¿Cuánto cuesta la ciencia?

Dos años pandémicos nos han llevado a reflexionar sobre la importancia de la ciencia. De hecho, los científicos hemos asistido a un incremento exponencial del interés general por lo que hacemos y cómo lo hacemos. Sin embargo, queda pendiente una cuestión crucial: ¿Con cuánto lo hacemos?

La ciencia aporta respuestas a las preguntas de ahora y los problemas de mañana. Las vacunas de hoy se han creado con los conocimientos generados a finales del siglo pasado. Los móviles, los ordenadores, las plataformas de series y películas, las puertas que se abren al notar nuestra presencia, los escáneres que detectan anomalías y un largo etcétera han sido posible por mucha ciencia. Pero la ciencia cuesta dinero. De esto hay que hablar con claridad para poner los puntos sobre sus respectivas íes.

Sin entrar en la disputa sobre quién lo ha hecho peor, un dato llama la atención: en la última convocatoria para financiar proyectos científicos en España, el 47% de las solicitudes exitosas no llegan a los 90.000 euros a gastar en tres años (un Mercedes Benz Clase S híbrido cuesta 130.000).

¿Qué significa? La mayoría de los científicos del patio financian su investigación, y en ocasiones parte del salario de quienes componen el equipo, con estos proyectos. En caso de éxito, se nos veta optar a más financiación pública hasta dentro de tres años. Con esos escasos 90.000 euros se compra todo lo necesario para realizar experimentos que abren las puertas a soluciones en las más diversas áreas de nuestras vidas.

Hagamos una pequeña comparativa que nos ubique en la geografía mundial. Si nos ceñimos a la financiación pública que puede recibir un investigador promedio en suelo norteamericano ganador de una convocatoria del National Institute of Health (NIH), la media se sitúa en 1,25 millones de dólares para cinco años.

Es decir, mientras que en España la mayoría de los científicos reciben 30.000 euros para un año, en los Estados Unidos se perciben algo más de 250.000 dólares (unos 222.000 euros) a gastar en el mismo período de tiempo. Un cálculo rápido nos dice que aquí la ciencia se hace con siete veces menos dinero.

Esto es un reflejo palmario de la inversión estatal que hacemos. Mientras que en España se destina poco más del 1% de nuestro producto interior bruto (PIB), en los Estados Unidos se acercan al 3%, la media europea se ubica por encima del 2% y en países como Israel y Corea del Sur la inversión en ciencia roza el 5% del PIB.

Otro factor importante es la sensibilidad del sector privado y la ciudadanía en general. Por una parte, no hay una real implicación de la industria privada en la investigación científica y en la sociedad. Aún después de la pandemia, no ha calado la necesidad de un apoyo sólido y permanente.

Debido a las historias aguerridas que cimientan los grandes descubrimientos científicos, se ha implantado una concepción romántica de nuestra profesión. Todos recordamos a María Curie aislando los primeros elementos radiactivos con recursos precarios o a Ramón y Cajal costeando de su bolsillo las investigaciones que lo llevaron al Premio Nobel.

Es una realidad que con poco intentamos hacer mucho, la vocación nos aboca a luchar contracorriente. Mas hemos de ser conscientes de que los científicos juegan en el mismo mercado que el resto del planeta. La tecnología puntera es cara, el equipamiento necesario para hacer mediciones precisas pocas veces baja del medio millón de euros, los reactivos que usamos en nuestros experimentos se comercializan con precios desorbitados, los softwares que empleamos para analizar los datos que se generan cobran licencias anuales que exhiben cifras de tres ceros y para mantenernos al día en los avances científicos debemos suscribirnos a revistas especializadas que emiten facturas que se elevan sobre los 100 euros.

Echando un vistazo rápido y personal, como ejemplo ilustrativo y sin ánimo de sentar cátedra, puedo decir que mi equipo está compuesto por veinte investigadores, todos implicados en tres líneas de investigación: metástasis, sepsis y Covid-19. El tamaño de mi grupo no refleja la media nacional que, con total seguridad, está muy por debajo de veinte personas.

El pasado año pudimos establecer un nuevo marcador de gravedad en pacientes con sepsis, descubrimos unas células que pueden estar detrás de la metástasis en el cáncer de pulmón, propusimos una clasificación para los pacientes con Covid-19 que permite predecir su evolución desde las primeras horas y estudiamos las bases inmunológicas de la respuesta a ese virus que devino pandemia.

No sabemos si algunos de estos hitos se convertirá en una estrategia definitiva, en una cura o, al menos, servirá de base para resolver problemas esenciales de la salud pública. Lo que puedo asegurar es que son granos de arena y que los castillos se construyen ladrillo a ladrillo. Todo esto es imposible hacerlo si perteneciéramos a ese club cada vez más numeroso que accede a 30.000 euros al año como única fuente de financiación. Las alianzas con laboratorios extranjeros y la búsqueda de fondos bajo las piedras nos lo han permitido.

Soy consciente de que en un Estado como el español, donde se ofrecen prestaciones sociales amplias, incluyendo una sanidad de alto nivel, es difícil elevar las partidas destinadas a algo que, en apariencia, no reporta réditos inmediatos. La ciencia se cuece a fuego lento y no suele reportar votos en las elecciones.

Sin embargo, incrementar el porcentaje del PIB invertido en ciencia es un sueño que, al menos por imitación de los países de nuestro entorno, deberíamos adoptar. Pero no sólo debemos quedarnos en ello. Otra gran diferencia entre el investigador medio español y su homólogo norteamericano es la oportunidad que tiene el segundo de optar a financiación adicional que proviene de fundaciones privadas y donantes filantrópicos.

Es probable que una ley de mecenazgo con incentivos fiscales promueva la donación por parte de las grandes fortunas, tal y como ocurre en el Reino Unido y los Estados Unidos. De cualquier manera, no está en la genética de la patria el apoyo económico a la investigación. Lo de "que investiguen otros" ha hecho mella en una sociedad que, por lo general, muestra solidaridad en otras muchas causas.

Una vez, mi amiga Sol Aguirre, escritora y coach, me preguntó qué se necesita para acabar con el cáncer. Mi respuesta fue una palabra: dinero.

En la misma cuerda, otra mujer fantástica, María Fernanda Picó, quien dedica sus días a proyectos financieros en un banco internacional, ha propuesto que se implemente una tercera casilla en la declaración de la renta para dedicar parte de lo recaudado a la investigación científica. Hacienda debería tomar nota de esta acción popular que no resta a las arcas estatales.

Y hablando de Hacienda: flexibilizar la gestión para poder gastar el dinero que ganamos con nuestros proyectos es un reclamo tan antiguo que a veces lo olvidamos. Pero de ello hablaremos en alguna otra entrega de esta columna semanal que hoy inauguro. Un espacio donde pretendo difundir ciencia, política científica e investigaciones recientes, siempre en Español.

Eduardo López-Collazo es director científico del Instituto de Investigación Sanitaria del Hospital Universitario La Paz (IdiPAZ), de Madrid.

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