Cuatro ideas de imperio y una guerra perdida

Por Norman Birnbaum, catedrático emérito de la Facultad de Derecho de Georgetown y asesor del grupo progresista del Congreso estadounidense. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 13/07/06):

En un artículo publicado el 6 de julio, titulado "Un presidente decidido se enfrenta a un mundo de crisis", The Washington Post presenta a un Bush acosado en Afganistán, Irak y Somalia, enfrentado a Irán y Corea del Norte, incapaz de llevar la estabilidad y la paz a Tierra Santa, con unos aliados escépticos y el resto del mundo crítico u hostil. Los neoconservadores le han recomendado encarecidamente que ataque Irán y Corea del Norte. La mayoría de la población ha perdido la confianza en él. Pretende reducir el número de tropas en Irak, no sólo para poder destinar recursos militares a futuros usos sino para detener los ataques políticos de los demócratas. Sin embargo, ha declarado que la muerte de 2.500 soldados en Irak exige "mantener el rumbo". El Gobierno iraquí reconoce que tiene una soberanía muy limitada en su devastado país. La resistencia iraquí es más fuerte que nunca. La guerra, que está perdida, sigue adelante, entre otras razones, por el dogma nacional estadounidense: ninguna guerra puede terminar en nada que no sea una victoria total.

Bush es un prisionero de la soberbia imperial, pero esa soberbia no es sólo suya. La comparte todo el país. Las discusiones sobre el papel de Estados Unidos en el mundo son algo más que un debate nacional permanente. Los conflictos en el seno de la clase política a propósito de determinadas cuestiones llegan a oídos de la población transmitidos por periodistas cuyo mayor talento es el de la simplificación. Una parte importante de la sociedad no vota ni participa en la vida pública. No siempre conoce la historia de Estados Unidos, y su capacidad de imaginar el resto del mundo es escasa. Muchos de nuestros expertos del mundo académico, dirigentes empresariales y financieros, altos funcionarios y oficiales del Ejército sí conocen el mundo más allá de nuestras fronteras. Pero sus opiniones son un reflejo de sus opciones políticas. Los ciudadanos de a pie que tienen curiosidad por otros países tienen que surtirse en un supermercado ideológico que ofrece imágenes contradictorias del mundo.

El presidente y sus seguidores creen que Dios ha conferido a Estados Unidos una misión redentora en un mundo abatido. Los católicos, los ortodoxos, los judíos, todos pertenecen a una iglesia nacional calvinista. La sugerencia de que Estados Unidos no tiene derecho a dominar el mundo es una herejía. El sector partidario de la hegemonía imperial considera que el autoritarismo en el interior y la agresión en el exterior son medios legítimos para alcanzar un fin sagrado.

Esta misión universal ha tenido su encarnación laica en la campaña de Bush para promover la democracia. Si se piensa en los Gobiernos instalados o apoyados por Estados Unidos desde 1898, se trata de una campaña ridícula. El profundo desprecio de nuestros dirigentes por el pueblo estadounidense se refleja en que venden esta idea como si fuera una marca de jabón. Un jabón con el que quieren lavar las manchas de petróleo.

Luego hay otro sector imperial, el de los realistas, cuyo jefe histórico es Kissinger. En una entrevista que aparece en The National Interest (verano de 2006), expresa serias dudas sobre la ideología hegemónica de Bush y sobre su capacidad de hombre de Estado. Los realistas no se oponen a que Estados Unidos haga un uso brutal de su poder, tratan de hacer que sea eficaz en un mundo que se resiste. Muchos jefes militares y funcionarios de la CIA y el Departamento de Estado opinan así, igual que los banqueros y empresarios, que piensan en términos de pérdidas y beneficios.

Después están los multilateralistas, que a menudo son unilateralistas que intentan que las órdenes de Estados Unidos se cumplan de forma voluntaria. Son ellos los que hablan frecuentemente del "poder blando", y los que creen que siempre se pueden encontrar valores comunes que inspiren la colaboración internacional. Ponen el pasado (la OTAN y el sistema de alianzas de Estados Unidos, el FMI y la estructura financiera mundial) como prueba del éxito del multilateralismo y conciben la "guerra contra el terror" como una empresa que requiere cooperación y múltiples alianzas.

Por último está el sector anti-imperialista, que desea un cambio total en la actitud y el comportamiento de Estados Unidos, una renuncia a las aspiraciones hegemónicas, la desmilitariza-ción de la política exterior y una mayor integración en Naciones Unidas. Propone la reconstrucción política de nuestro país a gran escala y afirma que el mejor servicio que puede hacer Estados Unidos a la democracia es eliminar los numerosos fallos que tiene nuestra forma de llevarla a la práctica.

Los grupos se entrecruzan. Los demócratas suelen ser multilateralistas o antiimperialistas, con una visión idealizada de nuestras posibilidades nacionales. Los republicanos son hegemónicos o realistas, pero también lo son muchos demócratas. Los fundamentalistas protestantes creen que la Biblia avala la hegemonía estadounidense. La Iglesia Católica y los protestantes progresistas son o multilateralistas o antiimperialistas, pero los teólogos y los laicos no necesariamente piensan lo mismo. El lobby israelí se ha unido a los partidarios de la hegemonía, pero la mayoría de los judíos estadounidenses era, hasta hace poco, multilateralista. Los lobbies van y vienen. El proyecto imperial permanece.

El triunfalismo de Estados Unidos hace imposible mantener un debate serio sobre los problemas reales que afronta el país. La "guerra contra el terror" y la militarización de la política no pueden resolver los problemas económicos y sociales que constituyen la base de la agitación mundial. Nuestros dirigentes siguen teniendo dificultades con la historia. Los generales que lucharon contra los nacionalistas cubanos, filipinos y mexicanos entre 1898 y 1916 eran veteranos de las guerras contra los indios. Sus bisnietos, los generales de hoy en Irak, eran suboficiales en Vietnam. Y, aun así, muchos creen que el nacionalismo estadounidense es genuino. Doscientos diecisiete años de esfuerzos para dominar Latinoamérica ha desembocado en Castro, Chávez, Morales y Obrador. Todos ellos, considerados en Estados Unidos como figuras históricas aberrantes. En estas circunstancias, incluso a un presidente mucho más reflexivo que Bush le costaría encontrar el camino para salir de Irak. No hay que minusvalorar la influencia de Irán ni el hecho de que nuestros aliados iraquíes están desmoralizados. El 7 de julio, Bush declaró que estaba negociando la situación en Corea del Norte porque tenemos que tratar con el mundo tal como es, y no como nos gustaría que fuera. No dice eso cuando habla de Irak. Pero Corea del Norte podría enviar en cualquier momento a dos o tres millones de refugiados a Corea del Sur y crear el caos. Mientras tanto, la Casa Blanca presenta las tímidas exigencias del Partido Demócrata de que se reexamine la situación en Irak como una traición al país.

En las elecciones al Congreso y el Senado del próximo otoño, un Partido Republicano cada vez más nervioso se enfrenta a un Partido Demócrata profundamente dividido. Ocurra lo que ocurra, es posible que, a partir de ese momento, Bush no piense más que en su sitio en los libros de historia. Si es así, podría volverse temerario y agresivo en Irán y adquirir una tenacidad asesina en Irak. Hoy critica a los demócratas por estar a favor de comenzar la retirada de Irak, pero sus generales, por órdenes suyas, están empezando a organizar retiradas a pequeña escala para contentar a la opinión pública. El electorado ve con poco entusiasmo la guerra, pero menos aún la derrota. Bush está decidido a mantener asustada a la gente. Se habla de que se han deshecho tramas terroristas en Chicago y Nueva York, pero no está claro que hubiera realmente planes en marcha, como advierte incluso la habitualmente discreta prensa estadounidense.

El presidente podría verse obligado a echar a Rumsfeld, ignorar a Cheney, aceptar una verdadera restauración de la independencia iraquí y negociar con Irán si aumenta la oposición a su política -ya considerable- entre los funcionarios del Departamento de Estado y los jefes militares. Éstos, a su vez, necesitan contar con el respaldo de una alianza política de realistas, multilateralistas y antiimperialistas, demócratas y republicanos. Dicha alianza se está formando poco a poco, pero las fuerzas de la inercia de la ideología imperial y la intervención son muy fuertes. La consolidación de la alianza sería más fácil si los países de la Unión Europea exigieran un precio más alto por su apoyo en Afganistán y otros lugares. Podrían exigir la retirada norteamericana de Irak como parte de un plan internacional para llegar allí a una solución política, una estrategia estadounidense más seria en Tierra Santa y un compromiso tácito pero claro de que Estados Unidos no va a atacar Irán. Que los europeos vayan a tener el valor de aplicar lo que son claramente sus convicciones está tan poco claro como la posibilidad de que Estados Unidos se recupere pronto de su obsesión imperial.