Cuatro décadas perdidas en la órbita espacial

Michael Crichton escribió en una ocasión que si le hubiera dicho a un médico de 1869 que en cuestión de 100 años el hombre viajaría a la Luna, y después perdería el interés por el satélite, el facultativo le habría declarado de inmediato «demente». En el año 2000, yo cité esta misma anécdota expresando la incredulidad de Crichton ante la dejadez de EEUU con la Luna. Pues bien, ya es 2009 y ésta despierta aún menos interés.

Hoy se cumple el 40º aniversario del primer aterrizaje lunar. Y se nos dice que el hombre regresará en el año 2020. Pero esa promesa fue hecha por el anterior presidente, y bien sabemos que el actual es la antítesis de George Bush. Además, a pesar de todas las cualidades kennedyescas de Barack Obama, éste no ha expresado nada del entusiasmo de Kennedy por la exploración espacial humana.

De manera que con el programa lunar Apolo olvidado hace mucho, y con el Constellation -su presunto sucesor- que todavía es poco más que una esperanza, seguimos apartándonos del espacio. Sorprendente. Tras incontables siglos de soñar con la conquista del espacio, despegamos por fin en Kitty Hawk en 1903, y sólo 66 años después -un nanosegundo en la historia de la humanidad-, habíamos aterrizado en la Luna. Sin embargo, en las décadas transcurridas desde entonces, apenas nada.

Siendo precisos, cabe hablar de casi 40 años perdidos en órbita geoestacionaria, en los que apenas se han estudiado los efectos de la ingravidez y algunos misterios cósmicos. Lo hemos hecho con la máquina más hermosa, intrincada y compleja -y en última instancia, irremediablemente menos práctica- construida nunca por el hombre: el transbordador espacial. Convertimos este pájaro magnífico en un camión de mudanzas con el que acarrear cosas y personas hasta un mecano que llamamos Estación Espacial Internacional, construido expresamente durante un ataque de preocupación internacionalista posterior a la Guerra Fría; un lugar donde personas de diferentes nacionalidades pueden cantar el kumbayá en ingravidez.

La lanzadera es ya demasiado peligrosa, demasiado frágil y demasiado cara. Siete vuelos más y habrá que jubilarla y trasladarla -igual que el Concorde o el Hércules H4- al Museo de Cosas Demasiado Hermosas y Complejas para Perdurar.

El programa espacial tripulado estadounidense es un despropósito. Dentro de 14 meses, por primera vez desde 1962, EEUU será incapaz no sólo de poner un hombre en la Luna sino de poner a nadie en órbita. Estaremos varados por completo. Tendremos que suplicar un paseo a los rusos o puede que hasta a los chinos.

¿Y qué pasa, dirá usted? ¿No tenemos problemas aquí en la Tierra? Venga ya. La pobreza y las enfermedades y los problemas sociales van a estar con nosotros siempre. Si esperásemos a que fueran corregidos antes de aventurarnos a salir, seguiríamos viviendo en cavernas.

Sí, sufrimos una crisis financiera. Nadie está pidiendo un Proyecto Manhattan de golpe. Todo lo que necesitamos es recibir la financiación suficiente para construir el Constellation y devolvernos a la órbita terrestre y a la Luna medio siglo después del primer alunizaje.

¿Y por qué hacerlo? No es por sentido práctico. No fuimos a la Luna para desarrollar trajes aislantes ni fruta deshidratada. Cualquier avance tecnológico es un extra, no un motivo. Vamos por la maravilla y la gloria de ello. O, por decirlo menos grandiosamente, por sus inmensas posibilidades. Elegimos hacer cosas así, decía JFK, «no porque sean fáciles, sino porque son difíciles». Y cuando se hacen cosas extraordinariamente difíciles -ya sea enviar a descubrir nuevos mundos a Magallanes o a Neil Armstrong- se abren nuevas posibilidades humanas totalmente impredecibles.

¿El mayor ejemplo? ¿Quién habría predicho que los viajes lunares iban a generar el incentivo más irresistible -y símbolo- de la conciencia medioambiental aquí en la Tierra: Earthrise, la fotografía icónica del Planeta Azul que trajo el Apolo VIII?

Irónicamente, la nueva conciencia motivada por el carácter único y la fragilidad de la Tierra alejó la imaginación contemporánea del espacio y la devolvió a la Tierra. Estamos ahora inmersos en una fase híper-terrestre, la era del iPod y el Facebook, de las redes sociales y el eco-respeto.

Pero levante la vista de su BlackBerry alguna noche. Eso es la luna. En su superficie hay exactamente 12 pares de huellas humanas, intactas, impasibles, abandonadas. Por primera vez en la Historia, la luna no es sólo un misterio o una musa, sino una reprimenda nocturna. Un presidente vigoroso y joven nos emplazó una vez a llegar a esta nueva frontera, llamando al viaje «la mayor aventura, más peligrosa y arriesgada en la que el hombre se haya embarcado nunca».

Llegamos, vimos, nos retiramos. ¿Cómo pudimos?

Charles Krauthammer, politólogo, economista y columnista de The Washington Post.