Cuarenta años y un día

El 23-F, estrambote de una inveterada tradición española (salpicada de asonadas, alzamientos, pronunciamientos y demás anomalías), la democracia no fue derrotada, a pesar de que la situación económica –para variar– era mala, el terrorismo golpeaba a diario con saña y la sociedad española estaba contrariada y triste, como tantas veces lo ha estado a lo largo de la historia.

Las instituciones resistieron el intento de golpe y el jefe del Estado, cuya intervención fue decisiva, actuó con determinación y consiguió frenar la embestida contra la Constitución recién estrenada, tras una cruenta Guerra Civil y 40 años de dictadura.

Una democracia que, 40 años después, pretende desacreditar nada menos que el vicepresidente del Gobierno, cuando sostiene con provocación temeraria que en España «no hay una situación de plena normalidad política y democrática».

Y aporta pruebas de las anomalías que denuncia: la forma de Estado, la falta de control democrático a los medios de comunicación, «no hay normalidad democrática mientras el periodismo tenga más poder que el VP del Gobierno», o la situación procesal de los líderes independentistas, que intentaron dar un golpe de Estado y ahora se les consiente dar mítines, mientras siguen «en las cárceles y en el exilio».

Lo que no es normal es que quien ocupa un cargo institucional en el Gobierno actúe –en unidad de acto– como si estuviera en la oposición y lo haga atacando a la Jefatura del Estado y al poder judicial, con una falta de respeto a las reglas de juego que regulan la convivencia.

(...)

El presidente Calvo-Sotelo, indignado al conocer las penas impuestas en la sentencia, «excesivamente benigna», dictada por el Consejo Supremo de Justicia Militar contra los golpistas del 23-F, no titubeó y propuso la interposición de un recurso en casación, ante la sala de lo penal del Tribunal Supremo, instando al fiscal general del Estado a hacerlo.

El castizo intento de golpe de Estado, y el apacible castigo, volvieron a causar un perjuicio a la imagen de España, que se vio mitigado por la sentencia unánime, firme y definitiva, de siete jueces del Supremo (Fernando Díaz Palos, Luis Vivas Marzal, Manuel García Miguel, Mariano Gómez de Liaño y Cobaleda, Fernando Cotta y Márquez de Prado, José Moyna Ménguez y Martín-Jesús Rodríguez López), agravando la condena a 22 de los 33 procesados.

Un pacto entre los partidos dinásticos (socialistas y populares) contempla que los documentos secretos del 23-F que puedan comprometer los hechos probados y juzgados en la sentencia más relevante en los 40 años de democracia, no se van a desclasificar hasta 2031. A diferencia del fallo del procés, que se conoció con dos días de antelación, la sentencia del 23-F no se filtró. De nada van a servir las presiones de ocho partidos que se declaran republicanos y, la mayoría, secesionistas.

Dos intentos fallidos de golpe de Estado en cuatro décadas, en las que se produjo la abdicación del Jefe del Estado; fallecieron dos presidentes del gobierno, Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo-Sotelo (ejemplares en la acción de Gobierno y el respeto a la Constitución); el 11-M, previo a unas elecciones generales, un salvaje atentado terrorista produjo casi 200 muertos en una estación de trenes; España recuperó su sitio en el ámbito internacional, con su adhesión a la UE y a la OTAN; los responsables de un millar de muertes, la desolación y ruina que provocó el exilio de tantos amenazados por el terror y el delirio secesionista dejaron definitivamente las armas; arreció, llegando a la aprobación de la declaración unilateral de independencia por el parlamento catalán y la intervención de la autonomía de Cataluña por el Gobierno central que recurrió a la aplicación, por primera vez, del sucinto artículo 155 de la Constitución.

En este intervalo de tiempo se declaró, en dos ocasiones, por sendos ejecutivos socialistas, el estado de alarma (régimen excepcional​ para asegurar el restablecimiento de la normalidad de los poderes en una sociedad), previsto en la Carta Magna.

El pulso laboral de 133 controladores aéreos, que cometieron un delito al abandonar el servicio, provocó la declaración del estado de alarma que buscaba restablecer el derecho fundamental de los españoles a la libre circulación por todo el territorio nacional. Y años después, por una crisis sanitaria sin precedentes, consecuencia de la pandemia, todavía en vigor, que arroja un balance de docenas de miles de muertes, cifras que discrepan según las fuentes que se consulten.

Desde 2008, con España al borde del rescate que se evitó (la historia juzgará si fue la decisión adecuada o no sirvió para atenuar la crisis financiera), la pandemia estructural no ha hecho más que empeorar el cuadro económico hasta alcanzar cotas desconocidas (paro, déficit, deuda).

Lo que no cabe es hacer una lectura puramente emocional de los momentos vividos, tanto de los dramáticos como de los dichosos (fundamentalmente deportivos).

Pero la indeclinable sumisión a la realidad permite afirmar que la unidad del Estado nunca ha estado tan cuestionada por tantos; la división entre izquierda y derecha refleja un clima de enfrentamiento desconocido; la distancia entre ricos y pobres sigue ensanchando una brecha difícil de sondar; la corrupción, enseña de insuficiente calidad humana, moral y ética, ha sido una plaga, constante y transversal, cuya magnitud desborda los juzgados y las perspectivas de una salvación colectiva se desvanecen, ante la irresistible apuesta por una salvación individual.

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En el tiempo que ha transcurrido desde aquel infausto lunes, en el que durante 18 horas España contuvo la respiración, lo más grave que ha sucedido ha sido la voladura del espíritu de reconciliación y concordia, que buscaba la superación del pasado; una apuesta decidida por la racionalidad que reportó la Transición, tan denostada ahora por quienes descalifican, sin argumentos ni sólidos ni blandos, los logros de todo tipo y la prosperidad social y económica que ha conocido España.

Rescatarlo es tarea urgente para quienes no aceptan el deterioro visible que está suponiendo la convergencia de intrépidos gobernantes con una crisis moral y ética, cuyo resultado es la incertidumbre.

Luis Sánchez-Merlo fue secretario general de la Presidencia del Gobierno (1981-82).

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