Cuando todo esto termine, el futuro ya no será el que iba a ser. Aquel hacia el que nos dirigíamos se habrá quedado aquí, atrapado en esta pandemia, con la forma interrumpida de una carretera cortada.
Y a partir de ese punto, no parece que haya muchas más certezas porque no se ve casi nada. Lo que creemos ver son sombras, nada más. En parte, porque todavía no sabemos los niveles de incidencia que esta pandemia será capaz de alcanzar. No conocemos el impacto completo que tendrá en nuestro país o en otros países y continentes. Y, además, es pronto todavía para saber si habrá nuevos brotes en los próximos meses. Demasiado pronto para adivinar cuánto tardará la vacuna.
Por desconocer, desconocemos —al menos, por ahora— incluso el número exacto de personas contagiadas y fallecidas, tanto en España como en el conjunto del mundo. Un mundo por el que el virus se ha extendido a mayor velocidad de cuantos hemos conocido y en el que ha abarcado una dimensión geográfica también mayor que ningún otro. Velocidad y globalidad, rasgos distintivos de una época que también lo son de esta pandemia.
Cuando todo esto termine, no es difícil imaginar que aquello que denominábamos normalidad tendrá, en mayor o menor medida, una significación diferente. Y que, de la misma manera, conceptos como ciudadanía, privacidad, vecindad, distancia y cercanía serán palabras cuyos significados quizá tampoco tarden en entrar en fase de revisión. Qué hará todo esto con el lenguaje y el lenguaje con todo esto son preguntas para las que todavía no tenemos suficiente visibilidad. Sigue siendo demasiado pronto para casi todo.
Cuando todo esto termine, convendría no olvidar que la sociedad española ha sufrido el impacto de esta pandemia cumpliendo con lo que le han pedido los representantes del Gobierno. Y que no se le puede reprochar absolutamente nada. Porque lo ha hecho asustada, viendo cómo, en muchos casos, un virus ha ido contagiando a su alrededor a familiares y amigos y a veces ha pasado muy cerca con un final más que dramático. Es, además, un virus que la golpea de forma asimétrica, porque aunque es cierto que no entiende de fronteras y de países, sí entiende de niveles de renta y de clases sociales. Igual que las medidas aplicadas, que también caen en la sociedad de forma distinta en función de renta, profesión o tipo de trabajo, produciendo niveles dispares de riesgo cuando se sale a trabajar o se trabaja desde casa.
Es una sociedad que, además, sufre un miedo añadido, el de la pérdida del empleo y la incertidumbre laboral sobre el futuro. Todo indica que, desgraciadamente, la EPA de finales de este mes nos dará una dimensión más cercana a la realidad del mercado laboral. Así que cuando llegue el momento del examen de responsabilidades no habrá en la sociedad española responsabilidad alguna ni reproche de ningún tipo. Ha hecho, en todo momento, lo que le han pedido que hiciera, y de manera ejemplar.
Cuando todo esto termine, estaremos obligados a no olvidar el enorme precio pagado por los profesionales del sistema nacional de salud. Mujeres y hombres que han salvado miles de vidas en hospitales y centros médicos mientras alcanzaban unos niveles de contagios impropios de un país como el nuestro por sufrir una escasez de materiales también impropia de un país como el nuestro. La deuda que España ha adquirido con ellos es enorme. Y está obligada a devolverla.
Para ello, sería una grandísima noticia que nuestro país replanteara su aproximación al sistema nacional de salud.
En primer lugar, porque nuestros niveles de inversión (8,9% sobre PIB) están un punto por debajo de la media de la Unión Europea (9,8%) para el conjunto del sistema de salud. Nuestra inversión media en sanidad, por persona y año, es de 2.371 euros. La media de la UE está en 2.884 euros. Es más que evidente que nuestros números son muy mejorables. De la misma manera, también lo son las condiciones laborales de los médicos del sistema; nuestro país tiene una media de 3,9 médicos por cada 1.000 habitantes. Grecia está en 6,3. Portugal, en 4,4. Alemania, en 4,2. Y pasa lo mismo con el personal de enfermería; estamos en 5,3 sobre 1.000. De nuevo, por debajo de la media de la Unión Europea.
Y finalmente, sus sueldos, sustancialmente inferiores a los países con los que nos comparamos; menos de la mitad que la media salarial de los médicos en Francia o en el Reino Unido cuando el salario medio en estos países no dobla el nuestro. Es mucho el margen de mejora que tenemos en materia de inversión sanitaria.
En segundo lugar, el Ministerio de Sanidad. Debería tener un protagonismo mucho mayor dentro del sistema de salud en nuestro país. Y esto no quiere decir que deba adquirirlo o ejercerlo en detrimento de las comunidades autónomas. Quiere decir que la personalidad, la relevancia y el papel que tiene que desempeñar debe ser mucho mayor porque esta enorme prueba de fuego está demostrando que es una institución fundamental en el propio funcionamiento del sistema.
Y en tercer lugar, por la narrativa y la altura que merece adquirir la sanidad pública en el debate político. Es un factor determinante de nuestro modelo de sociedad. Y a la vez, un elemento clave de nuestro modelo de desarrollo económico. Ese es el sitio que debería ocupar. Sin una ciudadanía con acceso en condiciones de igualdad a la salud no hay posibilidad alguna de cohesión social. Es una injusticia social más que evidente. Pero, además, es un enorme lastre en las capacidades productivas. Es en este espejo aumentado de la pandemia donde se ve de forma nítida la íntima relación que la sanidad guarda con el modelo social. Pero también con las capacidades productivas y con el modelo económico. Lo primero nunca fue muy relevante en el discurso de la derecha española. Lo segundo hace ya tiempo que, por alguna extraña razón, se ha desdibujado en el discurso de la izquierda.
Para un reto como este, determinante en la configuración de lo que somos como país, la única vía posible es la de un gran pacto de Estado por la sanidad. Para blindarla y optimizarla, para dotarla de capacidades y fortalezas y para elevarla en importancia dentro de otras narrativas bien distintas.
Cuando todo esto termine, ojalá las fuerzas políticas hayan sabido traducir lo que se escucha todos los días a las ocho de la tarde en la gran mayoría de las calles de nuestro país. No parecen posibles pactos de Estado de otro tipo. Pero ojalá fuera posible este. Se lo merece la sociedad española, que tantas vidas está perdiendo. Y se lo merece nuestro sistema nacional de salud, que tantas vidas está salvando. Ojalá tengamos suerte.
Eduardo Madina es director de KREAB Research Unit, unidad de análisis y estudios de la consultora KREAB en España.