Cuando se acaba el recreo

A finales de 2019, cuando cualquier persona medianamente alfabetizada podía estar informada de la gravedad del Covid-19, Giorgio Agamben, filósofo italiano relativamente popular, publicó un artículo no sorprendentemente titulado La invención de una epidemia donde sostenía que la enfermedad se estaba exagerando. El sistema, por abreviar, alentaba el pánico para justificar variantes del estado de excepción, con intervenciones militares, cierre de fronteras y medidas económicas de emergencia. Fatigada ya la excusa del terrorismo, la epidemia acudía para servir a los negocios (seguros de vida, laboratorios farmacéuticos, empresas del ramo sanitario) y disculpar los controles de poblaciones (cámaras y vigilancia). El virus como amenaza global era la nueva herramienta del sistema para alentar la paranoia de los ciudadanos y sancionar su sometimiento.

La tesis de la invención de virus no sorprende en tiempos en los que hasta el dimorfismo sexual se entiende como construcción social. Algo más chocante resulta encontrarse con alguien formado filosóficamente tramitando la falacia funcional: explicar un acontecimiento por sus consecuencias benéficas o funcionales. Por lo mismo, se podría atribuir la invención de la epidemia a los ecologistas, habida cuenta de los buenos resultados que para el medio ambiente están teniendo los confinamientos. Ya puestos también podríamos culpar a los fabricantes de tranquilizantes de los atentados del 11-S. Con todo, el delirio de Agamben es menor comparado con el de otros colegas suyos, bien representados en nuestro paisanaje cultural, que sostienen que en la trastienda de la epidemia hay un intento de ocultar una incipiente recesión. Maravilloso: un apocalipsis, con consecuencias reales y dañinas, también para las empresas, como trampantojo de una hipotética recesión. Por lo demás, no deja de tener su aquel que académicos humanistas que normalmente descreen de la teoría social presuman tanta presciencia en los malvados. Cosas de los conspirativos.

Tales trastornos no son preocupantes cuando carecen de impacto político. Nuestras sociedades de la abundancia pueden tolerar una cierta proporción de palabreros, incluso a cargo del presupuesto. Estamos acostumbrados. En periódicos y revistas no faltan páginas dedicadas al horóscopo, en las cadenas locales de televisión abundan los echadores de cartas y, hasta ahora mismo, en no pocas universidades del mundo se imparten másters en medicinas alternativas. Incluso de pedagogía. Cierto es que en estos días se les empieza a ver el cartón a los vendedores de nada y hasta cabría esperar que el dramático baño de realidad nos ayude a drenar de irracionalismo anticientifico a nuestra cultura académica. Hay indicios. De pronto hemos descubierto a los mejores profesores de estética repasando la distinción entre virus y bacterias, ARN y ADN, curvas exponenciales, logarítmicas y de Gompertz. Y, puestos a soñar, estaría bien que, como defendía recientemente Juan José R. Calaza, el interés público encauzase los proyectos de investigación hacia una ciencia básica con previsible tecnología benéfica, antes que a aquella otra en las fronteras de la especulación y de improbable aplicación práctica.

Lo malo es cuando los palabreros se ponen al mando. No me refiero a quienes han recurrido a balbuceos para disculpar su torpe gestión. Suficiente penitencia están teniendo. Aunque, a qué negarlo, no deja de ofender a la inteligencia el obsceno recurso de descalificar como víctimas de «sesgos de retrospección» a quienes critican la inacción porque «los escenarios cambian día a día y no hay modo de hacer previsiones». Como si el Gobierno no hubiera hecho previsiones, comenzando por aquella de «España no va a tener más allá de algún caso diagnosticado» del 31 de enero, al día siguiente de que la OMS valorara al coronavirus como una «emergencia de salud pública de preocupación internacional».

Pues claro que se hacen previsiones. Para eso sirven los modelos: para anticipar escenarios y adelantarnos a los problemas. No solo los modelos, sino hasta la elemental inteligencia humana. Los seres humanos no somos animales skinnerianos que actúan por ensayo y error, y, si acaso, sobreviven cuando aciertan. Somos, para decirlo con Daniel Dennett, «criaturas popperianas», capaces de anticipar escenarios y acciones, elegir las mejores estrategias y, por esa vía, descartar las inconvenientes o peligrosas: preferimos que nuestras hipótesis mueran en lugar de nosotros. Nadie espera a tirarse del Empire State para comprobar qué pasa. En el caso de la epidemia, además, las cosas eran más sencillas: países como China, Corea o Italia han estado oficiando como una suerte de experimento natural que nos permitía saber lo que podía llegar a suceder antes de que nos sucediera a nosotros. Los resultados de la gestión están a la vista: con los datos disponibles, España es el país con más casos por habitantes y defunciones. En algún caso, como el retraso en proveernos de mascarillas y respiradores, la cosa era elemental. Sin duda hay razones económicas para comprar a otros lo que pueden producir con más eficiencia. De eso va la teoría económica de las ventajas comparativas, según la cual los países deben especializarse en aquellos bienes en los que comparativamente son más eficientes o, con más exactitud, en los que su desventaja comparativa es menor. Ahora bien, no hace falta ser una fiera en computación para anticipar lo que ocurriría con mascarillas y respiradores en el caso de una epidemia, cuando todos compran a la vez y además optan por el principio de los nuestros primero. En anticipar ese escenario, tan previsible, consiste la actuación inteligente.

En todo caso, quienes erraron en la gestión al menos entendieron que había que gestionar. Otra cosa son los palabreros que, cuando les toca pilotar las decisiones, siguen con su farfolla piquetera. En la hora de los arqueos contables, las planificaciones y hasta de la genuina ingeniería social ellos no abandonan los conjuros y la agitación y propaganda. Un día negaban el problema y se ufanaban del «mejor sistema sanitario del mundo», recién llegados y como si fuera obra suya y al día siguiente, cuando el problema los emplazaba, se acordaban de «los recortes», de los «recortes» de los otros, claro. Unos recortes que, todo sea dicho, poco tienen que ver con las medidas que se han mostrado más eficaces para controlar la extensión del virus, como se deja ver en los buenos resultados de países con peores sistemas sanitarios que el nuestro: Portugal o Grecia, sin ir más lejos. Ellos aplicaron las medidas debidas: aislamiento, test masivos, controles de fronteras, big data, previsiones de compras, etcétera. Medidas políticas: gestión y planificación. Da lo mismo. Ellos han seguido en la cháchara asamblearia, la de siempre: tengo inventariadas no menos de 10 estrategias retóricas en Pablo Iglesias siempre al servicio de rehuir responsabilidades. Repetidas en estos días, cuando él manda, se están mostrando en su indecente vacuidad.

Son momentos para los adultos y la palabrería ya no sirve. No solo no sirve, sino que, cuando escapa a su ecosistema natural, el bulle bulle de las redes sociales, y se convierte en declaración oficial comienza a ser parte del problema. Las explicaciones que responsabilizan al heteropatriarcado o al sistema revelan su exacta inanidad. Como si se invocara el Mal, la venganza de la naturaleza o la Santísima Trinidad. Tampoco cabe decir, a cuenta del despropósito del 8-M, que «el feminismo mata», a pesar de los esfuerzos de Irene Montero por avalar esa opinión, cuando echa mano del feminismo para acallar las críticas a las manifestaciones. Debemos purgar el lenguaje. Al médico emplazado ante una elección trágica no le ayudará la autoatribución de identidad del anciano que diga que es –porque se siente– un joven de 20 años, ni el investigador del laboratorio mejorará su conocimiento del virus por más perspectiva de género que le eche. Ellos, sí, tienen que decidir. En serio. Ojalá esta pesadilla, que se va a llevar tantas vidas por delante, se lleve también tanta palabrería hueca y recuperemos la dignidad de las palabras sencillas, «secas como el esparto». Sí, la España de Cervantes.

Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. Su último libro es La deriva reaccionaria de la izquierda (Página Indómita).

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