Cuando los políticos se inventan el pasado

Por Jose María Marco, historiador (EL MUNDO, 30/03/05):

Hay culturas en las que la memoria y la continuidad tienen poco valor. En el mundo árabe musulmán un cambio de dinastía traía aparejada la destrucción de todo lo que recordara a la anterior.Por eso en el Norte de Africa y en Oriente Próximo no hay prácticamente recuerdos históricos de épocas previas a las últimas dinastías reinantes. No ocurre lo mismo en España. Los españoles respetaron una parte importante del legado musulmán. En ningún sitio como en España se conservan tantos restos árabes, ya sean fortificaciones, palacios, recintos sagrados e incluso algo tan difícil de preservar como los jardines. Hasta ahora los españoles hemos pertenecido a la cultura occidental y teníamos la sensibilidad que se requiere para sentirnos parte de una Historia que da sentido a la propia existencia y requiere del esfuerzo de todos para no caer en el olvido.

Una de las ciudades del mundo en las que más se percibe esta preocupación por la Historia es Washington. Está dedicada a la memoria, al recuerdo del pasado y al homenaje a los que murieron por su país. Estados Unidos es uno de los países más jóvenes del mundo. Pero en ningún otro sitio como en Washington se siente la presencia de un pasado vivo, actual. Los textos de los fundadores de la nación, escritos hace dos siglos, se citan como si se hubieran publicado en el periódico del día. La gente acude al cementerio de Arlington o al Memorial dedicado a Lincoln con respeto y devoción religiosa. Conviene recordar que en Estados Unidos la institución que se ocupa del patrimonio es una fundación privada, no una agencia estatal: la memoria pública no está en manos del Estado.

No siempre la memoria tuvo tanta relevancia. Cuando se fundó la ciudad de Washington a finales del siglo XVIII, incorporó una ciudad preexistente, un puerto llamado Georgetown en homenaje al rey Jorge II de Inglaterra. Los responsables del diseño de la nueva ciudad no resistieron la tentación de intervenir en la Historia y castigaron a Georgetown sustituyendo los nombres tradicionales de las calles por números y letras. Otras veces las intervenciones en el espacio público son debidas a necesidades económicas o urbanísticas. Por volver a nuestro país, buena parte de las plazas del centro de Madrid son antiguos conventos nacionalizados y derribados en el siglo XIX, cuando la revolución liberal. La que una vez se llamó plaza del Progreso, hoy Tirso de Molina, se abre donde estuvo el convento de los Mercedarios. El Congreso de los Diputados se levantó en el solar de otro convento y los senadores, más prácticos, ocuparon otro. La antigua sala de reuniones del Senado, que se sigue utilizando, fue una iglesia y se nota.

El gusto prevaleció a veces sobre el recuerdo. Los clasicistas del siglo XVIII abominaban del espíritu oscurantista y gótico de las edades medievales y reformaron fachadas, ornamentos y templos enteros. En otras ocasiones el sentido de la Historia se perdió. Se puede uno figurar lo que debía ser Roma en el siglo VIII, cuando los monumentos de la ciudad que dominó el mundo aún estaban en pie, vacíos, testigos de un pasado que sólo unos pocos entendían. Acabaron convertidos en una gran cantera, como buena parte de los restos romanos de todo Occidente.

Esa destrucción respondía a la ignorancia y a la indiferencia. Luego se han producido otras destrucciones intencionadas y simbólicas, en general inducidas por cambios religiosos o políticos. Los puritanos iconoclastas ingleses del siglo XVII se empeñaron en destruir todas las imágenes religiosas a su alcance. Su fanatismo no llegó en muchos casos más allá de los tres o cuatro metros de alto, y en algunas iglesias británicas sobreviven las imágenes labradas a más altura. La II República española cambió los nombres de las calles y algunos símbolos. Como una actual comisión ministerial de nombre interminable y totalitario, quiso cambiar los escudos y los signos del Estado hasta entonces monárquico. Ni tuvo tiempo ni puso mucho empeño. La III República francesa, en cambio, llevó a cabo todo un programa para que los valores republicanos quedaran bien inscritos en el espacio público. Sus antecesores, los revolucionarios del siglo XVIII, habían saqueado Versalles para vender los muebles y los objetos decorativos. El mercado occidental quedó inundado de mobiliario francés de calidad.

Hubo quien soñó con demoler El Escorial y los mismos que pillaron Versalles arrasaron la basílica de Saint Denis, donde descansaban los restos mortales de los reyes de Francia. Destrozaron los monumentos y dispersaron los restos. Es una visita obligada para quien quiera comprender por qué los europeos, a diferencia de los norteamericanos, están atascados desde entonces en el intento imposible de romper con su propio pasado y reinventar obsesivamente lo que fue. Los medios técnicos del siglo XX y la invención del totalitarismo en suelo europeo dieron a nuestros mayores la ocasión de practicar a lo grande lo que hasta ahí había sido un intento un poco artesanal. Hitler estuvo a punto de construir un Berlín nuevo. Iba a borrar cualquier rastro de la despreciable religión cristiana y la repugnante cultura semita para escenificar la apoteosis clasicista de la superioridad aria. Más tarde, en el Berlín oriental, los comunistas demolieron lo que quedaba del Palacio Imperial prusiano.

Cuando estos delirios se acaban -aunque no se acaban las tentaciones porque, una vez inventado, el totalitarismo se ha quedado para siempre entre nosotros-, la gente, las sociedades y sus gobernantes suelen verse impulsados a borrar de la memoria un recuerdo siniestro.Todos recordamos momentos de alta intensidad emocional y simbólica, como el derribo de las estatuas que simbolizaban el totalitarismo soviético. La devastación causada por los bombardeos aliados facilitó las cosas a la nueva Alemania después de la guerra.Los italianos conservaron los edificios -también los alemanes, como en Múnich- y cambiaron los símbolos, aunque los adornos fascistas siguen visibles. Pero también en esto de la memoria del totalitarismo hay clases. Los símbolos comunistas se toleran e incluso se aplauden; no así los nazis.

Pasado el brote primero, el periodo que se quiere olvidar suele ser considerado un paréntesis en la continuidad histórica. Se pasa entonces a recuperar ésta y reescribir la Historia en el espacio público, ahora desde más atrás. Los moscovitas han reconstruido la Catedral de Cristo Salvador, dinamitada por Stalin. Los nacionalistas vascos recuperaron su querida esvástica. Muchas calles españolas volvieron a los nombres anteriores al periodo franquista. En Madrid, la calle General Mola volvió a ser Príncipe de Vergara (que casi nadie sabe quién es, por cierto: una lección acerca de la discontinuidad histórica europea) y la Gran Vía de José Antonio volvió a llamarse la Gran Vía, a secas.

El caso de la retirada de la estatua de Franco en Madrid es excepcional por el tiempo transcurrido entre el fallecimiento del dictador y los hechos recientes. Después de casi 30 años, el recuerdo de Franco debería estar ya normalizado. Tampoco el monumento ocupaba el lugar de otro anterior. Más que una ruptura en sí (¿ruptura con qué?), recupera la tradición de la ruptura. Los socialistas vuelven a escenificar la pulsión obsesiva de la cultura europea por establecer cortes históricos, en vez de continuidades.

Habrá quien piense que eso es demasiado sofisticado y que el asunto responde simplemente a la voluntad de identificar al Partido Popular con el general Franco. Sin duda es así, pero estos gestos tan simbólicos siempre andan cargados de múltiples significados y éstos acaban traicionando la mentalidad de quienes los realizan.

¿Por qué el presidente del Gobierno, responsable último de esta rectificación a destiempo, está tan obsesionado con Franco? A lo mejor es más sencillo, y el Gobierno tan sólo aspira a fundar un nuevo régimen, como los antiguos califas.