Cuaresma y Pascua en cuarentena

Esta Cuaresma nos hemos preparado para celebrar la Pascua de una manera muy especial: sin procesiones y sin liturgia presencial para la inmensa mayoría de los fieles. Las autoridades eclesiásticas, con la colaboración ejemplar de las hermandades, han suspendido los desfiles procesionales de Semana Santa, magníficas expresiones de piedad popular en auge en toda España. Los sacerdotes y los obispos, incluido el de Roma, celebrarán solos o con muy pocos fieles la misa de la Cena del Señor, el Jueves Santo, la Pasión del Señor, el Viernes Santo, y la Vigilia Pascual, en las primeras horas del Domingo de Pascua, así como la misa de ese gran día. ¿Cuándo se había visto algo igual? ¿Qué nos querrán decir estos signos de los tiempos?

Lo primero -me parece- es que la Iglesia sigue viviendo y, por tanto, sufriendo con la Humanidad como siempre lo ha hecho. Pero según modalidades nuevas, propias de nuestros tiempos. Es nuevo el carácter global que han adquirido las cosas, también las pandemias y las cuarentenas. Los veloces medios de comunicación de nuestros días han desparramado por todo el mundo el coronavirus en poco tiempo. Y como se trata de una enfermedad desconocida, y bastante contagiosa y letal, los medios disponibles para hacerle frente resultan insuficientes, con el riesgo del colapso incluso de los sistemas de salud más desarrollados. Las autoridades han indicado que, ante esta amenaza, es necesario que todos nos quedemos en casa; con la única excepción de aquellos cuyo trabajo sea imprescindible para la supervivencia: como son sanidad, abastecimientos básicos, comunicaciones y orden público.

En esta situación, la Iglesia no renuncia a seguir ofreciendo a la humanidad lo que ella puede y debe ofrecerle: la salvación de Dios. No se trata sólo de ideas consoladoras o propuestas de sentido, al fin, meros esfuerzos intelectuales o psicológicos. Lo que la Iglesia nos ha de seguir entregando es nada menos que ¡la sangre de Cristo!, el misterio de un Dios que muestra al máximo su omnipotencia cuando padece con nosotros el terrible sufrimiento de la muerte del pecador. Pues -como escribía san Bernardo- el Dios vivo «es impasible, pero no incompasible». Su compasión es nuestra salvación. Por eso, el santo sacrificio del altar, la misa, no dejará de ser celebrado mientras haya un sacerdote que pueda hacerlo.

Pero esta Pascua la inmensa mayoría de los fieles se verán privados de la participación en la misa. Es una exigencia de la cuarentena global, un deber cívico. Pero es, antes que nada, un deber moral derivado del mandamiento divino: No matarás. Estamos obligados, en conciencia, a no poner en peligro la salud y, menos, la vida de nadie. Si esta obligación moral colisiona con la obligación que los católicos asumimos de participar en la eucaristía todos los domingos y fiestas de guardar, quedamos automáticamente liberados de ésta, aunque la autoridad eclesiástica no lo hubiera declarado así.

Ante la actual cuarentena global, el Papa ha dispuesto que la santa misa sea celebrada por los sacerdotes solos, evitando la concelebración, y con la asistencia de muy pocos fieles. Son disposiciones coherentes, que no pueden ser tachadas de cobardía ni, mucho menos, de falta de fe. El precepto dominical no impone una obligación absoluta. En cambio, sí la impone el quinto mandamiento, que tutela el bien indisponible de toda vida humana inocente. Era necesario adelantarse y renunciar a las asambleas litúrgicas, aunque las autoridades civiles no las hubieran prohibido expresamente.

La privación de la eucaristía que la cuarentena global exige a tantos católicos es una nueva modalidad del sufrimiento que la Iglesia ha compartido siempre con la humanidad. En definitiva, una forma especial de caridad para con el prójimo. Pero la caridad tiene su fuente perenne en el sacrificio de Cristo, que la Iglesia sigue y seguirá ofreciendo al Padre. Los sacerdotes, que tenemos la gracia de poder celebrar la eucaristía, sufrimos por la ausencia de la mayoría del Pueblo de Dios, del que formamos parte: esos fieles laicos a los que nos debemos y sabemos que sufren en el cuerpo y en el alma. Los laicos que no pueden celebrarla presencialmente sufren también cuando se ven constreñidos a unirse en espíritu a su celebración, limitándose a una oración de deseo de la comunión eucarística y a seguir la liturgia por los medios de comunicación. Este sacrificio, asumido con amor, acrecentará en unos y otros la fe en la comunión de los santos, es decir, en la unión que los bautizados tenemos en Cristo con Dios, entre nosotros y con todos los hombres, en especial con los que más sufren. Una comunión en la que consiste la salvación.

En segundo lugar, los signos de los tiempos de hoy darán ocasión de repasar algunas lecciones acerca de la modernidad y del progreso. La cuarentena global le está dando un buen frenazo a la marcha vertiginosa de una humanidad ilusamente segura de que ella es la única dueña del futuro. Encerrados a la fuerza en sus casas durante semanas, millones de personas de todas las edades y condiciones se harán, sin duda, preguntas como éstas: Pero ¿no estaba todo bajo control? ¿Será capaz un virus de echar abajo el bienestar del que gozamos? ¿Es tan frágil el sistema económico que ha llevado al hombre a la Luna y ha creado un nuevo mundo globalizado? ¿No podrán, de verdad, los sistemas sanitarios curar y ni siquiera atender a los enfermos? Cuando las cosas mejoren ¿no será necesario revisar a fondo el modelo de vida tecnocrático que nos domina? ¿No he de plantearme ya en qué relación están mi vida y mi muerte con el supuesto futuro mejor de la humanidad? ¿Me salvará a mi ese futuro? ¿Salvará a mi familia y al pueblo del que formo parte? ¿Será el porvenir mejor desde el punto de vista del desarrollo social y económico? ¿Lo será desde el punto de vista moral? ¿Lo será necesariamente, como la ideología del progreso (moral) no cesa de pretender hacernos creer?

Esta Cuaresma y esta Pascua, sin procesiones e incluso, para muchos, sin eucaristía, son una ocasión preciosa para que los católicos tomemos nueva conciencia del don tan grande que se le ha dado a la Iglesia en favor nuestro: El don del cuerpo y de la sangre del Hijo eterno de Dios, anticipo de la Pascua eterna, esa futura y esperada inmersión completa en el océano infinito del Amor de Dios. Además, la cuarentena global de 2020 podría marcar el comienzo de una nueva época para la humanidad, si se aprovecha esta oportunidad de redescubrir la humildad y de encontrarse con el Dios humilde y paciente, que nos salva y nos hace hermanos.

Juan Antonio Martínez Camino es Obispo auxiliar de Madrid.

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