Cuando supimos resistir (julio 1997-marzo 2007)

EL 12 de julio de 1997 amaneció Bilbao envuelto en esas neblinas que allí auguran un día luminoso. Lo fue. Cayó en sábado y a las doce de la mañana el sol apretaba con fuerza en la Gran Vía bilbaína abarrotada de gente silenciosa. Fuimos miles y miles. Toda una multitud la que aquella jornada histórica de un estío épico, con el Gobierno de España, el de la Comunidad Autónoma Vasca, la plana mayor de partidos y sindicatos y representantes de toda clase de instituciones públicas y privadas sobre el asfalto, reclamó a la banda terrorista ETA que liberase a Miguel Ángel Blanco, que no lo asesinase. Los terroristas no escucharon. Pocas horas después, descerrajaron dos tiros al joven concejal de Ermua, que entró exánime en el mismo centro sanitario donostiarra y por la misma puerta del servicio de urgencias cuyo umbral cruzó por su propio pie, el pasado jueves, el terrorista Ignacio de Juana Chaos.

Los matarifes etarras no fueron lo suficientemente precisos en su técnica asesina. Miguel Ángel Blanco -secuestrado dos días antes- llegó agonizante al hospital y murió unas horas después. No hubo modo de rescatarlo para la vida. Desde hace casi setenta y dos horas, allí mismo, los médicos cuidan de De Juana Chaos para su recuperación completa. Su familia y sus amigos podrán abrazarlo. La familia y los amigos de sus veinticinco víctimas inocentes no tendrán esa oportunidad. Tampoco los padres y la hermana de Miguel Ángel Blanco podrán hacerlo. Y estos son los términos de una enorme y cruel tragedia.

Porque la multitud que se agolpaba en las calles bilbaínas aquel 12 de julio de 1997 no le exigía al Gobierno que accediese a las pretensiones de los terroristas para así salvar la vida de un inocente. No se produjo en aquella jornada catártica ni un solo grito de requerimiento al Gobierno. Ni siquiera los padres de Miguel Ángel Blanco lo hicieron. Pedíamos su libertad a cambio de nada y sabíamos entonces -y muchos seguimos sabiéndolo ahora- que su asesinato, de producirse como ocurrió, elevaba la dignidad de la víctima, de su familia, de la sociedad, del Gobierno y, en definitiva, del propio Estado hasta un nivel de plena y perfecta naturaleza democrática. Asumimos la muerte de Miguel Ángel Blanco con rebeldía -le siguió el inolvidable «espíritu de Ermua»- pero también con la conciencia plena de que el valor de la libertad es abstracto y anónimo en una convivencia democrática porque, en cuanto tal, carece de nombres y apellidos, aunque sean personas irrepetibles las que, por la acumulación de sus propias conductas y sacrificios, labran el honor de la comunidad. Miguel Ángel Blanco fue una de ellas de entre otras casi novecientas que ha abatido la banda criminal ETA, con el rastro sangriento de miles de heridos, con el terror de una constante coacción, con el horror de los secuestros y el miedo del chantaje.

Ignacio de Juana Chaos quebró a su favor el jueves pasado el pulso que desde aquel 12 de julio de 1997 los terroristas trataban de ganar -sin conseguirlo- al Estado. El Gobierno de Rodríguez Zapatero, enredado en un complejo sistema de sofistas y exculpatorios razonamientos políticos en los que la dimensión moral de la decisión jamás emergió, llegó a la conclusión acobardada de que no podría soportar el eventual fallecimiento de un terrorista que le chantajeaba con su propia vida. El Ejecutivo se olvidó o quiso hacerlo de cuando sí supimos resistir en 1997. Porque tan justa fue nuestra causa entonces para decir no a ETA, pese a la luego ejecutada amenaza de asesinar a Miguel Ángel Blanco, como era justo y en razón el no del Estado a la pretensión de excarcelar a un terrorista que nos chantajeaba con su propia muerte.

Hay terribles preguntas que hacer en alto: ¿vale más la vida de De Juana Chaos de lo que valía la vida de Miguel Ángel Blanco? ¿Nos confundimos todos el 12 de julio de 1997 y ha acertado el Gobierno el 1 de marzo de 2007? ¿Es moral y políticamente adecuado excarcelar a un delincuente para que no fallezca en un desafío al Estado y no lo sería, entonces, resistirse a ceder y acarrear con esa negativa la muerte de un inocente como ocurrió en aquel verano de hace casi diez años? ¿De qué manera puede el Gobierno aclararnos estos dilemas que no son ideológicos sino estrictamente éticos? En definitiva, ¿ha servido para algo hacer frente al terrorismo de ETA durante décadas? ¿En qué ha consistido la «firmeza» a la que se refiere el Gobierno en este episodio deplorable? ¿Es en algo relevante que De Juana Chaos se hubiera convertido -de fallecer en su huelga de hambre- en un «mártir» o en un «héroe» para aquellos que llevan décadas exhibiendo su sórdida admiración por criminales, chantajistas y secuestradores?

Mucho me temo que estas y otras preguntas persigan a este Gobierno -presidido por José Luis Rodríguez Zapatero- por tantas décadas -y quizá más- cuantas llevamos los españoles luchando contra el terrorismo de ETA. Y mucho me temo también que si se contestan conforme a criterios cívicos, éticos y democráticos llegaremos a la enrabietada conclusión de que nuestro Gobierno ha denigrado la naturaleza moral de un Estado cuya dignidad debía haberse situado muy por encima de la poquedad de los miembros del Gabinete, solidarios en una decisión coherente con políticas de distinta naturaleza, casi todas ellas reconocibles por su ralo pragmatismo, su tacticismo y su completa ausencia de grandeza y exigencia. Nada hay más destructivo que vapulear la autoestima -la dignidad común- de una sociedad. Y la excarcelación de De Juana Chaos lo hace diez años después de la decisión colectiva -aquel 12 de julio de 1997- de resistir. Lo hicimos, además, sin esperar a cambio nada que no fuera el bienestar de la conciencia social, aunque anegada en la pena y el horror por el crimen.

Cuando Ortega Lara -vuelve el recuerdo de aquel verano de 1997- fue extraído de aquella tumba-prisión en la que moró secuestrado más de quinientos días -el que esto escribe la conoció y sintió la náusea del olor de la maldad que se enseñoreaba de aquel pabellón industrial en Mondragón- no sólo no hizo reproche alguno al Gobierno por no haber cedido a las condiciones que ETA imponía para su liberación, sino que, en un ejemplo escalofriante de calidad humana y altura moral, expresó su comprensión acerca de la desproporción que existía entre su propia vida y la cesión del Estado. Ortega Lara -un funcionario de prisiones-, los padres y la hermana de Miguel Ángel Blanco y los millones de españoles justamente indignados por la excarcelación del terrorista respetan más al Estado que el Gobierno que ha claudicado ante De Juana Chaos.

Debe quedar claro, precisamente por eso, que nosotros hubiésemos resistido, como lo hicimos en julio de 1997. El que no lo ha hecho ha sido el Gobierno, que se ha situado por debajo de la capacidad cívica y democrática de España. Es el más grave de cuantos males podrían aquejarnos: que los ciudadanos resistamos y el poder se rompa. Y eso ha sucedido ya.

José Antonio Zarzalejos, director de ABC.