Cuando todo vale, nada vale nada

Leí hace unos días que delinquir es superar los niveles de moralidad media aceptada en una sociedad y además ser descubierto. Si esto es cierto -y no parece que, cinismos aparte, sea mentira-, cabe preguntarse cuál es el nivel medio aceptado de moralidad en el seno de la sociedad en la que nos ha tocado vivir. Recientes casos de corrupción -los trajes de un eximio presidente, los bolsos de campanuda dama o cualesquiera otros equivalentes habidos por la banda de babor del bajel político-pirata que nos lleva por el mar proceloso de la política actual- pudieran servirnos de reflexión.

Cuando una gran parte de la sociedad considera estos hechos como normales, y además plausibles, delinquir empieza a ser mucho más difícil de lo que, en principio, uno pudiera imaginarse. Si la conciencia colectiva parte del principio generalizado de que todos haríamos lo mismo de encontrarnos en ese lugar y circunstancias, es de recibo que el caso contrario al calificado de alarma social -el que insta al encierro preventivo de un sospechoso- se nos muestre en toda su plenitud y nos lleve a dejar en libertad a quien, en virtud de un mandato democrático, se pasea por la vida sin pagar sus facturas de acuerdo con el nivel de exigencia que afrontamos el resto de sus conciudadanos. ¿Dónde la frontera? ¿Cuál el nivel? ¿Quiénes los delincuentes? ¿Es posible que la salud moral de una colectividad humana admita tácitamente el destino de las gentes en función tanto de un nivel así determinado como del estatus que disfrute cada clase? ¿Qué es lo que determina el nivel y el estatus?

No es baladí el hecho de que hayamos aprendido a recitar artículos de fe, uno detrás de otro, en memorística batería y como si de mantras se tratase hasta asumir, como verdades intangibles, afirmaciones sobre las que si nos detuviésemos a reflexionar podríamos acabar por llenarnos de sonrojo con no pocas, y de vergüenza con casi todas ellas. Con la misma vehemencia que recitamos el credo reproducimos los artículos de fe social que heredamos de nuestros mayores: robar a un ladrón tiene 100 años de perdón, desconfía y acertarás, matar rojos no es matar o matarás con justicia, como se llegó a proclamar en este país no hace todavía 100 años, y por ahí seguido, refranero adelante, hasta convencernos de que se puede matar impunemente, robar sin castigo o pensar que nadie dice nunca la verdad.

Si se pueden llegar a negar las verdades ajenas, o eliminarlas; si se puede llegar a robar o incluso a matar sin delinquir, es de suponer que, con los niveles de moralidad así establecidos, una sociedad pueda llegar a ámbitos de convivencia en los que todo valga y esté justificado. Vistas así las cosas, ¿cuáles son los parámetros actuales a partir de este tipo de consideraciones, si es que aquí no empezamos a campar ya cada uno por sus propios respetos?

Las recientes declaraciones de un ex presidente del Gobierno sobre la oportunidad que tuvo de hacer saltar por los aires toda la cúpula de una banda terrorista sin contar con respaldo legal de ningún tipo, únicamente con la aquiescencia generalizada de una sociedad guiada por el principio básico de caña al loro hasta que aprenda el catecismo, o el reciente reportaje sobre el 23-F que enrola en el mismo barco conspirativo a Fernández Campo y al general Armada, a la Reina y a Nicolás Mondéjar, dan idea de un país con unos muy bajos niveles de esa moralidad que determina el grado de delincuencia y reduce su nivel a unos mínimos preocupantes.

Cuando todo vale, nada vale nada. Un país necesita una sociedad civil organizada y fuerte al tiempo que cabal, capaz de determinar un nivel mínimo de moralidad exigible que determine el de competencia y eficacia, el de honradez y decencia del total de sus componentes; es decir, que regule la vida no solo de los ciudadanos comunes sino también la de las instituciones y la de aquellos que en cada momento las dirijan. ¿Tenemos esa sociedad civil así organizada? Todo indica que no o que, al menos, no lo suficientemente asentada, no lo necesariamente organizada y capaz.

Delinquir es superar los índices de moralidad media existentes en una sociedad y ser descubierto, según se citaba al principio. Al cabo de los años, empieza a ser conocido un número más que suficiente de actos que, cuando no lo rozan, superan el nivel medio de moralidad; o eso debemos creer si queremos sobrevivir como proyecto de convivencia en común. Ese conocimiento nos debe llevar a considerar como delitos los habidos, por mucho que ya hayan prescrito, no con el objeto de condenar a nadie, sino de que nos induzca la necesidad de mejora de la salud moral colectiva.

La gente común, la que paga impuestos y arrostra la crisis con espíritu encomiable, la que lleva tragando consignas y mentiras, artículos de fe y medias verdades con afanes dignos de mejores causas, se merece vivir en el seno de una sociedad civil fuerte y decidida que, de una bendita vez, controle a la sociedad político-institucional en vez de ser controlada y manipulada por ella como lo ha venido siendo hasta ahora.

Alfredo Conde, escritor.