Cuando todo esto pase...

Esta es la frase que más he oído en los últimos meses en España. Cuando la gente la pronuncia quiere que termine pronto la pesadilla en la que se ha convertido la crisis, para poder volver a la normalidad. Sin embargo, tenemos que escapar cuanto antes de este remolino intelectual que nos engulle, y que envilece nuestra conciencia sobre la situación económica en la que estamos. El mundo económico que hemos conocido hasta 2007 nunca volverá. Si no ajustamos y recapitalizamos nuestra economía, nos espera un decenio perdido, años de austeridad y estancamiento económico con riesgos de deflación como Argentina o Japón. ¿Qué hacer?

La conducta desestabilizadora de los inversores internacionales obedece a las lúgubres perspectivas de nuestra economía, en la medida en que estas afectan a la solvencia y a la liquidez de los bancos e, indirectamente, al sector público. También les preocupa el endeudamiento del sector privado y la opacidad de las finanzas regionales y municipales. ¿Qué estrategia podríamos seguir para que la prima de riesgo detenga su escalada hacia el nivel de riesgo de impago? Disipar aquellas incertidumbres y, siguiendo el ejemplo de Islandia, dejar quebrar aquellos bancos mal gestionados a fin de que los accionistas y los acreedores -bancos alemanes, franceses, y holandeses- sufriesen las pérdidas que resultasen de sus decisiones equivocadas de inversión, pero protegiendo siempre a los depositantes. Aunque esto pudiese infundir temores adicionales sobre nuestra deuda pública, o provocar ondas expansivas en el interconectado sistema bancario de la eurozona, la lógica económica obligaría al sector privado, y no al contribuyente ni al depositante, a pagar los platos rotos. El sistema que ahora prevalece en la Unión Europea, sin embargo, protege la acción irresponsable de la banca cuando presta dinero. Mientras no cambie, los bancos no tendrán buenas razones para cambiar su comportamiento.

Otra línea de acción consistiría en solicitar un rescate en el futuro, pero esto no atacaría las causas fundamentales del débil crecimiento, y constituiría una distracción que agravaría la situación. Más financiación significaría más deuda y más intereses a devolver, lo que mantendría alta la prima de riesgo soberano -como la experiencia irlandesa nos demuestra-, reduciendo nuestra capacidad para financiar la economía y empeorando las perspectivas de crecimiento. Además, un rescate no eliminaría el riesgo de impago soberano del Gobierno. ¿Qué pasará cuando, como sostienen algunos analistas, el rescate de Irlanda requiera más de los 85.000 millones obtenidos, una cifra demasiado pequeña para evitar la insolvencia cuando, dentro de unos años, se tenga que rembolsar dicha deuda? En España, un rescate eficaz requeriría un programa de ajuste con reformas estructurales y fiscales pendientes. Por ello, lo prudente sería acceder a un rescate limitado pero con bastante ajuste. Así, una ayuda escasa evitaría endeudarnos demasiado, y haría políticamente más soportables las condiciones de ajuste, al venir impuestas desde fuera.

Aunque en términos

macro-económicos no necesitamos, por ahora, un rescate, las elevadas necesidades de capitalización de la banca (70.000-120.000 millones) y la transformación de 180.000 millones de euros en activos bancarios de dudosa solvencia en un futuro cercano, son argumentos que pesan en las decisiones del inversor. Estas cautelas elevan la prima de riesgo y el coste de la financiación, y ponen en peligro nuestros fundamentos macroeconómicos y las expectativas de recuperación. El mejor modo de combatirlas consistiría en recuperar la reputación y la credibilidad. ¿Qué nos ayudaría a recuperar la credibilidad? Una parte nos atañe a nosotros, y otra, a la UE y al dueto franco-alemán. La Cumbre Europea del 16-17 de diciembre ha sido una ocasión perdida. La Unión Europea no ha dado un impulso político para avanzar hacia una mayor integración fiscal que, al final, terminase desembocando en un presupuesto federal. Así, cuando se produjese una perturbación macroeconómica asimétrica serían posibles transferencias de renta desde las zonas/países en expansión hacia las zonas/países deprimidos, como ocurre con California con respecto al presupuesto federal de Estados Unidos.

El coste de salir del euro es tan exorbitante para los que salgan como para los que se queden. Por eso, el dueto franco-alemán debe valorar hasta qué punto les conviene poner en peligro al euro. ¿De dónde obtiene Alemania su superávit exterior? ¿Cuánto sufrirían los bancos alemanes o franceses si España o Italia se declarasen insolventes? Los bancos franceses, por ejemplo, están muy expuestos con Italia. Tensar en exceso la cuerda, bloqueando la propuesta de eurobonos o subestimando el tamaño del fondo de rescate, podría no ser muy racional y elevar el rendimiento de los bonos alemanes o franceses. ¿Debemos seguir dejando la federalización de Europa en manos de los mercados financieros, o recuperarla para el ámbito de la política?

Al Gobierno le incumbe trabajar con la máxima transparencia y reconstruir su reputación, anunciar públicamente el calendario de reformas, demostrar con hechos su determinación para acabar con políticas espasmódicas y establecer una estrategia de crecimiento, ambiciosa pero creíble, que arranque por las exportaciones. Yerra cuando, en sus previsiones para 2011, fía la reducción del déficit público a la reactivación del consumo privado, porque la secuencia habitual del ciclo se manifiesta primero a través de las exportaciones, después la inversión y, solo al final, el consumo privado.

La recuperación de las exportaciones pasa por mejorar el acceso al crédito y recuperar el 10-15% de la competitividad perdida con la eurozona desde 1999. Esto último supone reducir, en la misma cuantía, el diferencial de costes laborales unitarios durante varios años, para seguir después con crecimientos paralelos de costes laborales y productividad. Estrechar el diferencial obligará a un crecimiento de los costes laborales reales inferior al de la productividad. Aunque esta última ha mejorado, es probable que ello se deba más a la fuerte destrucción de empleo que a ganancias genuinas de productividad. En cuanto a los costes laborales, el diferencial de remuneración por asalariado con la eurozona solo ha comenzado a menguar a partir del segundo trimestre de 2010 debido, en parte, al suave ajuste salarial del sector público. Pero sigue faltando un ajuste salarial en el sector privado. Otra vía donde hay margen para estrechar el diferencial de costes laborales es la reducción de la fiscalidad sobre el trabajo (contribuciones sociales, indemnización por despido y otros impuestos), lo que incentivaría la contratación de mano de obra. También ayudaría reformar la negociación colectiva y disminuir significativamente el impuesto de sociedades.

El Gobierno debe estar resuelto a terminar con la opacidad financiera de las comunidades autónomas y ayuntamientos, y anunciar que no rescatará a las que estén sobreendeudadas. Todo ello, al margen de la calculada ambigüedad con la que este asunto está contemplado en la normativa vigente, y de que el Protocolo sobre déficit excesivo del Tratado de Maastricht considere como deuda la perteneciente a la Administración central, regional, local y a los fondos de la Seguridad Social. En cuanto a los ingresos por las privatizaciones recientes, no computan para reducir el déficit según el Tratado, pero sí reducen deuda, cuando lo que tenemos es un problema de déficit y no de deuda. Hacemos caja cuando lo que quieren ver los inversores para seguir prestándonos dinero es un ajuste y una estrategia que siente las bases de una recuperación que incluya la recapitalización de la banca. Por último, se debería terminar con la valoración de los activos inmobiliarios a precios irreales que realizan las instituciones financieras, y con las ayudas que, mediante el acceso a condiciones privilegiadas de financiación, reciben del FROB algunas instituciones sobreendeudadas. Evitaríamos así repetir el error irlandés de salvarlas, pues se deben limpiar los activos inmobiliarios para que se recupere la economía, no al revés.

Todo ello reclama un impulso y dirección políticos de nuevo cuño que acometa las acciones señaladas, dé a España un plus de credibilidad que alivie la presión sobre el bono español y nos permita salir de la tolvanera mental que encenaga nuestra percepción sobre la gravedad de la crisis.

Por Manuel Sanchis i Marco, profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia.

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