Cuarenta y seis años después

El título de esta Tercera evoca los casi cuarenta y seis años, exactamente 45 años, 5 meses y 27 días, que he prestado servicios en el Congreso de los Diputados como letrado de las Cortes Generales, de los cuales seis muy intensos como secretario general y letrado mayor, bajo la presidencia del innovador Gregorio Peces-Barba y del prudente Félix Pons, ambos socialistas. Lo he hecho sin interrupciones por enfermedad, licencias o por desempeño de otros trabajos incompatibles. Al jubilarme hace unas semanas, si no me equivoco, era el único funcionario o parlamentario activo en la Cámara desde la legislatura constituyente de 1977.

Creo que la experiencia acumulada a lo largo de tanto tiempo y la entrega como demócrata y funcionario e incluso la pasión con la que he servido a nuestra institución parlamentaria me otorgan cierta autoridad para opinar sobre aspectos de ella que quizá puedan merecer interés. Podría hablar de la acusada pérdida de la centralidad y primacía políticas con la que el Congreso fue concebido por la Constitución de 1978. Podría referirme a los cambios de las características de los que ocupan los escaños de la Carrera de San Jerónimo, con el aspecto muy positivo del notable incremento de las mujeres y el negativo de la mengua como regla general de nivel. Tendría que contener la irritación a la hora de detallar el empeoramiento que ha sufrido el procedimiento parlamentario (reducido papel de las Ponencias, utilización excesiva de los decretos-ley, de las proposiciones de ley y de la vía de urgencia, entre otros extremos), de lo que tenemos manifestaciones en los últimos meses. Se me calentaría la pluma poniendo ejemplos del lamentable deterioro, sobre todo cuando hay medios de comunicación social, del ambiente personal que reina en la Cámara, de lo que los insultos y malas formas de unos y otros son una de las muchas entregas de las que he sido testigo. Tendría, por fin, que hacer un gran esfuerzo de contención para, por respeto a la Cámara y lo mucho que le debo, no describir la rancia chabacanería y lo que Muñoz Molina ha llamado «la edad de la ignorancia» que empieza a cundir en ciertas facciones parlamentarias.

Pero no me centraré en ello. A lo que acabo de aludir es solo la epidermis, lo que deja la primera impresión, y como tal es pródromo de algo más hondo y envenenante. Me centraré en las, a mi juicio, causas profundas de la situación a la que está llegando el Congreso.

Vaya de antemano que es desacertado achacar los males que el Congreso padece solo a la legislatura que está concluyendo. Vienen de lejos. Arrancan en los últimos años del siglo pasado, se aceleran en los primeros del presente y se disparan en las dos últimas legislaturas. Prevalece hoy en sectores significativos de la Cámara una notable pérdida del sentido institucional, que arrastra a olvidar donde se está y las exigencias del lugar y de los modos con los que se deben trasladar los planteamientos políticos, sean los que sean, a la ciudadanía. Algunos tienden a mezclar el deseo de hacerse eco de las aspiraciones de la sociedad con el empleo de maneras propias de un bronco patio de vecinos o de un enfrentamiento callejero, algo que tanto está dañando el respeto y prestigio de la institución.

En todo sistema parlamentario el peso del Gobierno es fundamental, pero lo granítico que es actualmente resulta demasiado para las espaldas del Congreso. Con ocasión de las recientes leyes encauzadas, si vamos a la sustancia de las cosas, en términos jurídicos desafortunados a través de proposiciones de ley se han vivido ciertas situaciones hasta extremos que empiezan a parecerse a lo que Manuel Aragón llama parlamentarismo presidencialista alimentado, añado yo, por el mesianismo democrático que tiende a propiciar el mecanismo de las primarias en los partidos políticos.

El accionismo, las prisas, el cortoplacismo se han hecho fuertes en la Cámara. Esto impulsa que las reglas y procedimientos jurídicos y el Derecho en general se vean como un obstáculo inaceptable para el imperio de la voluntad política y no como el único solvente para encauzarla cualquiera que ésta sea. Por ello los informes, asesoramientos y advertencias de carácter jurídico a veces se orillan, se esquivan o se ignoran con consecuencias contradictorias con lo que se quería políticamente.

La función del diputado y de la diputada es muy sustancialmente política, pero, por la complejidad y trascendencia de los asuntos que pasan por la Cámara, a la hora de formar las listas electorales no debería olvidarse que especialistas en ciertas materias son imprescindibles para afrontar debidamente la tarea parlamentaria. Esto parece haberse relegado bastante en los últimos tiempos en los que de vez en cuando aparecen portavoces o ponentes que carecen de los conocimientos previos necesarios y son mera correa transmisora del documento que les llega del gobierno o del ministerio de turno. La combinación de todos estos factores empieza a conducir, en mi opinión, a un indebido debilitamiento de nuestra principal institución parlamentaria y a un vaciamiento material de la sustancia de alguna de sus más importantes funciones, aunque se mantengan las formas aparenciales.

Pero todo vacío tiende a colmarse y, tal como he vivido y observado con intensidad la evolución de las cosas parlamentarias, creo que se están dando algunos pasos para, desoyendo lo que establece la Constitución, transitar desde un sistema de parlamentarismo racionalizado a otro de asambleísmo con apariencia formal del primero. El predominio de todo trance de la pasión ideológica sobre la razón de lo factible y lo propio, en palabras de Stefan Zweig, del progreso sensato; el dominio inexorable de las mayorías mecánicas; el frentismo excluyente y formador de bloques impermeables a lo ajeno que desemboca en lo que Fernando Vallespín ha llamado «orfandad representativa»; la maldad de llegar a acuerdos con los que no formen la mayoría mecánica y la bondad del desacuerdo militante con el resto; el activismo cortoplacista con debilitamiento de lo jurídico o su aplicación alternativa; el predominio de la voluntad política por encima de límites incluso constitucionales, todo esto, aderezado con otros ingredientes, caracterizan al asambleísmo desordenado frente al parlamentarismo racionalizado al que ha llevado la madurez democrática de los países más avanzados de la UE. Lo peor, además, es que, petrificados estos hábitos, que, repito, tienen su cuna bastante antes de la tormentosa legislatura que estamos viviendo, el Gobierno de color distinto que pudiera sustituir al actual encontraría allanado el camino de la postergación del Congreso y sería difícil que resistiera la tentación de transitar por él.

Estamos ante una amenaza al sistema de la democracia representativa propia del Estado social y democrático de derecho que diseña la Constitución de 1978 contra la que hay que reaccionar por los cauces adecuados antes de que el mal sea irreparable y el Congreso de los Diputados se transforme materialmente en la Asamblea de Diputados y Diputadas. Me atrevo a matizar el título de un artículo de Joan Ridao, «La regeneración pasa por el Parlamento», pues considero que es inaplazable para la salud democrática de España que la regeneración pase imperiosamente por el Congreso.

Luis María Cazorla es letrado de las Cortes Generales y abogado.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *