Cuando los trabajadores agrícolas pasan a tener hambre

Cuando los trabajadores agrícolas pasan a tener hambre

La comida es un narrador poderoso. Nuestra dieta indica si cocinamos en casa, si compramos localmente, si preferimos platos económicos o inclusive si pensamos en lo que comemos. Pero la parte de la hora de comer vinculada al consumo es sólo una de las muchas líneas argumentales de la comida. Los alimentos también tienen trasfondos, y ninguno más desagradable que éste: los trabajadores agrícolas –la gente que hace posible la cena- también son los más proclives a irse a dormir con hambre.

Todos los días, unos 1.100 millones de personas –un tercio de la fuerza laboral global- va a trabajar a las granjas del mundo. Y, todas las noches, muchas de ellas regresan a casa –después de sufrir innumerables violaciones a sus derechos humanos- sin el dinero suficiente como para comer y alimentar a sus familias.

El trabajo agrícola es una de las únicas profesiones en las cuales las protecciones legales nacionales suelen ignorarse. Los estándares de salario mínimo aprobados por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), y adoptados por muchas industrias en todo el mundo, siguen sin implementarse en el sector agrícola, o no se aplican a los trabajadores agrícolas informales. Pero, como la mano de obra migrante conforma el grueso de la fuerza laboral agrícola, esta brecha en la cobertura se ha vuelto un cañón.

En las zonas rurales de los países en desarrollo, el 80% de los trabajadores agrícolas ganan menos de 1,25 dólares por día, lo que los sumerge en la pobreza. Por otra parte, los esquemas de pago a destajo obligan a los trabajadores a pasar horas en temperaturas extremas para cumplir con las cuotas exigentes.

Lo peor de todo es que quienes trabajan en granjas poco éticas lo hacen corriendo un alto riesgo. Según la OIT, las maquinarias peligrosas, las prolongadas horas de trabajo y la exposición a pesticidas tóxicos hacen que el trabajo agrícola sea uno de los empleos más mortales del mundo; más de 170.000 trabajadores agrícolas mueren cada año en granjas inseguras, el doble de la tasa de mortalidad de cualquier otra industria.

Sin embargo, el trabajo agrícola normalmente está excluido de las reglas de salud y seguridad ocupacional en la mayoría de los países. Inclusive en Estados Unidos, no existe ninguna ley federal que obligue a los empleadores a darles a los trabajadores agrícolas descansos para beber agua y protegerse del sol, aunque los golpes de calor siguen siendo una de las principales causas de muerte en el sector agrícola relacionadas con el trabajo en Estados Unidos.

La muerte reciente de Fabián Tomasi, un trabajador agrícola argentino y crítico de la industria agroquímica en su país, fue un recordatorio de los peligros de la agricultura industrializada. Mientras que compañías como Monsanto sostienen que los pesticidas son necesarios para garantizar la seguridad de los alimentos, las consecuencias de la exposición química que sufren trabajadores como Tomasi –cuyo cuerpo estaba retorcido y mutilado después de años de manejar productos químicos sin protección- revelan el costo humano de su utilización. Inclusive en países desarrollados, el envenenamiento agudo con pesticidas afecta a uno de cada 5.000 trabajadores agrícolas, y una infinidad de empleados están expuestos a toxinas a diario.

Desafortunadamente, pocos trabajadores agrícolas están en condiciones de abogar por sus derechos. Los trabajadores temporales y rurales carecen de acceso a una negociación colectiva y los trabajadores migrantes indocumentados evitan los sindicatos por miedo a que sus empleadores tomen represalias y llamen a las autoridades de inmigración. Es más, beneficios básicos como la seguridad social, la atención médica y la compensación de los trabajadores normalmente no existen. Exenta de gran parte de la regulación laboral, ésta es una industria que puede permitirse poner el ahorro de costos y las ganancias por sobre el bienestar de los empleados.

Es hora de que dejemos de hincar pasivamente el tenedor en lo que aterriza en nuestros platos y utilicemos nuestro poder adquisitivo para negarnos a pagar el precio más barato por la comida. Responsabilizar a la gente por el maltrato de los trabajadores agrícolas será difícil, pero no imposible. Podemos empezar por reclamarles a los gobiernos que dediquen más tiempo a proteger a los trabajadores agrícolas que a investigar su condición inmigratoria.

Por supuesto, para que esto resulte posible, necesitamos más información sobre el origen de nuestros alimentos. Hoy en día, tendemos a confiar en lo que nos dicen las etiquetas informativas y las certificaciones. Pero la historia que cuentan es fragmentada, incompleta y, a veces, hasta engañosa. Necesitamos tomar medidas adicionales para conocer toda la historia. Esto implica ir más allá de las etiquetas voluntarias que declaran que el alimento se produce de manera justa y humana para exigir etiquetas obligatorias que expongan el incumplimiento de esas normas.

A nivel mundial, unos 821 millones de personas están subalimentadas –una cifra que sigue aumentando-. Es una tragedia; en ninguna parte se deberían violar los derechos de nadie, incluido el derecho a la alimentación. Sin embargo, eso es exactamente lo que muchos trabajadores agrícolas y de las cadenas alimentarias soportan todos los días.

Pelear por sus derechos siempre ha sido difícil, pero si no abandonamos la batalla, la historia del sistema alimentario global puede perder parte de su sabor amargo.

Hilal Elver is UN Special Rapporteur on the Right to Food and Research Professor of Global Studies at the University of California, Santa Barbara. You can also follow the Special Rapporteur on Twitter @HilalElver.
Melissa Shapiro is a consultant to the UN Special Rapporteur on the Right to Food, and a former attorney-adviser with the US Environmental Protection Agency.


Puede saber más sobre el trabajo de la Relatora Especial, y acceder a su informe oficial sobre los trabajadores agrícolas y el derecho a la alimentación en Hilalelver.org.

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