Cuando sólo te quedaba ser murciélago

Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo (EL MUNDO, 04/09/05):

En el tomo inédito de sus memorias, La Guerra Civil en la Frontera, cuya reciente publicación por la pequeña editorial de sus descendientes debería haber sido acogida como un gran acontecimiento cultural, Pío Baroja narra su salida de España, viejo y sin un chavo, y su distante perplejidad ante el empeño que los dos bandos enfrentados en aquel verano del 36 ponían en matarse los unos a los otros.

«Como uno no tiene relaciones aquí, en San Juan de Luz, ni con revolucionarios ni con reaccionarios, le pasa a uno como al murciélago del cuento», nos explica el padre de Zalacaín y Aviraneta encogiéndose de hombros. «Cuando va con los pájaros le dicen: tú no eres un pájaro. Y cuando va con los ratones: tú no eres un ratón».

Aunque las actuales generaciones de españoles sólo la hayamos conocido a través de los recuerdos de nuestros padres o abuelos, todos deberíamos preguntarnos qué habríamos hecho si hubiéramos vivido durante la Guerra Civil. Hace tiempo que yo hice mía la respuesta de Unamuno en su amarga carta al ABC de Sevilla, dejando claro que no podía identificarse con ninguna de las dos partes porque «entre los hunos -rojos- y los hotros -blancos (color de pus)- están desangrando, ensangrentando, arruinando, envenenando y -lo que para mí es peor- entonteciendo a España». Tan Atilas como Millán Astray -con el que acababa de tener el famoso incidente de Salamanca- le parecían, en definitiva, Pasionaria, Campesino o Líster.

Los hunos y los hotros eran para el eremita de Vera de Bidasoa zuriac y gorriyac, los rojos y los blancos. ¿Qué margen quedó para la independencia de criterio y para la libertad personal entre estos dos lúgubres diagnósticos coincidentes de Baroja y Unamuno y el apogeo del drama, tres años después, con Antonio Machado cruzando la frontera a pie, arrastrando a su maleta y a su madre hacia el cementerio de Colliure? Prácticamente ninguno.Sólo el coronel Casado, con el grado de impostura que implica toda rendición y cuando ya es demasiado tarde para nada, se atreve a declararse «tan antifascista como antibolchevique» desde su búnker de la Puerta del Sol.

El cuento de Baroja lo hemos escuchado todos con el cisne que no es ni carne ni pescado o con el pavo real que, siendo un ave, no es capaz de volar. Pero aquel no fue tiempo de oropeles, sino de cunetas, paredones, tiros a la barriga y salvajadas aún peores.El estoico escritor arrancado de su casona casi pide disculpas desde el otro lado de la muga por no ser capaz de alinearse: «Hay gentes que dicen: hay que definirse. Cuando se es un pedante y un tonto, es cosa fácil definirse, porque las definiciones cuadran bien para las cosas simples y superficiales, pero cuando uno no es un tonto ya el definirse resulta más difícil». Entonces, claro, si vives en la España del 36, te conviertes en murciélago.En un bicho raro, solitario y errante.

Cuando Stanley Payne decía el otro día en estas páginas que la Guerra Civil española fue «una historia de malos contra malos», estaba haciendo el diagnóstico retrospectivo más certero, y adelantando a la vez el principal motivo que nos ha movido a proporcionar a nuestros lectores la completa y ecuánime obra coleccionable que hoy iniciamos. Sólo le faltó añadir que en esa «historia de malos contra malos», junto a canallas y sádicos sayones, perecieron y sufrieron cientos de miles de hombres buenos y millones de familias que simplemente pasaban por allí.

Fueron los gobernantes, los líderes de casi todos los partidos, sindicatos y facciones, y por supuesto los jefes militares de ambos bandos, los agitadores profesionales y los comisarios políticos quienes, por acción u omisión, arrastraron primero a los gobernados al infierno dantesco de la guerra y, por necesidades del guión, los arrojaron después al horno crematorio del odio inextinguible.

En la España de los años 30, como en buena parte de la Europa de entonces, se daban las condiciones sociológicas para el choque brutal de los extremismos, pero la Guerra Civil no era nuestro destino inexorable y la tragedia se habría evitado tanto si la Monarquía alfonsina hubiera sido capaz de autorreformarse como si la República hubiera echado raíces en la moderación. Por mucho que se pueda coincidir con los valores políticos herederos de la Ilustración que encarnaban Alcalá-Zamora, Azaña y el postrer Lerroux, el juicio sobre la acumulación de sus actos de irresponsabilidad, vanidad, temeridad y soberbia de los que hoy queda constancia en el primer volumen de nuestro relato no puede ser más devastador.Ellos representaban el centro que debía estabilizar el régimen republicano y ellos, tan débiles como megalómanos, se dejaron arrebatar la iniciativa por los extremismos más estrafalarios.

Que dos fuerzas absolutamente marginales en 1935 como el Partido Comunista y la Falange terminaran siendo los aglutinantes de las dos Españas ya lo dice todo. Y que las únicas alternativas a su hegemonía las representaran los anarquistas y el requeté, también. Antes del verano del 36, José Antonio Primo de Rivera era tan sólo un exaltado que estaba preso y Buenaventura Durruti no pasaba de agitador de barrio obrero. Cuando el 20 de noviembre, con sólo dos horas de intervalo, el uno sea fusilado en Alicante y el otro expire en la jamás imaginada mortaja de las sábanas del Hotel Ritz tras su misteriosa herida letal en la Ciudad Universitaria, la polarización del país elevará sus ausencias a la categoría de mitos seminales.

Lo que entre tanto había ocurrido lo expresó con especial nitidez Juan Benet en una escueta obra de divulgación, ¿Qué fue la Guerra Civil?, publicada a comienzos de la Transición: «La República y el estado democrático quedaron pulverizados el 18 de julio por la acción conjunta y simultánea de dos revoluciones extremistas lanzadas contra él en un mismo día. Que yo sepa, en la Historia no se ha dado nunca un caso semejante. Un Estado cuenta por lo general con recursos para enfrentarse con una revolución; dos en el mismo día parece demasiado».

¡Bingo! Esto es lo que diferencia la Guerra Civil española de la que libraron los cavaliers realistas y los roundheads parlamentarios en la Inglaterra del siglo XVII, de la que libraron los republicanos sans culottes y los monárquicos chuanes en la Francia del siglo XVIII, de la que libraron los federales y los confederados en los Estados Unidos del siglo XIX y de la que libraron los rojos y los blancos en la Rusia del siglo XX. En todos estos casos sólo había un bando que quería hacer la revolución, mientras el otro pretendía defender el orden establecido.

No así en España. Apenas se quitaron las dos partes la careta, lo único que estaba claro en el verano del 36 es que la República democrática, despectivamente tildada como burguesa desde las dos orillas, no sobreviviría a la contienda; aunque quedara por dilucidar de qué signo sería la dictadura totalitaria que la sustituiría. Los militares sublevados no querían restablecer el Gobierno de la CEDA ni traer otra vez al Rey, sino fundar nada menos que un Estado nuevo; y aunque los gobernantes del Frente Popular tenían una legitimidad de origen, en raras ocasiones llegaron a alcanzar la de ejercicio. Las justificaciones sobre lo que uno y otro hizo o dejó de hacer podrán ser de diversa índole, pero sinceramente no puedo encontrar distancia moral alguna entre las pautas de conducta y la jerarquía de valores de aquel Juan Yagüe Blanco y aquel Santiago Carrillo Solares.Y que no se nos hable de estado de necesidad en el vehemente de perdidos al río, propio de toda guerra, porque la conspiración derechista venía fraguándose mucho antes del asesinato de Calvo Sotelo -Juan March puso dinero hasta para la sanjurjada- e incluso el tan aureolado hoy como socialista moderado Indalecio Prieto supervisó personalmente el desembarco clandestino de armas para la Revolución de Asturias.

Fue esa confluencia simultánea de dos procesos revolucionarios antagónicos lo que desencadenó todas las furias del averno con mayor duración, amplitud e intensidad de la que tuvieron los reinados del Terror durante las revoluciones francesa y bolchevique juntas. En el ejemplar libro de Juan Eslava Galán Una Historia de la Guerra Civil que no le va a gustar a nadie, apenas sí median unas cuantas páginas entre el momento en que los hunos «secuestran al general López Ochoa, que convalece de una operación, lo fusilan, castran el cadáver, lo desorejan, lo decapitan y pasean por las calles de Madrid la cabeza ensartada en el palo de una escoba» y la escena en que los hotros entregan a dos desdichadas milicianas a las tropas marroquíes que «reciben el regalo con salvajes aullidos de satisfacción», mientras el general Mizzian tranquiliza a un periodista norteamericano: «No se preocupe, no vivirán más de cuatro horas».

«Los españoles se lanzaron a la guerra por no admitir la existencia del otro y dispuestos, por ende, a suprimirla por la fuerza de las armas», sentenció Benet con su cartesianismo de ingeniero de caminos grandullón y triste. Palpando lo que ocurría sobre el terreno, Baroja denuncia la tendencia nacional a «olfatearse como enemigos» el sentido de la fe propia «de mandinga o de hotentote» que exhiben quienes esgrimen motivos religiosos, y la afición a darse hule que prolifera por doquier. «Si hubiera un partido numeroso que para defender sus ideas creyera que no hay que matar, nos afiliaríamos a él», termina suspirando.

Pero en aquella España ni siquiera quedaba ese cobijo para el buen murciélago. La única arquitectura para masas era el diseño, construcción y decoración del odio. Un odio que, dotado de su propia inercia, transcendería a la guerra y a la posguerra y, por lo que se ve, todavía anda danzando por ahí, queriendo meter bulla 70 años después. ¡Qué envidia producen esos daguerrotipos de color ocre en los que se ve a Robert Lee en el despacho del colegio de Richmond del que era presidente y a Jefferson Davis en el porche de la casa de Misisipí en la que escribía sus memorias, protegidos por el respeto de los vencedores, muy pocos años después de haber sido vencidos! Sólo de imaginar que Miaja y Azaña hubieran podido ser tratados de esa manera se te encoge el corazón, pensando lo distinta que habría sido una España en la que la reconciliación dominara sobre las demás pasiones.

Lo siento. Nuestra Historia de la Guerra Civil tampoco le va a gustar a nadie que busque en esa parte del pasado motivos para sacar pecho, pretextos para homenajear a sus ancestros políticos e incluso ardides para concentrar la culpa colectiva en uno sólo de los dos bandos, con el propósito de anatematizar hoy a sus reales o presuntos herederos. Lo que comienza este domingo es un largo viaje hacia la noche, en alas del huraño murciélago del conocimiento. ¿No queríais Guerra Civil? Pues la vais a tener completa, desde el principio hasta el final.

Va a ser un viaje tan fascinante como terrible, pero quien lo concluya ya nunca podrá alegar ignorancia o amnesia. Los hechos están ahí, sus dispares interpretaciones también. Hagámonos primero con la información, escuchemos después todas las voces.

Nunca en mis 25 años de director de periódico había sentido tanta responsabilidad, ansiedad y orgullo al iniciar un gran proyecto editorial. Y es que desde que he tenido en mis manos los primeros volúmenes de esta obra -y en especial los que entregaremos el próximo domingo sobre La Sublevación y Los Primeros Días de la Guerra- no se me quita de la cabeza el viejo proverbio ruso citado por Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag: «Hurga en el pasado y perderás un ojo; olvídate de ese pasado y perderás los dos».