Cuando todo es campo de batalla

Si alguien me conminara a definir el rasgo primordial que, en mi opinión, mejor caracteriza la deriva que ha ido sufriendo la experiencia vital del hombre contemporáneo, respondería sin dudar un instante que para la inmensa mayoría de la gente el mundo en su conjunto se ha endurecido de manera extraordinaria. Dicha percepción se podría vincular —hasta el extremo que incluso podría ser considerado un desarrollo de ello— con lo que planteaba el novelista francés Michel Houellebecq acerca de la sociedad actual como ampliación del campo de batalla en la novela del mismo título (aunque bien podría afirmarse que hace lo propio en el resto de sus obras), ampliación en la que la lógica de la competitividad, del antagonismo, del darwinismo social habría impregnado absolutamente todas las regiones de la experiencia humana.

Ya no estamos, manifiestamente, en el escenario dibujado por Habermas hace apenas tres décadas, cuando todavía sostenía que las utopías habían emigrado del mundo del trabajo al mundo de la vida, convencimiento que, a la vista de lo que ha terminado ocurriendo, no queda otro remedio que calificar como de ingenuo o consolador. Ahora resulta de todo punto evidente que esa otra esfera vital, hasta un cierto momento presuntamente a salvo, también ha sido colonizada por lo económico.

En realidad, analizada la cosa con atención, no hay esfera que haya escapado a su influencia. Ahí está, por si hiciera falta algún ejemplo, la deriva sufrida por algunas ideas, cuyo significado también ha ido empapándose de determinaciones economicistas. Sin ir más lejos, la venerable idea de progreso ha dejado de plantearse como un instrumento teórico que daría cuenta del aumento del bienestar de los individuos y de las sociedades, o que describiría la mejoría de sus dimensiones espirituales, para pasar a referirse, casi en exclusiva, a indicadores macroeconómicos (prima de riesgo, PIB, costo de la deuda soberana, etcétera), ajenos por completo a las personas e incluso a los grupos.

El matiz de que la esfera económica ha alcanzado una hegemonía casi absoluta en todas las regiones de lo real resulta completamente imprescindible para no interpretar que nuestra afirmación inicial acerca del endurecimiento del mundo aludía tan solo al endurecimiento de las condiciones materiales de vida de los ciudadanos. Así, la colonización por parte de lo económico de la esfera de las representaciones que constituyen nuestro imaginario colectivo ha dado lugar a unos efectos ideológicos que en modo alguno cabe soslayar.

A través de tópicos tan difundidos por la autoayuda —y otros discursos análogos— como el de que debemos gestionar nuestras vidas del mismo modo que si fuéramos empresarios de las mismas —insistencia basada en el convencimiento antropológico de que, a fin de cuentas, toda persona es una empresa en miniatura— quedamos convertidos también en responsables de nuestros males, que pasan a ser automáticamente equiparados a una mala gestión de la propia empresa. Se sigue de semejantes premisas, por señalar una de sus consecuencias lógicas más destacadas, que si no somos capaces de “convertir la crisis en una oportunidad”, por mencionar uno de los tópicos más socorridos, pasamos a ser culpables de cuanto nos pasa, como acertadamente ha señalado Barbara Ehrenreich en su libro Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo.

En ese sentido, cabría afirmar que lo característico del presente momento histórico sería que, más allá de lo planteado por el calvinismo (o, en su versión filosófica, por el kantismo), que instaba a la interiorización de la ley moral, ahora lo que el individuo estaría interiorizando sería el entero orden del mundo (esto es, el campo de batalla en su totalidad, ampliado en la forma que acabamos de señalar), sintiéndose responsable también de su ineficiencia en cualquier ámbito a través de la falacia del empresario de sí mismo. El escenario les resultará, a buen seguro, familiar. Sin grandes resistencias, en nuestra sociedad los ciudadanos han acabado, en efecto, por responsabilizarse de prácticamente todo: de sus enfermedades, por no haberse cuidado lo suficiente; del cambio climático, por su escasa preocupación por el reciclaje de los residuos domésticos; de las exclusiones, por su falta de empatía con los diferentes; de la crisis económica, por haber vivido supuestamente por encima de sus posibilidades, y así hasta el infinito).

Ahora bien, algo conviene advertir a fin de aquilatar de manera adecuada las consecuencias de este proceso sobre la subjetividad de los individuos y sobre la sociedad en general. Porque se observará que el mecanismo que tradicionalmente se había seguido para persuadir a los individuos de que interiorizaran, pongamos por caso, una determinada norma o costumbre se basaba en su bondad en la esfera correspondiente (bondad que se declinaba, según el caso, en términos de justicia, eficacia, utilidad o la cualidad que fuera). Formulado a la hegeliana manera: el supuesto/principio sobre el que se basaban tales interiorizaciones era el de la racionalidad de lo real. O con otras palabras: asumir las diferentes lógicas mediante las que dicha realidad se regía era una forma de aceptarla.

Pero detengámonos, por un momento, a pensar en este asunto: si fuera el caso que lo real se hubiera empezado a revelar como escasamente racional en todas sus esferas (lo que, siguiendo la misma argumentación, equivaldría a cuestionar no solo la justicia, sino también la eficiencia, la utilidad, etcétera, de cada una de ellas) entonces la interiorización de un tal (des)orden, de tamaño sinsentido, equivaldría a endosarle al individuo la imposible tarea de hacerse cargo del endemoniado caos del mundo. Sin más escapatoria que la de renunciar, cansado y derrotado, a la condición de protagonista de su propia existencia, esto es, a su condición de sujeto.

He aquí la pesadilla de la que no estamos consiguiendo despertar. Sin embargo, que estemos viviendo la dureza del mundo como una fatalidad, que parezca que se nos han escapado definitivamente de las manos las riendas de nuestro propio destino, no puede constituirse en una condena inapelable. Nos desangramos intentando hacernos cargo del sinsentido de lo real, del endemoniado caos del mundo, entre otras cosas porque hemos abandonado cualquier expectativa de racionalidad, ya que tal rasgo solo se predicaba de las acciones humanas, y estas que ahora constituyen el entramado de nuestra vida social aparecen como acciones sin dueño, como los efectos de fuerzas ciegas y sin control al margen de la voluntad humana. Pero semejante apariencia resulta por completo engañosa.

Me disculparán la verticalidad, pero el espacio no da para más: la fachada mecánica, naturalista, impersonal con la que hoy se nos presenta el mundo es el disfraz más eficaz que han podido encontrar sus nuevos amos. Que han decidido esconderse ante la clamorosa evidencia de que no disponen de respuesta para una pregunta bien sencilla: ¿este es el insuperable modelo histórico de organización económica y política del que tanto presumían hace 25 años, mientras caían los últimos cascotes del Muro?

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Autor del libro Filósofo de guardia (RBA).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *