Cuarenta años del Príncipe

Ver crecer a los otros que quieres es uno de los aspectos positivos del paso del tiempo. En contra de toda nostalgia por lo que dejamos atrás y por el camino transcurrido, el despliegue del presente puede proporcionar a veces ese sentido de espesor y conciencia de duración que nos hace sentir la propia existencia. Los 40 años del Príncipe son, desde luego, una especie de atalaya que sitúa el paso de la juventud a la madurez en primer plano. De aquel joven de 21 años con el que tuve el privilegio como docente de disfrutar durante mucho tiempo de su crecimiento intelectual y personal, al padre de familia feliz y responsable de ahora, media sin duda una gran distancia. Y, sin embargo, es posible que, como nos ha pasado a casi todos, ese cumpleaños significativo se sienta por dentro como algo que no atañe a nada sustancial, pues se sigue siendo la misma persona, por más que los demás se empeñen en colocarnos en otra dimensión. Pero sin duda ésta se ha producido. En estos días previos al cumpleaños, quizás las preguntas que más veces me han hecho desde los distintos medios de comunicación han girado alrededor de la educación del Príncipe, concretamente cómo se plantearon los Reyes la educación de Don Felipe, y, por otro lado, cómo será el futuro monarca. A la primera puede contestarse en parte con los datos empíricos, con los resultados que pueden observarse objetivamente; la segunda pertenece al ámbito de la futurología y no de la Historia, pero siempre se pueden aventurar unas líneas de actitudes o comportamientos acordes racionalmente con las que han precedido y con la propia formación. Se ha escrito tantas veces sobre la excelente preparación del Príncipe, sobre el proceso de crecimiento cognitivo y emocional de una persona inteligente, curiosa, inquieta, como ha sido y sigue siendo Don Felipe de Borbón, que siempre preocupa que los lectores acojan con cansancio o recelo tal repetición. O, peor, produzca esa repetición un movimiento de rechazo o escepticismo. Pero, sin embargo, es verdad que la educación del Príncipe, y de las Infantas, siempre fue vista por los Reyes como una prioridad que, además de ser rigurosa y profunda, tenía que ser en ámbitos comunes universitarios públicos, como un estudiante más. Eso sí, bajo el modelo del rigor y de la aplicación en todo lo posible, pues todos ellos han interiorizado desde siempre que habían nacido con unas responsabilidades y unos privilegios por tanto, pero de todos los cuales había que rendir cuentas en la Monarquía parlamentaria democrática consagrada en la Constitución de 1978.

Citando a la Ofelia shakesperiana: «Sabemos lo que somos, pero no sabemos lo que podemos ser», alguna vez ya escribí que si toda vida individual es un producto complejo de azar, necesidad y libertad, cuyos hilos se tejen y destejen hasta el último momento de esa vida, y cuyo conocimiento de sí y de la relación con los demás nunca está acabado o cerrado, en el caso de Príncipes e Infantas ese proceso tiene un peculiar carácter al sentir, desde el mismo momento de su nacimiento y como reflejo de la percepción de los otros, la cualidad de no ser nunca indiferentes, de estar siempre presentes en su función representativa, de no conocer la libertad del anonimato. De ahí la importancia de una educación en igualdad y al tiempo -como debía ser para todos- una educación con el impulso siempre a la excelencia. Esa ha sido la experiencia del Príncipe de Asturias.

Con motivo de su boda en mayo de 2004, intentaba yo describir en un artículo periodístico -Un Príncipe para el siglo XXI- la rica experiencia vivida ante un desarrollo que casi podía palparse de crecimiento interior y madurez intelectual y personal que no se limitaba al plano cognitivo, con ser este fundamental, sino que abarcaba a aspectos interiores de saber y de empatía, de serenidad y adquisición de criterios para poder distinguir y evaluar las distintas opciones que las circunstancias van exigiendo en la vida, así como sus consecuencias, incluyendo entre ellas las no queridas; el aprendizaje de saber aprender de los errores y de saber reconciliarse íntimamente con la certeza de la distancia que acaba siempre existiendo entre nuestras expectativas y planes más queridos y su proyección en la realidad, siempre cambiante. El joven que había elegido casarse con la persona que amaba, y de la que le constaban las cualidades que aseguraban el cumplimiento de su función como Princesa de Asturias, reunía sinceramente todo ese complejo aprendizaje, unido a su firme compromiso personal e institucional y al desempeño en la práctica de tareas representativas dentro del Estado.

En este cumpleaños festejamos no ya a un joven prometedor, sino a una persona madura, en el dintel todavía de la juventud anterior, pero que ya puede contemplar el tiempo hacia atrás y no sólo hacia adelante. Ello produce casi siempre un sabor agridulce, pero también enriquecedor. Y lo que hay hecho hacia atrás es una buena cosecha, con más luces que sombras, con más cosas buenas que malas, con una utilización del tiempo y del esfuerzo en construir una existencia con continuidad, que ha exigido disciplina, rigor, empatía, bondad, todo un plan de vida y de proyectos de futuro. «Cuanto más ocupado esté el tiempo -decía Bachelard- más corto parece». Ese tiempo es el bien irremplazable del que disponemos los humanos y que fragmentamos convencionalmente en fechas significativas para sentir que no se nos escapa gratuitamente, que lo seguimos viviendo y sobre cuyo paso efímero construimos mojones que nos pertenecen. Y por ello deseamos siempre que se cumplan muchos años con felicidad.

Por lo demás, como se ha puesto de manifiesto en estos días, la persona del Príncipe, sus características individuales, su personalidad y sus tareas institucionales responden en un amplio abanico a las expectativas que la sociedad española proyecta sobre el futuro. Una sociedad viva y en movimiento, inserta en un mundo que cambia rápidamente y que se enfrenta a desafíos múltiples, que pertenece al grupo de países desarrollados europeos democráticos y que, en su amplia mayoría, tiene bastante claro que la cuestión que importa, desde la experiencia de todo lo vivido en el siglo XX, es vivir en estabilidad democrática. Que esa estabilidad está garantizada por una monarquía parlamentaria, similar a las de otros países europeos, producto de una historia y unas coyunturas determinadas; una suerte de régimen mixto que combina la sucesión sin traumas ni luchas en la jefatura del Estado con la limitación estricta de sus poderes, favoreciendo con su fuerza simbólica, moderadora, representativa, un complejo equilibrio de poderes que es una característica primordial de todo régimen democrático.

Un ideal ilustrado de un régimen moderado, entendiendo la moderación como una articulación entre el poder de los gobernantes y la libertad de los gobernados, en beneficio siempre de la mayor autonomía de éstos, de la óptica de mejora y libertad de los ciudadanos. La Corona se inserta así como pivote esencial de una arquitectura constitucional y parlamentaria, con límites y contrapesos determinados, que ha dado tan buenos resultados a España en estos 30 años de joven democracia.

El Príncipe de Asturias ha crecido a la par de este desarrollo y su función institucional es garantía de estabilidad y de cambio ordenado. Que el Príncipe haya adquirido esa riquísima formación, teórica y práctica; que posea una estructura conceptual precisa y flexible a la vez, un anclaje cognitivo y valorativo que le da solidez y profundidad y que tenga la empatía y buen hacer que ha heredado y aprendido de Don Juan Carlos y Doña Sofía, tiende a dar seguridad a las incertidumbres inevitables que siempre provoca el futuro. Un futuro para el que le deseamos de todo corazón, junto con la Princesa de Asturias y las pequeñas Infantas, muchísimas felicidades en esta fecha tan redonda y tan pletórica de los 40 años.

Carmen Iglesias, miembro de la Real Academia de Historia y presidenta de Unidad Editorial.