso, «cuando nosotros, los muertos, despertemos» –título de la obra-epílogo del dramaturgo noruego Ibsen–, si es que se produce ese despertar, se puede poner remedio a esa suma de incompetencia y negligencia que se ha llevado de entre nosotros a miles de conciudadanos. «Desde que el mundo es mundo –escribe Shakespeare, a modo de maldición– ha habido crímenes atroces. Pero antes el muerto, muerto se quedaba. Ahora las sombras vuelven y nos arrojan de nuestros sitiales». Habrá que ver dijo el ciego.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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