Cuando te toca disparar primero

Haim Watzman es autor de Compañía C: la vida de un ciudadano americano como soldado en Israel (EL MUNDO, 29/07/05).

En el verano de 1984, mientras vigilaba en el puesto de observación de una colina durante mi primer periodo de servicio militar de la reserva en las Fuerzas de Defensa israelíes, escuché una terrible historia de un amigo al que llamaré Eldad. Al igual que la del policía que acabó con la vida de un inocente en la estación de metro de Stockwell, la pasada semana, en Londres, tenía elementos que despertaron mis principios liberales.

Se supone que las democracias occidentales defienden al individuo contra el poder del Estado. Por esta razón, los gobiernos democráticos establecen estrictos límites en el uso de la fuerza por parte de sus agentes (ejecutivos, jueces, miembros de las fuerzas militares y legales). Cuando alguien muere a manos de uno de estos agentes, los ciudadanos se justifican preguntando: ¿Cumplió con la ley el asesino? ¿Eran verdaderos y honestos sus motivos? ¿De verdad que la única opción era la muerte? Con demasiada frecuencia, la respuesta es no.

La historia de Eldad tuvo lugar en el Líbano, donde él y yo servíamos en el batallón de nuestro Ejército antes de graduarnos para las reservas. El estaba destinado en un control del sur de Beirut.Un coche irrumpió, tres hombres saltaron de su interior y comenzaron a ametrallarle a él y a sus compañeros. En décimas de segundo, los israelíes devolvieron el fuego, y antes de poder pensar qué estaba ocurriendo, dos de los agresores cayeron muertos. El tercero se encontraba en el suelo, gravemente herido pero consciente.

«Me acerqué a él, levanté el rifle y lo puse en automático», me contó Eldad. «El levantó las manos como para esquivarme, o tal vez para rogar clemencia, pero yo apreté el gatillo y le llené el cuerpo de plomo.»

Objeté a su narración, afirmando que había matado a un hombre herido y desarmado, algo que va en contra de las órdenes y de la moral militar.

«Pero él podía utilizar las manos, y tal vez tenía una granada», insistió. «De todas formas, iba a morir, y además se lo merecía.»

Esas dos razones de Eldad resultan engañosas, no hay forma de saber hasta qué punto estaba herido el hombre, ni Eldad estaba autorizado a imponer su propio juicio.

«Tú habrías hecho lo mismo», me dijo, mientras me miraba fijamente.

No sé si habría hecho lo mismo, quiero pensar que no. Pero en ese momento me di cuenta de que, si no lo hubiera hecho, habría cometido un error. El herido podía mover las manos, y tal vez tenía un arma mortal oculta.

El viernes ocurrió algo fatídico en Londres. A causa del método de trabajo, Jean Charles de Menezes, un electricista brasileño de 27 años, fue perseguido por policías que le consideraban sospechoso.Cuando tropezó y cayó al suelo, los oficiales no hicieron pregunta alguna, ni siquiera le avisaron.

Uno de ellos le disparó ocho balas directamente a la cabeza y los hombros, y ahí acabó todo. A primera vista, es una acción mucho más grave que la de Eldad, porque éste se encontraba en medio de un ataque cuando disparó y mató a un hombre, que además estaba armado. Pero Menezes no le había hecho nada a nadie.

Por otro lado, era un cebo fácil. La policía vio a un hombre con abrigo largo, algo fuera de lugar en un caluroso día de verano, que saltaba el molinete de la estación del metro y corría hacia un tren abarrotado. Tampoco se detuvo cuando se le ordenó que lo hiciera.

Tan sólo dos semanas antes de su muerte, cuatro terroristas suicidas hicieron explotar varias bombas en líneas de metro y autobús en Londres, y un día antes, hubo signos de otro posible ataque coordinado. La policía tenía razones para pensar que los suicidas aún rondaban por la ciudad. El abrigo largo en un día de verano es el tipo de pista que la policía había recibido órdenes de vigilar, dado que numerosos terroristas suicidas han utilizado este camuflaje en los últimos años para ocultar cinturones de explosivos amarrados a la cintura. Y lo que es más, la policía había recibido órdenes expresas de disparar a la cabeza si pensaban que alguien podía cometer un atentado suicida con bombas ocultas.

Las cargas suicidas suelen estar diseñadas de tal forma que se activan con un simple movimiento del dedo del terrorista, que podría encontrarse herido, tumbado en el suelo, rodeado por todo un ejército de hombres armados y aun así hacer explotar su carga.

Es cierto que el policía que acabó con la vida de De Menezes hizo algo terrible. Pero también hizo algo muy correcto. Una de las tragedias de esta era de terrorismo suicida, de hecho algo presente en todas las guerras, es que los actos correctos son a veces terribles. Los terroristas suicidas cometen atrocidades gratuitas, pero nosotros las cometemos únicamente cuando son necesarias para evitar que ocurran otras aún peores.