Cuando ya no tiene gracia

La nostalgia es una mala forma de arraigar en el presente. Pero cuando este se va convirtiendo en algo parecido a una navegación tempestuosa, algunos de los elementos de la añoranza pueden darnos cierta orientación, como los restos de un naufragio que indicaran tierra firme. No conviene sin embargo autoengañarse idealizando el mundo del que formaban parte: informan más de las carencias del ahora que de unas hipotéticas virtudes del pasado, aunque algo de aprovechable haya en ellos. En este sentido, es curiosa la proliferación en las redes sociales de vídeos con antiguos debates políticos. Hay una cierta fascinación vintage en ese rescate de sesiones que encontrábamos tediosas, pero también se insinúa una nostalgia por una cierta forma de constituir la escena política, de hablarse unos a otros, de discutir el futuro de un país. ¿Acaso echamos de menos la política aburrida? No lo creo. Lo que probablemente añoramos es una política sin adjetivación pomposa: ni espasmódica, ni bombástica ni épica. Una política sin más palabra esdrújula que ella misma.

Las redes sociales son cada vez menos esa utopía de la igualdad de palabra con la que nos embelesábamos al principio y cada vez más un lodazal. Son un lugar peligroso para la vida política porque en ellas precisamente se hace política, pero de la peor clase. Nunca pensamos que aquello de “lo personal es político” acabase malbaratado en una farsa donde la política se tritura en una orgía de egos y chalaneo. No es de extrañar que la BBC haya implantado una directiva para que sus periodistas sean conscientes de que sus más que personales opiniones expresadas en Twitter ponen en riesgo la imparcialidad de su trabajo informativo. Una máquina puede ser a la vez algo ciego y algo con mucho poder. Pocos se acuerdan hoy, pero la tesis liberal —más prescriptiva que descriptiva— de la neutralidad del Estado se basa en una idea similar. El Estado debe desempeñar un papel imparcial en sus intervenciones dado su enorme poder coercitivo como aparato, porque cualquier escoramiento de ese coloso deriva fácilmente en opresión. Unamos en un mismo invento una máquina tonta de influir y gente con poder y obtendremos un cóctel infernal.

La reciente broma del vicepresidente segundo del Gobierno en la que tuiteaba una caricatura de sí mismo aderezado con un moño folclórico e irresponsablemente jaleada por periodistas parece anecdótica, pero no lo es. Tampoco es circunstancia privativa suya, sino desgraciadamente una actitud que abunda por todo el arco político. En todos los casos lo que se revela es una sorprendente incapacidad de situarse en la realidad por parte de muchos miembros de la clase política. Puede que la dureza de las circunstancias actuales a veces requiera el alivio del humor o la ligereza, pero desde luego no en una autoridad o autoridades públicas en cuyas manos está el destino de millones de personas asustadas. Es hora de plantearse el uso que se hace de Twitter entre este colectivo. A un cargo político le va asociada una determinada gravedad en la manera de conducirse en público. No se trata de un encorsetamiento prescindible, sino de la expresión de una distancia necesaria respecto a la dimensión puramente personal de quien desempeña el cargo. La separación simbólica entre persona y cargo es así condición obligatoria para ejercer el último, porque por definición este implica actuar en nombre de todos y para todos. El famoso “es mi opinión personal” ni puede ni debe aplicarse aquí.

Ejercer una autoridad pública supone una enorme responsabilidad para cuyo desempeño hay que dejar la dimensión personal donde corresponde: nuestra casa. Y de nuevo, ello no es un capricho porque, por la misma razón, las personas en ejercicio de un cargo público bajo ningún concepto pueden ser acosadas en esa dimensión personal. Todos debemos repudiar que se produzcan las indignantes escenas de invasión de la intimidad que hemos presenciado a la casa de este mismo político y otros: porque suponen la invasión de una distancia de seguridad imprescindible para que hagan su labor.

En resumidas cuentas: es oportuna y necesaria una severa reprimenda a todos esos políticos demasiado aficionados a Twitter: la contención y el decoro exigibles es parte de su trabajo. No es un sacrificio, sino un deber. Aunque esté desarrollada por personas la dimensión política tiene un rasgo irrenunciable de comportamiento impersonal. Y lo tiene por buenas razones: garantizar el ejercicio firme y digno de ese ámbito representativo, que para ser de todos no puede acaparar en exceso los rasgos de alguien en particular. Entre la cansina reivindicación del carisma y el histrionismo hay una línea ya demasiado fina. Anoten bien: la mejor manera de estar cercano a las personas no es perder la compostura, sino guardar la distancia simbólica debida para que puedan, efectivamente, servir a todos. Compórtense.

Alicia García Ruiz es profesora de Filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid.

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