¿Cuántos muertos toleraremos para intentar salvar nuestras economías?

Turistas en la Playa del Inglés, al sur de Gran Canaria, este mes. Credit Borja Suarez/Reuters
Turistas en la Playa del Inglés, al sur de Gran Canaria, este mes. Credit Borja Suarez/Reuters

Llegó el verano. Y México y España, dos de las naciones que gestionaron de manera más cuestionable la pandemia, están abiertas al turismo. Quien esté vacunado puede tomarse su avión a Barajas o El Prat para gozar el mantecoso sol mediterráneo. A México, el cuarto país con más muertes por el virus del mundo, entrar es todavía más fácil: no se debe presentar PCR ni prueba de antígenos ni vacunas ni le tomarán la temperatura. Mi casa es su casa.

México y España han abierto sus fronteras a los turistas por la menos sanitaria de las razones: dinero. El mundo encara una tercera ola con una variante, la delta, que se propaga y contagia más rápido, pero el temor milenarista de los inicios de la COVID-19 parece disiparse animando a algunos gobiernos a convertirse en administradores del peligro, más que de la salud.

No hay manual para transitar estos tiempos difíciles. La pandemia se montó sobre riesgos asimétricos que se profundizan con el tiempo: los más pobres deben asumir más amenazas para sostener sus vidas precarias mientras los ricos pueden arriesgar menos gracias a sus colchones financieros mullidos. Por eso en naciones, como México y España, donde el turismo representa alrededor del 17 y el 14 por ciento del PIB, los gobiernos sopesan sus decisiones como generales en una guerra: ¿cuántos muertos somos capaces de tolerar para mantener de pie la economía? ¿Qué ratio ingreso/cadáveres aceptamos?

El virus no es democrático pues aumenta el costo de la toma de decisiones en los que arrastran problemas. Economías turísticas como Francia o Italia lanzaron programas agresivos de gasto público para aguantar la crisis y España también, aunque con una economía más endeble tras la crisis financiera de 2008.

Hay razones para considerar el riesgo, argumentan. El desempleo juvenil español es muy elevado, los expedientes de suspensiones laborales han sido masivos y todas las economías regionales necesitan los euros frescos de los turistas nacionales y extranjeros. En México el fenómeno es aun peor. Más de la mitad de la población vive en la economía informal, sin ingresos, salud pública de calidad, protección o retiro asegurados. El gobierno mexicano es de los que menos ayudas pandémicas otorgó y no parece tener un plan contracíclico. Peor aún: mantuvo sus recortes presupuestarios durante la pandemia.

En el debate entre economía y salud, los gobiernos deberían asumir posiciones más sanitariamente cautelosas y económicamente heterodoxas. Aumentar las ayudas a las economías dependientes del turismo es una solución temporal. Por supuesto, México es distinta a España —que tiene más recursos—, pero el gobierno de Andrés Manuel López Obrador pudo y puede, como tantos otros, ampliar el déficit y contraer deuda. El mundo ha ampliado el gasto público y activado el aparato estatal porque entendió que son circunstancias extraordinarias.

Con casi 84 millones de visitantes, España fue el segundo mercado turístico mundial en 2019. Ese año prepandémico, México absorbió poco más de 45 millones de turistas, el séptimo destino del planeta. Pero en 2020 —“el peor” de la historia para el turismo, según la Organización Mundial del Turismo—, ambas lo pasaron muy mal: España perdió el 76 por ciento de sus visitantes; México, el 44 por ciento. Ninguna parece tener oxígeno para otro año negro.

Abrir la economía en medio de una ola agresiva no parece la mejor decisión sanitaria y suena absurdo e indignante para quienes se han cuidado como supervivientes. Pero los gobiernos viven de tener a sus votantes satisfechos o, al menos, de evitarse problemas. En América, la mayoría de los expertos en turismo no espera regresar a niveles prepandémicos sino hasta después de 2024 y eso se traduce en alarmas estallando en cada pasillo oficial.

A mediados de 2020, cuando el gobierno español reabrió sus fronteras durante los meses del verano, pocos quisieron viajar sin vacuna a una nación muy golpeada por el coronavirus. La situación ahora también es complicada. Este mes, España ha visto subir los casos, en especial entre jóvenes, a niveles de riesgo. Cataluña, que tiene la incidencia más alta y es un motor económico, regresó a los toques de queda. Los médicos de Barcelona temen que las unidades de cuidados intensivos colapsen pronto. Ante el agravamiento, los Países Bajos y Alemania elevaron el riesgo de España —Inglaterra mantiene al país en ámbar— y Francia recomendó evitar cualquier viaje a la península ibérica.

La situación es tensa, pero el gobierno español confía en que los turistas llegarán vacunados y le mostrarán dados con un siete ganador: pocos enfermos, buen dinero y ninguna mala historia en la prensa que dañe agosto, el mes clave de las vacaciones. Es un riesgo de ruleta, sin duda. España tiene a favor que pide pruebas de vacunación —yo debí presentar mi certificado a la aerolínea cuando viajé a Barcelona a inicios de julio—, pero México parece Cancún ante una legión de spring breakers: vengan, y ahí vemos. No importa que la ocupación hospitalaria supere ya el 20 por ciento y los estados más afectados por el virus sean algunos de los que dependen más del turismo, como Quintana Roo y Baja California Sur.

México confía en que el origen de sus viajeros mejore sus probabilidades pues el 77 por ciento de sus visitantes proviene de Estados Unidos y Canadá, países con elevadas tasas de vacunación. Pero el gobierno de AMLO ha manejado la crisis sanitaria con liviandad. En un país con casi 500.000 muertos en exceso durante la pandemia y unos 300.000 muertos comprobados por coronavirus jugar al casino con millones de turistas es, en verdad, apostar a vida o muerte.

Como toda crisis que profundiza brechas, las naciones más ricas podrán diseñar un Estado más fuerte y hasta apostar por nacionalismos sanitaristas para proteger mejor a sus ciudadanos, pero no las más pobres o no tan ricas.

Dentro de cada país, las tensiones son crecientes. Empresarios y familias necesitan dinero; los mayores, cuidados; los jóvenes de veinte años ya han atravesado dos crisis globales —más, si viven en países en desarrollo. Con cada mes que pasa, se reduce la tolerancia individual y colectiva a las limitaciones de movimiento. ¿Paga el riesgo de mantener los cielos abiertos? ¿Salva invitar a medio mundo que vuelva a nuestras playas confiando en que, aun vacunados, no se contagiarán? Si así es, México y España tendrán una lección para enseñar. De lo contrario, se habrán sometido a una mala lección por voluntad propia.

Diego Fonseca es escritor y editor. Es director del Seminario Iberoamericano de Periodismo Emprendedor en CIDE-México y maestro de la Fundación Gabo. Voyeur es su libro más reciente.

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