Cuando sólo era un cartel

Lo primero que llama la atención al cabo de unas horas de aterrizar en Edimburgo, la capital política, cultural y administrativa de Escocia, es la discreción con que la ciudad celebra las últimas horas de la campaña electoral del referéndum de independencia. Con esta misma reserva, que no es ni mucho menos apatía como puede comprobarse hablando con la gente, se vivía ayer la trascendental jornada electoral. Para unos, era la peligrosa votación que hoy, con los resultados en la mano, puede poner punto final a la unión de más de 300 años entre Inglaterra y Escocia; para otros, la ilusionante cita con las urnas y la posibilidad de disponer en este inicio de milenio de un Estado propio.

Un paseante despreocupado por lo que aquí sucede tendría muy pocos elementos a lo largo de las calles más céntricas y concurridas de Edimburgo -empezando por la Royal Mile, el punto neurálgico de la ciudad medieval y donde se encuentran la mayoría de los edificios históricos- para tomar el pulso de estas horas en que se está decidiendo el futuro del Reino Unido. Y el futuro de Europa. A diferencia de lo que ocurre en las calles de Barcelona, en el corazón comercial de la capital escocesa prácticamente no hay banderas colgando de ventanas y balcones de los edificios y, de hecho, cuesta encontrar carteles, apenas unos pocos y casi siempre pequeños, bien sea a favor del sí o del no. La situación varía sustancialmente si uno se desplaza a otras zonas de la capital, sobre todo los barrios más populares, donde visualmente el sí es muy mayoritario. Las encuestas han repetido que el referéndum está muy igualado, con ligera ventaja para el no; las casas de apuestas -a estas alturas un termómetro comparable a los sondeos de opinión- cerraron la jornada otorgando también la victoria al no. Cuando usted lea este artículo, ya conocerá el resultado.

Escocia ha hecho un largo recorrido desde que el malogrado arquitecto catalán Enric Miralles ganara en 1998 un concurso internacional para construir el nuevo Parlamento de Holyrood. La ley de Escocia, que no era otra cosa que la devolución de algunas competencias, había sido aprobada hacía apenas unos meses por Tony Blair. Londres daba así respuesta política a los resultados del referéndum celebrado el año anterior que pedía mayor autonomía. Los escoceses habían aprobado finalmente dotarse de un régimen autonómico, después que en una convocatoria previa, en 1979, la votación no alcanzara el resultado suficiente. El acuerdo contemplaba la reinstauración de un gobierno y una Cámara legislativa, con competencia única sobre diversas áreas, aunque globalmente el poder que se transfería desde Inglaterra era inferior al que poseía Catalunya.

El moderno y funcional Parlamento proyectado por Miralles iba a dejar relegado al papel de simple edificio turístico la antigua sede histórica ubicada en la Royal Mile. Pues bien, el 7 de octubre de 1998 era el día señalado para oficializar el inicio de las obras que deberían quedar concluidas en un plazo de dos años. De hecho, algunas máquinas ya habían trabajado intensamente preparando la enorme extensión de terreno que antes había ocupado la fábrica de cerveza Scottish and New Castle. Unos cuantos periodistas catalanes asistimos a aquel acto simbólico de la obra colosal que iniciaría Miralles y que, tras su repentina muerte, se encargaría de terminar su esposa, la también arquitecta Benedetta Tagliabue. Presidían el acto el secretario de Estado para Escocia (en realidad, el ministro para Escocia) Donald Dewar y el president de la Generalitat Jordi Pujol. Fue una ceremonia relativamente breve en que se descubrió un cartel, visible desde la distancia, anunciando que allí se ubicaría el nuevo Parlamento escocés y se realizaron varios discursos. La autonomía de Escocia era en aquel momento eso, un cartel, ya que aún no se habían celebrado las primeras elecciones.

Figuran en mis papeles de aquel viaje algunas anotaciones significativas que con los años adquieren una perspectiva curiosa. En primer lugar, la constatación in situ de la admiración y respeto de los escoceses hacia la evolución de la autonomía catalana. Fue, por cierto, un viaje en el que se subrayaron las facilidades -todas- de la Administración Aznar y del ministro Abel Matutes (Exteriores) para colaborar en el éxito de la visita. Quizás también influyó que el embajador español en el Reino Unido fuera Alberto Aza, que apuraba el final de su destino londinense. Ciertamente, eran otros tiempos. Habían pasado sólo dos años de los tan discutidos pactos del Majestic.

Conservo también entre mis apuntes el recuerdo de una conversación con Dewar, estrecho colaborador de Blair y a quien las quinielas otorgaban gran proyección política en las filas laboristas. De hecho, no tardarían mucho en confirmarse estos augurios. En 1999 se convertiría en el presidente del primer gobierno autónomo de Escocia. El prestigio que se ganó entre sus conciudadanos le hizo merecedor del apelativo de padre de la patria. Si un derrame cerebral no hubiera acabado con su vida al año siguiente, la evolución autonómica quizás hubiera sido diferente. Evocado hoy, al cabo de dieciséis años, el diálogo que se produjo aquel día en la entonces inmensa explanada del barrio de Holyrood adquiere un tono surrealista. Hay que situarse en el marco político de aquellos días. Pujol acababa de hacer unas polémicas declaraciones en Madrid afirmando que Catalunya era una nación y que España no lo era. El Parlament había aprobado una resolución a favor de la autodeterminación de Catalunya, la tercera. Pasqual Maragall, desde Roma -con las maletas a punto para regresar de su retiro en el Trastévere y afrontar el asalto a la presidencia de la Generalitat-, aseguraba que en el debate sobre el modelo de Estado no había límites imposibles al diálogo. Y, José María Aznar, en Bilbao, avanzaba el argumentario que años más tarde utilizaría en Catalunya: “No se romperá Euskadi; ningún vasco tendrá que hacer las maletas”. Era, repito, octubre de 1998. Dewar le acababa de preguntar a Pujol si su partido, Convergència i Unió, quería la independencia de Catalunya. “No, ni nosotros (CiU), ni los catalanes somos secesionistas”, contestó Pujol. La respuesta pareció tranquilizar al laborista Dewar, que formuló lo más parecido a un deseo: “Ustedes tienen un poder importante. Nosotros vamos a empezar con algunas competencias. Quizás dentro de 25 años lleguemos a igualarles”. El Scottish National Party (SNP), el partido independentista, hoy mayoritario en el Parlamento escocés, era al final del siglo pasado un partido minoritario y a su líder, Alex Salmond, aún le faltaban siete años para presidir Escocia.

Han pasado casi 16 años desde aquella conversación de apariencia intrascendente. En Catalunya hoy se aprobará la ley de consultas, el marco jurídico que ha de permitir convocar la consulta del 9-N, y los escoceses, después de un intenso y apasionante debate, acaban de votar en referéndum un salto político. Que nadie se equivoque. La globalización, lejos de contener las reivindicaciones territoriales que están surgiendo, las acentúa. De repente, la política vuelve a acaparar el máximo interés de los ciudadanos.

…Y Escocia ya no es tan sólo un cartel plantado en Holyrood, sino lo que sus ciudadanos han decidido ser.

José Antich

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