¿Cuántos países caben en el Consejo de Seguridad?

El inesperado endoso americano, por boca del mismo presidente Obama, a la candidatura de la India como miembro permanente del Consejo de Seguridad encierra, más allá de la sorpresa, una doble novedad. De un lado, Washington rompe la cautela con que hasta este momento se había conducido al respecto, solo olvidada hace todavía pocos años con su endoso a la candidatura japonesa. De otro, reabre un debate que, siempre latente, parecía estar condenado a sufrir la lenta consunción de su propia dificultad. No es difícil imaginar que a partir de este momento los no escasos pretendientes a la coronación comparezcan en fila no necesariamente india ante el poderoso para preguntar si ellos no son merecedores de la misma solicitud.

Es suficientemente sabido que la composición del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas por lo que afecta a sus cinco miembros permanentes —Estados Unidos, China, Rusia, Francia y Reino Unido— no refleja adecuadamente los cambios producidos en la comunidad internacional desde que los cinco países con derecho a veto adquirieran tal capacidad en 1945, en el momento en que fue aprobada la Carta de las Naciones Unidas. Producto directo de la coalición bélica vencedora en la II Guerra Mundial contra los totalitarismos fascistas, la selección de los cinco grandes ha quedado congelada en unos evidentes desfases que tienen tanto que ver con las cambios en el poder específico de los protagonistas —nadie hoy pondría en duda la dimensión mantenida del poder americano, la creciente de China, la nítidamente disminuida de Rusia y la evanescente de Francia y el Reino Unido— como con la emergencia de nuevos actores en la vida internacional, donde los ejemplos, unos derivados del periodo poscolonial y otros producto de su misma laboriosidad, se multiplican: por supuesto la India, pero también Sudáfrica, y Egipto, y Nigeria, y Brasil, y, en un irónico giro de la historia, Alemania y Japón. La lista tiene otros muchos aspirantes, casi tantos como miembros de las Naciones Unidas, y las posibilidades de ampliación de los miembros no permanentes del Consejo, ya practicada hace algunos años, no basta: las costuras del sistema muestran líneas de fractura y, en la carrera, quien más quien menos se apunta al premio máximo: el derecho de veto. No sirven ya los premios de consolación.

Hace apenas un quinquenio que, llevados por su creciente autoafirmación internacional, indios, alemanes, brasileños y sudafricanos decidieron hacer causa común y pública de su candidatura. De manera harto natural se encontraron con que sus pretensiones tendían a convertirse en la suma cero de las pesadillas: la candidatura brasileña, en la medida en que pretende encarnar una representación regional, es sordamente disputada por Argentina; la de Sudáfrica, que se presenta como la imagen del continente, tiene competidores en Nigeria y en Egipto; la de la India, lo acabamos de ver, es acerbamente negada por Pakistán; la de Japón cuenta hasta ahora con un veto por parte de China; y la de Alemania no recoge la solidaridad europea, por decirlo suavemente: Italia, al grito de que ellos también fueron vencidos, encabeza un movimiento de repulsa en el que, sigilosamente y entre otros, se alinea España. Por no mencionar el peculiar resultado que traería el añadido de Alemania a un reducido conjunto en el que ya figuran con derecho de veto dos miembros de la Unión Europea. Hasta los más exaltados europeístas comprenden que esa súper representación del viejo continente produce chirridos.

Al abrir en la India la caja de Pandora, Obama ha dado carácter contencioso a una polémica que hasta ahora quedaba bien residenciada en los azacanados pasillos de las Naciones Unidas, con sus interminables discusiones, sus parcos resultados y sus imperfectas soluciones ad hoc: es público y notorio que Japón, la India, Brasil, Alemania y Sudáfrica, al ser reelegidos cada dos años para un puesto no permanente del Consejo de Seguridad, en la práctica se han convertido en presencias influyentes en el funcionamiento de la institución. En el caso de Alemania, por ejemplo, su presencia en el grupo de los países que negocian con Irán el desmantelamiento de sus instalaciones nucleares —los permanentes, además de Alemania— ha consagrado un statusal que solo le falta el nombre para adquirir la equiparación a los originales, incluso con independencia de su presencia o ausencia en el Consejo. ¿Era necesario en estos momentos agitar la colmena? En el presumible deseo de mostrar a los pakistaníes desde Nueva Delhi que la paciencia de Washington puede tener un límite, ¿no se ha corrido el riesgo de obtener resultados contraproducentes, lanzando hacia Islamabad dardos envenenados de imposible digestión? Ciertamente, es motivo de satisfacción el comprobar el positivo grado de entendimiento entre la India y los Estados Unidos, y mucho cabe esperar de ese alcanzado clima de cooperación en beneficio de la estabilidad internacional. ¿Era la mención al Consejo de Seguridad el precio exigido por los indios para celebrar las nupcias? Cabe dudarlo.

Y seguramente a la Casa Blanca no se le escapa que, por importante que resulte el endoso americano a tales efectos —por eso había sido tan parsimoniosamente dispensado hasta el momento—, con él no basta para configurar un nuevo Consejo de Seguridad. La complejidad terminal del tema radica precisamente en que son los cinco permanentes actuales los que con sus vetos determinarán quién accede al Olimpo internacional. Mostrar las cartas intempestiva y públicamente puede producir mucha satisfacción en el recipiendario de los afectos, pero poca eficacia en el momento final de la negociación. Y basta con que alguien sea bautizado como amigo de alguien para que automáticamente quede estigmatizado como enemigo de algún otro. Nada que a estas alturas no fuera ya suficientemente conocido.

Convendría en cualquier caso que la futura composición del Consejo de Seguridad, en cuyo diseño siguen residenciadas facultades fundamentales para la ordenación de la comunidad internacional, no quedara sometida a los caprichos de prestigio nacionalista de unos o de otros. El reconocimiento de magnitudes comprobables debería incluir la capacidad de comportamiento previsible y responsable ante crisis y conflictos, junto con un mínimo sentido para la evaluación global de los problemas. No es seguro que todos los candidatos actuales, e incluso algunos de los ya permanentes, pudieran pasar esa prueba del algodón. Por ello las exigencias de reforma deben ser cuidadosamente contrastadas con los riesgos derivados de una elección apresurada. Porque para ello, y guiándonos por el viejo principio que contrasta lo malo conocido con lo bueno por conocer, a lo mejor es preferible no hacer mucha mudanza. Que no nos falta la tribulación. ¿Conocerán en la Casa Blanca de Obama los principios ignacianos?

Javier Rupérez, embajador de España.