Cuarenta años de la Constitución Española

Versión corregida y ampliada del discurso ofrecido por Josep Borrell el 5 de diciembre de 2018 en Bruselas con ocasión del 40º aniversario de la Constitución española.

Esta es una celebración importante porque estos 40 años de la Constitución han sido, sin duda alguna, los mejores años de nuestra historia desde la batalla de Trafalgar. Allí empezó nuestra decadencia, perdimos la flota, dejamos de ser un imperio colonial.

Después vinieron años duros y difíciles, pero los últimos 40 han sido, sin duda alguna, los mejores. Nunca hemos tenido un período tan prolongado donde no hemos cambiado de régimen político, ni de constitución, donde nuestro PIB per cápita en términos reales, que es como hay que contar las cosas, prácticamente se ha doblado. Entre los años 1975 y 2000 el PIB creció, en términos reales, un 89% y en los últimos 20 años ha crecido un 142,5%.

España ha cambiado su piel, su piel física, y sus estructuras sociales, y, ciertamente, tenemos problemas como todos los países, pero yo creo que tenemos también un legítimo orgullo de celebrar estos 40 años.

Aun sabiendo que la situación hoy tanto en España como en Europa es difícil, es muy diferente de la de hace 80, 90, 100, incluso 40 años. En efecto, hace 10 años el mundo vivió la recesión más profunda desde la famosa gran depresión que generó el fascismo y el nazismo. Hoy afortunadamente la economía española está otra vez en fase de crecimiento porque de las crisis económicas, tarde o temprano, siempre se acaba saliendo, porque la economía es cíclica.

Dejan heridas, pero se sale de ellas. Más difícil de superar son las secuelas de estas crisis. Crisis que dejan una menor confianza en las instituciones o en la capacidad de las instituciones para curar las heridas abiertas en la sociedad, y eso nos ha pasado.

Hemos vuelto a tener el PIB per cápita que teníamos hace 10 años, pero mientras tanto la sociedad es mucho más desigual, y hay profundas heridas sociales que tienen mucho que ver con alguno de los problemas políticos que arrastramos.

Las heridas –hice una vez una referencia a esto y hay que tener cuidado con las palabras porque siempre hay profesionales de la manipulación dispuestos a decir que has dicho lo que no has dicho– hay que curarlas. Y antes de curarlas, hay que limpiarlas. En la sociedad española hay heridas abiertas, hay heridas como consecuencia de que la salida de la crisis no se ha hecho seguramente de una forma justa, y la sociedad tiene plena conciencia de ello, pero eso no es culpa de la constitución.

Esta Constitución ha sido capaz de hacernos pasar de un régimen político bipartidista, de dos grandes partidos, a una situación en la que en el hemiciclo hay varios partidos que ni siquiera existían cuando la Constitución nació, y, sin embargo, no ha hecho falta cambiarla.

Hemos pasado por tanto a un sistema multipartidista, hemos pasado por una situación en la que hemos tenido que repetir elecciones porque no fuimos capaces de formar un gobierno, repetimos elecciones, cosa rara pero prevista por el ordenamiento jurídico. Se ha tenido que aplicar el artículo 155 a una comunidad autónoma, cosa prevista pero que se pensaba que nunca se tendría que hacer, y hemos aprobado una moción de censura. Todo en ello en virtud de disposiciones constitucionales.

Esta circunstancia atípica, excepcional, que ha sido la moción de censura, ha provocado un cambio de gobierno, sustituyendo a un presidente por otro de una manera prevista, como decía, por la Constitución. Es decir, tres grandes cambios de circunstancias políticas excepcionales y hemos pasado por ellas afortunadamente con plena normalidad institucional.

Algún mérito debe tener el ordenamiento jurídico-constitucional español que nos ha permitido pasar por estas circunstancias, que posiblemente en otros países hubiesen provocado algún problema.

Pero es cierto que aunque hemos recuperado la situación que teníamos en términos macroeconómicos de hace 10 años, la desigualdad ha crecido y vivimos seguramente la mayor crisis política e institucional que nuestro país ha visto desde que llegó la democracia.

De eso somos plenamente conscientes: vivimos la mayor crisis institucional de nuestro país desde el año 75. Hace un año presenciamos con temor y perplejidad lo que podemos llamar, creo sin faltar a la verdad, un intento programado pero inepto, en todo caso muy bien publicitado, de subvertir el orden constitucional.

Creo que son las palabras justas para referirme a lo que pasó el otoño pasado. Esa operación algunos quisieron, y todavía quieren, presentarla a los medios de comunicación, a la opinión pública dentro y, sobre todo, fuera de nuestro país, como un ejercicio de democracia radical y directa, aunque en otras ocasiones nos dicen que todo era un juego, o que estaban jugando al póker o que era una ficción.

Ese ejercicio, no obstante, se llevó a cabo desde una consciente vulneración de la legalidad y de los derechos de una parte de los parlamentarios que se sientan en el Parlamento de Catalunya.

Y también hemos asistido, como ha sido en el caso del Brexit, a una gran cantidad de noticias falsas sobre los supuestos beneficios de una Catalunya independiente y también sobre las razones que justificaban que así fuera. Si el Reino Unido supuestamente iba a tener 350 millones de libras extra cada semana para financiar la sanidad, Catalunya iba a disponer, de ser independiente, de 16.000 millones de euros. Ambas afirmaciones son dos mentiras como la copa de un pino.

La cuestión de los famosos 16.000 millones la explico en el libro Las cuentas y los cuentos de la independencia, al igual que la probable reacción europea ante un intento unilateral de secesión.

Desgraciadamente, la realidad me ha dado la razón porque todo lo que anticipábamos que iba a ocurrir ha ocurrido. Todos aquellos que decían que Europa recibiría a una Catalunya independiente con los brazos abiertos –porque en toda Europa el ejercicio del derecho a la autodeterminación está ampliamente reconocido, pues no hay un solo país donde no se reconozca, con la única excepción de la España que todavía es franquista– han tenido que afrontar la realidad, como Santo Tomás cuando puso los dedos en la llaga.

Y, claro, la respuesta ha sido considerar que la Unión Europea está formada por un conjunto de países decadentes entre los que no se sabe muy bien si merece la pena estar, como dijo el ex presidente Puigdemont. Una tras otra, las razones que se dieron para justificar y para presentar como ventajosa esta operación no han resistido el choque de la realidad, al igual que no lo ha resistido la decisión de los británicos de abandonar la Unión Europea.

Ahora que se dan cuenta de las dificultades que tiene la operación, yo me pregunto cómo es posible que hubiera gente que creyera posible una independencia instantánea de Catalunya. Creo que es una pregunta justificada. Yo he estado negociando el Brexit, viendo lo difícil que es desconectar al Reino Unido de la Unión Europea, siendo el Reino Unido un país que tiene su propia moneda, que tiene sus propias fronteras, que tiene su propio banco central, que en el fondo su relación con la Unión Europea es relativamente limitada, forma parte de una unión aduanera y de un gran mercado, y participa en algunos programas de escasa cuantía con respecto a su PIB, de cooperación intergubernamental, poca cosa más, y esto ha exigido 500 páginas de texto y meses de negociación y todavía no hemos acabado. Entonces, uno se pregunta cómo alguien pudo hacer creer a centenares de miles de personas que una parte de un país, que comparte la misma moneda, las mismas fronteras, la misma estructura económica, y no menos de 500 años de historia en común, podía separarse de la noche a la mañana por arte de magia.

Sin embargo, parece que hubo gente que lo creyó o por lo menos hubo gente que se lo propuso, y eso fue una gran mentira que se contó a la sociedad catalana, aunque mucha gente desgraciadamente todavía cree en ella.

Afortunadamente, la fuerza de las instituciones –en el fondo, la fuerza del sistema político democrático– ha prevalecido y, aun cuando muchas de las fracturas que se han generado todavía están abiertas, hemos evitado lo peor.

El problema es que en el exterior, aquí en Bélgica y, más que en Bélgica, en Flandes, todavía parte de la opinión pública cree la narrativa nacionalista porque tiene la suya propia. Creen en la de los demás porque es la misma que ellos alimentan en su pequeña porción del mundo.

Por eso, es tan importante contar la verdad de lo que España es hoy. Incluso, en este momento difícil es necesario no perder la perspectiva para saber de dónde venimos y cómo hemos llegado hasta aquí, porque hay un conjunto de datos irrefutables que confirman lo que decía al principio: que han sido los mejores años de nuestra historia.

Ya he citado antes la cifra de un PIB per cápita que se ha prácticamente duplicado en términos reales desde 1975.

Esto se ha hecho en el marco constitucional, pero la Constitución no es una varita mágica. La Constitución no es más que un marco de referencia, un punto de partida, un pilar sobre el que se construye. En ocasiones, la calidad de un edificio puede ser mejorable, pero las bases tienen que ser firmes porque, de lo contrario, las mejoras no hacen más que embellecer lo que será más tarde una ruina.

Y nuestra Constitución, creo poder decir, tiene unas bases firmes, unos cimientos sólidos, que permiten que no se derrumbe el edificio aunque sufra embates climáticos o percances de todo tipo. Y es bueno que así sea porque las crisis volverán –en particular, las económicas volverán– y habrá que estar preparado para hacerles frente y las institucionales y políticas las tenemos que resolver también dentro de ese marco, de ese edificio, gracias a su solidez.

Muchas grandes naciones del mundo que no son hoy tan poderosas como lo fueron, mantienen su vigor gracias a la fortaleza de sus instituciones, que se apoyan en reglas del juego claras, de forma especial en el imperio de la ley, y entroncando en sus respectivas constituciones, aunque estas, a veces, no estén escritas.

Si uno se esfuerza por leer la Constitución española, trasladándose mentalmente a la España de 1978, podremos comprender que para mucha gente un texto de tal envergadura, cuando se salía de una dictadura, resulta difícil de aceptar.

Resulta difícil de aceptar que pudiésemos salir de la situación histórica en la que se encontraba nuestro país en 1978. Otros pensarán que, a pesar de todo, las aspiraciones no han quedado completamente reflejadas en ese texto; pero en aquel momento, tanto unos como otros lograron ponerse de acuerdo sobre un texto que a nadie o a casi nadie satisfacía por completo, pero dentro del cual podían vivir y, sobre todo, podían convivir.

Un texto que no era completo del todo: por ejemplo, en cuanto a la organización territorial del Estado se dice que España está formada por regiones y nacionalidades, pero no se dice cuáles son unas y otras, porque entonces todavía no se sabía.

Y esa quizá sea una de sus virtudes; haber sido capaz de adaptarse a una coyuntura extraordinariamente difícil, sortear los obstáculos, los que la historia presentaba, y salir hacia adelante pensando que unas cosas ya las haríamos en el futuro o las reharíamos.

Permítanme que les recuerde que esta Constitución tuvo en Catalunya el 91,5% de apoyo y con la participación más alta que haya tenido nunca una convocatoria a votar. En Girona, una de las cuatro provincias catalanas, como saben, votó el 72,3% del censo y el 93% a favor.

En las últimas elecciones para el Parlamento de Catalunya se superó esa tasa de participación, de las más altas que se han registrado nunca en unas elecciones autonómicas, y como bien saben, el voto a los partidos explícitamente partidarios de la independencia no superó el 47,5% de los votos. Nunca lo ha superado. En ninguna consulta electoral hecha con las debidas garantías el voto a favor de la independencia ha superado el 47,5%. Y con este apoyo social no es posible dar un salto al vacío como el que se dio en el otoño pasado.

Hoy hasta los que lo dieron, o los que empujaron a darlo, lo reconocen. El señor Tardà decía el otro día en el Congreso de los Diputados, “pero, ¿quiénes son estos imbéciles que se han creído que con el 47% se puede declarar la independencia?”. Caramba, señor Tardà, pues me temo que usted formaba parte de ellos, porque yo le he oído decir muchas veces que con ello bastaba y sobraba.

O cuando al señor Mas le preguntan, “Oiga, usted dice ahora que con ese apoyo popular no se puede apoyar la independencia, ¿por qué no lo dijo entonces?”. Y él responde tan tranquilo: “Porque nadie me lo preguntó”. Claro, y como nadie se lo preguntó, a usted no se le ocurrió que sería interesante decirlo.

Sí, ahora lo reconocen. Con este apoyo social no se puede declarar la independencia, pero lo intentaron. Lo intentaron apoyándose en una mayoría parlamentaria, que es la consecuencia de un sistema electoral que prima las zonas en las que se concentra el voto independentista.

Sí, tienen la mayoría parlamentaria. Podemos incluso decir que tienen la hegemonía social, que la han tenido durante mucho tiempo, aunque ahora empiecen a perderla. Pero durante mucho tiempo la han cultivado a través de los poderosos instrumentos de los que han dispuesto, pero la situación es esta y seguirá siendo así.

¿Hasta cuándo? No lo sé. Dependerá de lo que hagamos los unos y los otros. Dependerá de qué manera seamos capaces de influir en nuestra historia, teniendo el valor de levantarse y hablar, cosa que mucha gente no ha hecho durante demasiado tiempo, para decir alto y fuerte que fuimos un país centralizado, sometido a una dictadura militar y cerrado al exterior, que fuimos un país anquilosado y antidemocrático con una economía atrasada, y que pasamos a convertirnos a través de una historia de éxito en un país democrático, en uno de los países más descentralizados del mundo –lo decía el señor Roca, padre de la constitución, catalán, hace poco en un coloquio junto con Felipe González– y con una economía dinámica que ha aumentado el bienestar de una manera como nunca lo habíamos hecho antes, con una legislación en materia de libertades civiles y de derechos de las mujeres de las más avanzadas del mundo, con una sanidad pública de una calidad extraordinaria, y una sociedad mayoritariamente abierta e inclusiva, como hemos podido ver con la solidaridad expresada en favor de los refugiados y los migrantes.

Nuestra democracia tiene como las de todo el mundo, luces y sombras, pero, ¿se mide la calidad de la democracia como se mide la temperatura del agua de la ducha? Sí, un poco más difícil, pero se mide.

Hay gente que sabe hacer esas cosas, y los que lo hacen, los que miden, dicen que la nuestra, la democracia española, está entre las 20 democracias plenas del mundo. Por cierto, la de Bélgica está en el puesto número 37. Sí, sin duda, de cuando en cuando, hacemos las cosas mal y nos condenan en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, pero llevamos acumuladas, creo recordar 105 condenas y… vamos a ver qué les pasa a los demás países. La verdad es que podemos sentirnos también satisfechos, porque si nosotros hemos tenido 105 sentencias en el Tribunal de Estrasburgo, Alemania ha tenido 193, Francia 728, el Reino Unido 314, Italia 1.800 y Bélgica 171.

Caramba, tenemos muchas menos que todos los demás grandes países democráticos de Europa. ¿Lo sabemos?, ¿nos lo creemos?, pues primero lo tenemos que saber para, a continuación, explicarnos a nosotros mismos, y explicar a los demás, que sí, que tenemos problemas, pero que en los rankings que se calculan de una forma científica y metódica no estamos tan mal. Estamos incluso mejor que algunos que nos critican y pretenden darnos lecciones.

Yo creo que debemos seguir profundizando en una democracia plenamente consolidada, y eso requiere avanzar en legislación social, que sobre el papel está en las más avanzadas del mundo pero, todavía por desgracia, sobre el papel. Todavía somos el tercer país por la cola en presión fiscal. La presión fiscal de España es más baja que la de Grecia, a pesar de los esfuerzos del secretario de Estado de Hacienda: resulta que todavía nuestra presión fiscal, es decir, la proporción de los recursos que administran los poderes públicos, es en España más baja que en Grecia. Somos el país tercero por la cola. No se puede pretender tener un Estado de Bienestar como el sueco con una presión fiscal más baja que la griega.

Podemos seguir legislando y proclamando grandes principios, pero si no los dotamos de recursos suficientes para aplicarlos, no haremos más que crear frustración. En este sentido, hace falta mucha más voluntad política colectiva que la que hemos sido capaces de saber movilizar hasta ahora.

En los temas de igualdad de género y en la lucha contra la discriminación de todo tipo, por mencionar sólo dos ejemplos actuales, la sociedad tendría que movilizarse más en torno a objetivos colectivos. Pueden proclamarse, pero tienen que aplicarse.

Hemos de reconocer también que para nosotros Europa, esta Europa que nos acoge, esta Bruselas gris en las tardes de invierno, que tantos recuerdos me trae, fue para España la máxima aspiración. Y lo sigue siendo, esta Unión Europea que debe avanzar para convertirse en una verdadera federación.

Entonces no se llamaba así. Se llamaba el Mercado Común. Y no entramos, y estuvimos muchos años esperando, por condiciones que nos ponían los franceses. Al final lo hicimos, y no fue fácil.

Partíamos de una situación de desventaja con respecto a nuestros socios europeos después de 40 años de dictadura. Una economía heredada de las estructuras autárquicas, una gran intervención pública, empresas poco competitivas y una sociedad que carecía de las infraestructuras necesarias para poder competir en pie de igualdad con países mucho más adelantados y que se habían beneficiado de la reconstrucción de la posguerra.

Sí, hay que decirlo, la transición se hizo en un contexto adverso, con plenas dificultades económicas y en plena crisis del petróleo, pero, lo superamos. Entramos en Europa y hoy creo que los españoles se sienten profundamente europeos.

Cuando uno mira las encuestas de opinión, constata que el 78% de los españoles cree que la aventura europea ha sido buena para nuestro país, y no todo el mundo piensa lo mismo, porque los italianos, por ejemplo, eran más europeístas que nosotros al principio, pero actualmente en Italia sólo el 48% cree todavía que esa aventura ha valido la pena. El europeísmo de la sociedad española es un gran activo de nuestra política exterior.

Pero para nosotros estar en Europa ha sido una capa más a nuestra identidad. Para mí la identidad es como una cebolla, como una muñeca rusa, que tiene diferentes capas. La mía tiene diferentes capas. La catalana, la originaria, nadie me la va a quitar, la española después, y la europea más tarde. Y las tres forman parte del núcleo vital de mi persona, y como la de casi todos los que hoy estáis aquí, catalanes unos y de otras regiones de España otros. Esa identidad europea se suma a nuestras identidades regionales y nacionales sin merma alguna, y ha permitido superar los antagonismos que llevaron a los europeos a carnicerías horribles.

Hace poco celebrábamos en París el fin de una de ellas, mirando más allá de las fronteras nacionales, y de los nacionalismos particularistas. Difícilmente seremos los Estados Unidos de Europa, pues al contrario que los Estados Unidos, las naciones europeas tienen demasiada historia detrás como para poderse fundir en un único molde de identidad, pero tampoco lo pretendemos.

Pero la Unión Europea fue pensada precisamente para superar los nacionalismos, fundamentalmente, el nacionalismo francés y alemán, que fueron los que nos llevaron al matadero varias veces en la historia. Podríamos pensar lo mismo de otro tipo de nacionalismos que hoy son intraestatales, que no son responsables de ninguna conflagración mundial, pero que en el fondo tienen las mismas características de introspección y de rechazo al otro. Eso hay que combatirlo, y por eso somos proeuropeos.

Por eso defendemos una Europa más unida y más fuerte. Cuando oigo al señor Trump decir America first, mi reacción es contestarle United Europe : más unida, más capaz de afrontar los problemas del mundo. No habrá futuro en la creación de nuevos tabiques, de nuevos compartimentos estancos, de nuevas fronteras o de nuevos muros entre los pueblos de Europa.

Ni en la creación de nuevos y más pequeños Estados, como dijo certeramente el ministro alemán de Asuntos Exteriores, Heiko Maas, en un coloquio en el Paraninfo de la Universidad Complutense de Madrid el pasado 27 de noviembre de 2018: “no estamos por alterar las fronteras, sí estamos a favor de una España unida y fuerte. No estamos por crear más y pequeños Estados que no harán sino hacer más difícil la integración de Europa”.

Lo también dicen todos los partidarios de la Unión Europea. Y si todo eso ha sido posible, ha sido quizá porque ya se encontraba en estado embrionario, como la semilla bajo la tierra, en un texto escrito a finales de los años 70 por unas personas que quisieron y supieron poner aparte sus diferencias y sus rencillas para proyectar hacia el futuro una aventura común.

Sí, el mundo era otro. En España la falta de libertades era todavía un recuerdo dolorosamente cercano, pero ¿quién puede decir que hoy en España hay falta de libertades? Todavía, sin duda, hay margen para reforzar los elementos de pluralidad y de diversidad que están presentes en nuestra sociedad, y tenemos que reconocerlos como una riqueza y no rehuir el debate sobre qué podemos hacer para que esta diversidad se integre en un molde común, que permita vivirla plenamente sin renunciar a una identidad que la englobe. No que la suprima ni la condicione. Desde la lealtad, la legalidad y la serenidad.

Y por eso está bien que pensemos en reformar esta joven dama de 40 años. Sí, pensémoslo. Pongamos sobre el papel nuevas propuestas. Preguntemos cuáles son los objetivos de la reforma. Preguntémonos también si son realizables. Es decir, si son susceptibles de alcanzar el grado de aceptación y de consenso similar al que alcanzó en 1978 la Constitución, cuyo cumpleaños celebramos.

No juguemos el peligroso juego de lanzar al aire un simple wishful thinking que no se pueda convertir en realidad, porque esa es la semilla de la frustración.

Al mismo tiempo, no renunciemos a hacer una lectura generosa de la Constitución en busca de aspectos que no han sido todavía suficientemente explorados ni desarrollados. Sin alterar sus premisas básicas, seguramente hay todavía margen para avanzar en la reforma del modelo territorial y también en otros cambios menos explorados.

Por ejemplo, propongo una idea, recordando que el artículo 30 de la Constitución prevé la posibilidad de establecer un servicio civil para fines de interés general. Esta previsión constitucional podría ser concebida como un medio para el fortalecimiento de la ciudadanía o una aplicación práctica de la educación para la ciudadanía como instrumento para profundizar la cohesión social y territorial.

La cohesión es el resultado de procesos que la construyen, la cohesión no es un estado de la naturaleza, la cohesión social se hace, de la misma manera que las identidades no crecen en los árboles.

La identidad es el producto de una construcción social, que se hace en casa, en la escuela, en la prensa y en lo cotidiano. No somos lo que nacemos; nos hace lo que somos, cualquiera que sea el lugar en el que hayamos nacido. Si traemos un bebé chino recién nacido a España, será español.

Nosotros sólo hemos tenido el azar de nacer en España, porque somos producto del azar y de ser una generación que ha vivido esa transformación histórica de esa vieja España y, la verdad, yo me siento muy satisfecho de pertenecer a ella.

Como dije cuando tomé posesión de la Presidencia en el Parlamento Europeo, me siento profundamente catalán, español y europeo. Cuando lo dije, los telediarios reflejaron esa frase y, pocos días después, en una vieja masía cerca de mi pueblo alguien pintó o, quizá, ya lo había pintado antes: “aquí sólo somos catalanes” (en catalán). Quizá hay gente que sólo lo viva así, lo siento por él, porque es una forma de no desarrollar plenamente las identidades múltiples que enriquecen a la persona. Pero la construcción de las sociedades del futuro se basará en identidades múltiples y complejas, que acepten el plurilingüismo y la multiculturalidad, lo que ya empieza a ser una realidad como consecuencia de los flujos migratorios.

España tiene un problema con la pluralidad de sus lenguas, y también Catalunya. Una pluralidad que no ha sido suficientemente aceptada y que en algunos casos no ha sido respetada, como no fue respetado el catalán en el pasado. Y tenemos que afrontar una solución a un problema que no debería serlo porque eso es parte de una identidad múltiple y con sus manifestaciones lingüísticas y culturales, y como tal hay que aceptarlas, asumirlas y engrandecerlas.

Sí, yo me siento satisfecho, muy satisfecho de ser catalán, español y europeo. Y creo que hay en Catalunya una parte importante de la población que puede y podría aún más perfectamente asumir estas tres identidades. Otra parte, seguramente más minoritaria no, otra como aquel que hizo el grafiti en la masía cerca de mi pueblo, probablemente nunca las aceptará. El problema es saber cuántos son.

El problema es si realmente vivimos en Catalunya una opresión de una mayoría que quiere algo que no se le deja obtener. Está en una jaula, como dice el señor Torra, porque para el señor Torra la Constitución es una jaula. O si, al contrario, hay una vivencia plural y rica en la sociedad catalana que puede perfectamente asumir y vivir dentro de España. Yo he oído decir al señor Junqueras: “soy tan diferente de un español que no puedo vivir en el mismo Estado”. ¿Tan diferente? Hay gente que lo vive así, pero creo que hay una enorme tarea pedagógica por hacer por parte de aquellos que no lo vivimos así.

Porque tenemos todos la obligación de explicar cuáles son las características de nuestro país, para explicar cómo es España y como esa diversidad se expresa en un molde común. Porque si nos callamos sólo se oirá la otra voz, y parecerá que esa voz es la única, como cuando dicen –y a mí me irrita profundamente– el poble català refiriéndose únicamente a aquellos que son partidarios de la independencia.

Cuando dice el señor Torra: “el poble català li retira la confiànça al Sr. Sánchez”, yo digo “¿Usted quién es para hablar en nombre de tot el poble català? Usted como mucho podrá hablar en nombre de las personas que le han votado, pero hay otras muchas que no le han votado, que por cierto son la mayoría, y también son poble català.” Contra eso hay que luchar.

El mejor servicio que podemos hacerle a ese marco que nos permitió vivir estos años de progreso es, además de respetarlo, simplemente explicar que todo esto que se ha venido diciendo sobre España y Catalunya no es cierto. No es cierto que el pensar de una determinada manera te excluye del colectivo social. Ese es el gran reto que hay hoy en Catalunya. Yo quiero celebrar este aniversario hoy, aquí en Europa, en Bruselas, en la capital de este continente que nos ha acogido, reclamando de todos una participación activa para que esta falsificación del presente no acabe por pervertir definitivamente el futuro. Muchas gracias.

Josep Borrell Fontelles, Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación | @JosepBorrellF

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